En la charla, que tuvo lugar en el Punto de Encuentro del MEC, Tambutti -titular de la cátedra Teoría General de la Danza en la carrera de artes de la Universidad de Buenos Aires y de la cátedra Historia Social del Arte y el Espectáculo en el Instituto Universitario Nacional de Arte- dijo que así como hay una historia de los modos de representación, también existe la historia de los modos de recepción. A su entender, lo primero que hay que tener en cuenta es que no hay un público sino varios y que quienes van a ver un espectáculo pertenecen a un determinado medio social: “En el siglo XVIII las personas que iban a ver los ballets de corte eran los aristócratas, por lo que [Pierre] Beauchamp no iba a hacer un acto que no tuviera que ver con ese público”.

Tambutti, también cofundadora del grupo Nucleodanza, hizo referencia al signo político bajo el que nació la danza espectáculo (y más concretamente el ballet), en tanto que formó parte de la propaganda de Luis XIV, y dio otros ejemplos de actitudes políticas vinculadas a este arte: cuando en 1916 Isadora Duncan visitó Argentina habría dicho que su danza no era aceptada porque éste era "un país de negros", y Mary Wigman, una de las mayores exponentes de la danza de expresión alemana, cuando se quedó sin subvención del nazismo tuvo que echar a todas las bailarinas judías. “Eso de que la danza está flotando en una nube no es cierto. Podemos ignorar la nube en la que estamos nosotros, que es otra cosa”, opinó.

Según Tambutti, somos herederos de una danza desterritorializada. Recién cuando en vísperas de la Segunda Guerra Mundial llegan al Río de la Plata los grupos provenientes de Rusia se genera el movimiento balletístico en estas latitudes. “Los Ballet Russes no son [Vaslav] Nijisnky, que estaba loco, sino personas bastante normales que se expandieron tipo Mc Donalds”, dijo, y agregó que fueron traídos al Teatro Colón de Buenos Aires por la oligarquía argentina que comenzó a erigirse jueza del buen gusto. Así se habrían generado un público y una institución legitimadora que dio lugar a lo que Pierre Bourdieu llama “campo artístico”. “En Buenos Aires, los formatos representativos empezaron a tomar la forma de este conglomerado artístico que caracterizó a los Ballet Russes: un buen músico, un buen pintor, un buen coreógrafo, aquel espectáculo, la idea de totalidad, una historia que representar. Esto también es parte de cómo creamos: no creamos porque estamos libres. No estamos libres, sino que tenemos en nuestro ADN muchísima información. Esa información hay que poder leerla, para apropiársela, porque si uno no se la apropia, uno la copia, que es otra cosa. Apropiar e hibridar son los dos mecanismos que funcionan en nuestro proceso de creación”, dijo consciente de que la dicotomía "apropiar-hibridar" puede parecer contraria a "identidad".

Siguiendo con esa línea de pensamiento, Tambutti agregó que no sólo heredamos una forma de trabajo sino una manera de complacer al público. “Tendríamos que reterritorializar nuestra danza justamente en función de un acto de memoria. Esto tiene que ver con cómo fueron haciéndose las hibridaciones. La palabra 'apropiación' tiene que ver con hacer propio algo ajeno, no es una mala palabra, como tampoco lo es 'hibridación', pero hacer de lo ajeno sustancia propia -esto lo dice un pintor chileno- es el lugar donde estamos nosotros parados. El público, los públicos, también van a poder hacer propio lo que nosotros hagamos”.

Tango, Maradona y bife de chorizo

“Lo propio no es propio, lo propio está hecho desde el vamos con material ajeno, y eso está en la Historia. Roma fue hecha con material ajeno, no es que exista algo propio en algún lugar. A un francés no se le pide que haga cosas francesas. ¿Cuáles son las cosas francesas? ¿Que cante La Marsellesa?”, se preguntó Tambutti. En cambio -prosiguió- a los bailarines argentinos en determinado momento se les pedía que bailaran tango. “Tango, Maradona y bife de chorizo: se vuelve de alguna manera la definición de un lugar. Uno empieza a cumplir ese rol y no se da cuenta de que cuando viene alguien de Europa no se le dice: 'a ver, vos qué tenés de belga'”.

“Todo es una mezcla, buscar lo propio es ir al mito de los orígenes. Parecería que el término 'identidad' es mejor que 'hibridación', entonces tenemos que empezar a romper esta cuestión con el lenguaje. Para mí hablar de identidad es hablar de esencias y de mito de origen. Lo voy a decir de una forma antipática: cuando aparece a principios del siglo XX todo el movimiento de las comunidades utópicas, más concretamente el Monte Veritá (la nombro porque por allí pasaron Rudolf von Laban, Mary Wigman e Isadora Duncan) uno de los mitos de los orígenes era que los alemanes eran hijos del sol, la raza aria. La cuestión esencialista necesita, para justificarse, crear una historia tipo 'descendemos de Tutankamon'. Me parece que eso pone a la danza en un camino equivocado que nos va a hacer caer irremediablemente en el exotismo: 'vamos a hablar del gaucho'. Por ejemplo, hay una coreógrafa argentina que hizo una obra sobre la Pampa, pero su visión era la de una chica de clase media que se imaginó la Pampa. Conocer lo que voy a incorporar significa conocer mi contexto y el del otro. La clave tiene que ver con empezar a reconocer el sustrato colonial de nuestro pensamiento y eso no es una cosa impuesta sino que nosotros mismos hemos generado”.

Ballet conformista

Acerca de cómo crear nuevos públicos para la danza contemporánea, Tambutti expresó que en términos artísticos ése no es el planteo más correcto. “Si queremos poner el acento en el tema del público, ahí la respuesta es fácil: andá a la academia del Bolshoi y pegate 40 saltos, volvé, hacé 17 piruetas y tenés a todo Montevideo mirándote. Porque si hoy acá viene Sylvie Guillem no va a haber entradas por un mes. La cuestión es pensar que hay gente que ha cambiado la historia del arte con cuatro personas delante”.

En ese sentido mencionó que, tal como pasa en el programa de Marcelo Tinelli, Bailando por un sueño, en el que los que bailan no son bailarines, también puede haber espectadores que dejen de ser público. Los coreógrafos contemporáneos responderían a eso de diferentes maneras: “Jerome Bell lo hace tratando de no darle el alimento al ojo, sino dejando un lugar para que el ojo interior -no el de la cara- cree un teatro interior”. Consultada sobre el fenómeno de la resurrección del Ballet Nacional del SODRE (BNS), que hoy convoca 80.000 espectadores al año, Tambutti consideró que el espectador de ballet encuentra “la confirmación de lo que ya sabe”. “Como los chicos cuando les contás un cuento y les cambiás que Caperucita no se encontró con el lobo, sino que se encontró con un conejo. El chico te dice: 'No, se encontró con el lobo' y quiere que vos le repitas el mismo cuento de la misma manera. Creo que eso existe y está bien. El ballet es un divertimento, no está planteando una pregunta. El espectador va a confirmar algo que ya conoce, le parece que esos bailarines bailan bien, va a pasar un buen rato y después se va a cenar. Es una actividad como podría ser ir a andar a caballo. Es como en el Louvre: de golpe tenés a 200.000 japoneses todos parados frente al cuadro de la Gioconda, que es chiquito, y sacándole fotos; sin embargo al lado tenés una sala de qué sé yo. Van a ver lo que ya saben que hay que ver. El ballet tiene casi tres siglos, ahí hay una pregunta interesante sobre qué es lo popular, porque es una danza que nace aristocrática pero seguramente la bailarina del [asentamiento] Fuerte Apache sabe lo que es una bailarina clásica. El arte que desafía al espectador y que no le confirma lo que sabe, ya está en problemas”.