La memoria se volvió hace tiempo -en arengas políticas, artículos periodísticos y análisis académicos- comodín o, ya que estamos en festejos bicentenarios, pericón. Esas siete letras que la conforman tienen la “virtud” de poner bajo los reflectores la masa multiforme del pasado (y aquí el contenido puede ser cualquiera, pero en general se habla de pocas cosas), responsabilizar el presente y, en su versión más políticamente correcta, prometer un futuro en el que amnesia o dismnesia no aquejen (nunca) más.
Afortunadamente, los “territorios de la memoria” que nombraron al festival fueron más que un contenedor asociado meramente al período dictatorial -hoy transformado en moda y commodity- y más, mucho más, que una memoria decididamente patriotera, declinada en tres colores. La “memoria” facilitó la relación semántica y temporal estrecha con los festejos del bicentenario (concentrada en la presencia del grupo catalán La Fura dels Baus y su serie de imágenes entre alegóricas y metafóricas sobre el nacimiento de nuestra nación), explicitó la voluntad de hermanarse con actividades de corte académico como el VII Coloquio Internacional de Teatro, organizado por el Departamento de Teoría y Metodología de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, y el Seminario sobre Públicos y Artes Escénicas, convocado por el CIDAE, Iberescena y Teatro Solís, y reveló las razones palmarias de la elección de buena parte de los espectáculos. Funcionó así para las tres reposiciones históricas del teatro uruguayo de los 80 (El herrero y la muerte, de Jorge Curi; Salsipuedes. El exterminio de los charrúas, de Alberto Restuccia, y ¿Quién le teme a Italia Fausta?, dirigida por Omar Varela), para la inclusión -un poco en la línea anterior- de la nueva puesta de Doña Ramona, dirigida por Jorge Bolani, y para varios espectáculos extranjeros y nacionales por sus temáticas (Carmen fúnebre, de Pawel Szkotak; El box, de Ricardo Bartís; Mi vida después, de Lola Arias; Villa + Discurso, de Guillermo Calderón, y Locas, de Sandra Massera), sus operaciones textuales y espectaculares (Estado de ira, de Ciro Zorzoli, y Habitación 105, de Florencia Lindner) o sus presencias en la historia del teatro del siglo XX, como en el caso de Una flauta mágica, no tanto por la obra sino por el hombre, Peter Brook, uno de los últimos directores unánimemente modélicos, leyenda de las generaciones pasadas, y quién sabe si “mito” de quienes lo vieron en el Solís el jueves 19 o el viernes 20, e ídem para La Fura dels Baus (y no es desidia si me sirvo aquí de la misma acotación sobre la leyenda y el mito que usé para Brook).
Parte de una memoria -pero ahora en el sentido de "anotación"- del segundo FIDAE, debería incluir el carácter gratuito de todos los eventos (una nivelación social, “sin distinguir ni clases ni edades”, dice el director del festival, Iván Solarich, en el programa, aunque la nivelación no necesariamente se vio en las plateas, de conductas y ropajes vistosamente homogéneos), la distribución caótica de las entradas (dato para emprendimientos futuros) y la precaria publicidad mediática (condensable en afiches callejeros pálidos con poca información -sólo fecha, nombre del evento y sitio web, pero no su gratuidad- que volvían casi ilegible tanta cucaña a menos que uno estuviera entre los que ya lo sabían todo). Esa memoria debería, sin embargo, contemplar los ajustes “en la marcha” (la organización de filas de público sin entradas, ágilmente incorporadas a las butacas vacías), la mayor presencia mediática durante esos días y, por supuesto, la selección cuidadosa y sofisticada de los espectáculos. Sin pretensiones de exhaustividad, salto los nacionales, no por desamor o esnobismo, sino porque muchos ya fueron reseñados en estas páginas (sobre los espectáculos de danza, ver nota adjunta).
La metateatralidad como esparcimiento
Estado de ira, espectáculo argentino con texto y dirección de Ciro Zorzoli, reformuló ese berretín del teatro por representarse a sí mismo: desnudar sus mecanismos ante el público, exhibirse como puro artificio, maquinaria y técnicas, poner máscaras dobles o triples a sus actores para que encarnen papeles laberínticos de actores que combaten con sus personajes. Y aunque el friso de “relaciones humanas”, como se advierte en la descripción del espectáculo -es decir, la proyección hacia afuera, lejana del universo claustrofóbico de la sala-, sea de uno de los motivos explícitos de tanto strip tease, el objetivo último parece estar en la necesidad urgente de pensarse desde adentro, de reformular prioridades y claves de existencia: desarmar lo dado es una de ellas. Coincidencia o filigrana discursiva por parte del FIDAE, lo cierto es que la edición 2009 seleccionó Neva, del chileno Guillermo Calderón, otro espectáculo que se miraba, intensa y problemáticamente, el ombligo.
En el escenario de la sala Campodónico del teatro El Galpón, se emuló otro escenario abierto con muebles, utilería y vestuario, sede de una dependencia pública destinada a asistir actores en sus representaciones. El público (real, pero contemplado en el texto) concurre a un día de trabajo como cualquiera: esta vez toca a una primera actriz reemplazar a otra en el papel de Hedda Gabler, disponiendo de un solo día de ensayo. Como las premisas de sus compatriotas Ricardo Bartís (incluido El box, parte del festival) y Mauricio Kartun, las de Estado de ira crea (la ficción de) un universo autónomo y anterior a lo representado tan complejo y multifacético, pero además tan antojadizo y lleno de tics, que aquello que pasa en escena parece sólo la punta del iceberg. Hay tramas ocultas, sugiere la puesta, pero se prefiere mirar hacia otro lado y dar una parte mínima de eso. Tras la reverencia inicial a la actriz, el espacio del ensayo se conforma como cadena fordista donde se multiplican, por sucesión, los Jørgen Tesman, Juliane Tesman y las señoras Elvsted (que rotan incluso en la misma escena), los movimientos de la actriz devienen una coreografía mecánica (carente además de la escenografía original o referentes “visibles”) y la continuidad de la obra se poda a favor de la rapidez (estar en una dependencia pública vuelve burocrático lo artístico, insiste Zorzoli). Y si los gestos ampulosos de la diva (una Paola Barrientos que asombra por sus meneos y voz, pero también por su microgestualidad, algo que desde la primera fila del teatro fue fácil disfrutar) provocan la risa inicial y su evidente confusión las risas sucesivas, hacia el final la manipulación y hasta vejación de su cuerpo por parte de los asistentes cambia el contrato con el público: si uno sigue riendo (porque la máquina humorística se activó desde el principio) es consciente de que esa risa es de otro tipo.
Posdictadura posdramática
Como Zorzoli, en el doble rol -hoy inseparable en el mapa de lo teatral- de dramaturgos y directores se propusieron la argentina Lola Arias con Mi vida después y el ya mencionado Guillermo Calderón con Villa + Discurso, coincidentes ideológicamente en su fusión espinosa de teatro y política.
Mi vida después es un friso de la historia dictatorial argentina cuya materia prima son las vidas de los integrantes del elenco, todos nacidos entre 1970 y 1980, operación que en el teatro internacional se está volviendo cada vez más recurrente (dos de los más vistosos practicantes de ese juego con los límites de la representación son el colectivo alemán Rimini Protokoll y el director Volker Lösch, tachado como uno de los “más controvertidos” del panorama mundial y que actualmente colabora con la uruguaya Marianella Morena en un proyecto sobre mujeres y dictadura). La historia reconstruida por las últimas generaciones, los “hijos de” (y aquí la lista va del agente de inteligencia al militante guerrillero), deciden tomar la palabra para conformar una memoria, necesariamente fragmentaria y retroactiva. Explota la visión del objeto como conservante de reminiscencias (terreno explorado por Pátina, de la uruguaya Verónica Mato, en 2009) y su carácter concomitante de residuo, algo inútil. Los actores se mueven rápidos, la estética es colorida, el balance de lo cómico y lo trágico perfecto y la solidaridad (generacional) posible: después de todo se comparten referentes (el rock en escena, por ejemplo) y ese sentido de opresión en la mirada de cada foto familiar de los 70. Muy eficaz la toma de la palabra en este primer espectáculo de Arias que visita nuestro país, y arriesgada la amenaza constante de caer en la utilización estratégica (casi sensiblera) de los testimonios.
Más introspectivos se presentan Villa + Discurso, dos textos autónomos (el primero sobre las posibilidades de reciclaje y uso de un centro de tortura y exterminio durante la dictadura, el otro como discurso ficcional de la ex presidenta Michelle Bachelet) que componen un programa único por su materia y por la representación, de ambos, por las mismas tres extraordinarias actrices jóvenes (y el adjetivo, así de exagerado como parece, se queda corto). Colocándose, según palabras del propio Calderón, en el ámbito de lo “panfletario”, hoy urgente por el foco ideológico que instala, Villa elige el lugar concreto y emblemático -la Villa Grimaldi, el más grande y conocido centro de la dictadura chilena entre 1973 y 1990- como lugar material para la elaboración del recuerdo. El espectáculo abre mientras las tres mujeres escriben algo en papelitos, los doblan y los entreveran, intercambiando numerosos “ya” que ritman la votación; y aunque sea muletilla lingüística (y sobre las variaciones en las muletillas usadas por el refinado Calderón podría escribirse mucho) es arduo no pensar en ese “ya” (es decir, “ya está”) como anticipación engañosa de una “solución” posible al conflicto que guía la obra. La discusión de las tres, filtrada por la presencia desorganizadora de una de ellas como mapuche anónima, oscila entre la aceptación de la Villa hoy (cúmulo caótico de ruinas y recordatorios aislados), la recreación de la casa como era (es decir, de una casi turística casa del horror) o la instalación de un museo blanco y aséptico, armado de macs archivadoras chic de vidas y destinos. Y mientras hablan las actrices (y los personajes persuaden en una y otra dirección) entre la platea montevideana se produce un plus significativo o cortocircuito -y si no se produce, debería- que excede el proyecto discursivo de Calderón y toca el centro de la concepción oficial de las relaciones entre espacio y memoria uruguaya (el Punta Carretas Shopping fue primero una cárcel, como también lo fue el recientemente creado Espacio de Arte Contemporáneo).
Con una estructura de intercambios inteligente y acumulativa que parece convertir cada frase individual en colectiva (la rapidez de los parlamentos y su barroquismo recuerdan a Neva y Diciembre, intensificados quizá por la temática), un manejo de visiones del mundo irreconciliables como motores de la trama, y un final metáfora (un temblor de la Villa-maqueta al centro de la mesa y la caída y ruptura de los vasos de vidrio que la rodean) que obliga a salir de la trama y mirar la escena como construcción, Villa fue posiblemente, lo mejor de un FIDAE que ha crecido mucho con respecto a la edición 2009 y que representa, con su firme apertura internacional, una necesaria bocanada de oxígeno en un contexto en el que escasean las visitas extranjeras.