La evolución del ser se puede leer ágilmente como evolución del camp. El término indica un estilo, que en cierto sentido ya pasó de moda (el término), pero que en los 70 dominó los estudios de estética y otras materias, sobre todo a raíz del supercitado ensayo de Susan Sontag de 1964, Notes on “camp” -gracias al cual la fama de la intelectual neoyorquina se disparó-, que fijó para siempre algunos de sus rasgos: amor a la exageración, médula kitsch, posición empecinadamente irónica sobre cualquier tema, teatralización de la vida, relación estricta con una supuesta estética homosexual (que funcionara también como legitimación y reconocibilidad en un marco social todavía homofóbico), etcétera.

La evolución del ser de Dani Umpi. SOA Arte Contemporáneo (Constituyente 2046). Hasta la primera semana de diciembre.

En los últimos 40 y pico de años, por supuesto, el estilo y/o el aliento camp se estiró, amplió, tomó otros nombres (por ejemplo, en cierta medida, el trash) y seguramente invadió el mainstream, heterosexual también, tanto que su regla dorada -apostilla de Sontag: “la definición última de camp: es bueno porque es horrible” (nota 58)- administra el gusto de una vasta área de la intelectualidad poscapitalista, la que goza de productos impresentables, con distancia, sabiendo que son impresentables, caso de típico sublime al revés.

Si la escritora estadounidense estaba hablando, sobre todo, del consumo de productos “inocentes” leídos como camp, acá nos concierne la directa creación de artefactos ya campy, o sea el camping, que naturalmente tiene un ejército de autores, pero que sigue las mismas reglas “de lectura” en la fase creativa, aunque “lo camp que se reconoce como tal suele ser menos satisfactorio” (nota 18). El Dani Umpi artista plástico (no entro en su producción literaria y musical) se mueve con gran soltura en este reino del mal gusto, lo chillón, lo cursi y lo dosifica con destreza y energía: en la parte “antológica” de la muestra abundan collages a catarata, que es una manera bastante novedosa de jugar con los recortes de diario, ya que los pedacitos, letras, palabras, son organizados de forma tal que una parte quede colgando, formando un alfombrita de frases; lo mismo pasa con pequeños retazos de revistas ultracoloridas, plegados como conitos y pegados, a la manera de pináculos, a la tela: el efecto visual es placentero e intrigante a la vez y le da plasticidad a una forma de poesía visual de otra manera ya obsoleta. De hecho, infinitamente menos eficaces resultan los collages que no utilizan efectos de bajorrelieve -el material de partida es el mismo, revistas- que amontonan frases cretinas, precios, anuncios de ofertas o caras de famosos, organizados según formas -círculos, polígonos irregulares- o color. También las nuevas piezas, el corazón de la exposición, siguen el mandato de trabajar, fundamentalmente, con material preexistente.

En estos tiempos de gloria atlética del país, Umpi elige como lienzos para su creación, ropa deportiva, esas telas un poco porosas y translúcidas de colores fuertes, que brinda un campo relativamente interesante de acción: como las cuestiones de género son parte de su búsqueda (por ejemplo, el travestismo que emplea en sus conciertos) se puede leer la inserción de bordado sobre dichas mallas como el encuentro/choque de un fondo tradicional y obtusamente leído como masculino -viril, relacionado al deporte- con el bordar, oficio femenino -por lo menos en discursos populares todavía vigentes- par excellence: “Lo más hermoso en los hombres viriles es algo femenino, lo más hermoso en las mujeres femeninas es algo masculino” (nota 9). Los motivos del encaje, por supuesto “serial”, son figuras atrozmente desgastadas y el repertorio de cursilería se muestra por completo: de los comunes números (ya parte, en realidad, del uniforme deportista) a emblemas heráldicos banalizados (el águila, el león, la espada), pasando por un pequeño zoológico (tigres, ranas, conejos, aves) y símbolos varios (estrellas, soles, moños, triángulos, huesos, calaveras, etcétera), todo condimentado con muchas flores.

Nada nuevo, la misma lógica de los collages aplicada al universo de la ornamentación vulgar y tosca de vestimentas: sí es notable que el artista no haya caído en la tentación de insertar insignias patrias, hoy en día omnipresentes en el arte nacional, salvo un sol que ríe, pero que ríe demasiado para que sea el de la bandera, y dos “3” peligrosamente cercanos, que sólo rozan el fatal treinta y tres. El mundo de La evolución del ser parece seguir siendo el mundo de la despreocupación, del ensamblaje de cuanto más pop y “divertido” se encuentre, guiado por otra característica subrayada por Sontag: el amor del camp por la “decoración visual: vestidos, mobiliarios” (nota 5).

Empero, el paso sucesivo de Umpi, sin duda el elemento más interesante de la operación, sigila cabalmente esa actitud. Una vez producidos los cuadros, el artista dejó la curaduría de la muestra en las manos de una “numeróloga humanista y terapeuta holística” salteña, Laura Rattín, que escribió los textos que acompañan las piezas, “para conocer la parte empíricamente holística” de su trabajo. Rattín decidió disposición (que incluye cuatro rosas blancas puestas en las esquinas de la sala principal), fecha de inauguración (debido a algo astral, supongo) e incluso el precio de las obras (cercano al “democrático”), además de escribir joyas interpretativas como la siguiente (elegida al azar): “Para llegar al 7 se necesita el infinito. El infinito se marca con el crecimiento de la vida. Una rama, un pimpollo, una rosa abierta. No tiene tierra pero marcaste el retorno con el 8. El cuestionamiento “¿de dónde soy?” " se refiere a una tela de fondo azul tenue con un 88 blanco en el medio atravesado por una rosa. Primero, la acción recuerda cierta disposición del camp hacia el misterio (“lo camp es esotérico: tiene algo de código privado, de símbolo de identidad incluso”, declara Sontag en la introducción a su artículo); luego, al remitir sus obras “realizadas por creación automática” a una operadora de lo metafísico para que las gestione y conceptualice, Umpi encarna a la perfección la idea de que “el camp lo ve todo entre comillas. No será una lámpara, sino una 'lámpara'; no una mujer, sino una 'mujer' ” (nota 10), algo que devino, finalmente, el mismísimo esprit posmoderno. Así, la exposición se vuelve “exposición” y parece agotarse en este extremo distanciamiento: fun, quizá, pero con olor a resbaladiza desresponsabilización.