Francis Fukuyama (Chicago, 1957) será recordado como el politólogo que anunció que el desmembramiento de la Unión Soviética y la caída del socialismo europeo significaban el triunfo definitiva de la democracia liberal. Tal era la tesis de El fin de la historia y el último hombre, cuya versión acabada apareció en 1992. Con el tiempo, sin embargo, este pensador académico del neoconservadurismo estadounidense, que alimentó a las administraciones de Ronald Reagan, Bush padre y Bush hijo, marcaría su distancia respecto al Partido Republicano, y en las últimas elecciones, enojado con el militarismo y los desastres económicos del gobierno, dio su apoyo a Barack Obama.

En su última columna para la revista Foreign Affairs, sugerentemente titulada “The Future of History” (es decir, “El futuro de la historia”, contradiciendo la tesis que daba nombre a su libro más famoso), Fukuyama comenta la actual crisis política y económica que viven Europa y Estados Unidos, y propone la creación de una ideología populista que vuelva a colocar la política sobre la economía.

El antiguo conservador abre su columna culpando al “modelo capitalista de capitalismo financiero pobremente regulado” por el desencadenamiento de la crisis económica. Siendo así, le llama la atención que la izquierda no haya producido un movimiento de protesta poderoso, más allá del potencial que tendría Occupy Wall Street, y que en realidad la única fuerza novedosa, el Tea Party, provenga de la derecha y tenga como principal consigna a la desregulación económica. A su vez señala, que en los hechos, el Tea Party apoya a los mismos políticos que fomentaron el actual sistema y que además fomentan la desigualdad social, que para él es el principal obstáculo para el crecimiento económico (y sobre esto se extendió en La brecha entre América Latina y Estados Unidos: determinantes políticos e institucionales del desarrollo económico, un libro que compiló en 2008).

Para Fukuyama, la falta de reacción se debe a una carencia en el campo intelectual, en el que la “izquierda ausente” habría fallado a la hora de proponer un contrarrelato válido al liberalismo de derecha, quedando atrapada en visiones regresivas. Sobre el final del texto, el politólogo se toma el trabajo de esbozar el tipo de ideología que el progresismo debería llevar adelante, pero antes se extiende en las causas del decamiento de la izquierda.

“Las tendencias del pensamiento de izquiirda en las últimas generaciones han sido desastrosas en tanto marcos conceptuales y en tanto herramientas de movilización. El marxismo murió hace muchos años y sus pocos antiguos creyentes están prontos para ir al geriátrico. La izquierda académica lo sustituyó con posmodernismo, multiculturalismo, feminismo, teoría crítica y una mírica de corrientes intelectuales fragmentarias, más enfocadas en lo cultural que en lo económico. El posmodernismo empieza por negar la posibilidad de un gran relato explicativo de la sociedad o la historia, socavando sus propia autoridad como voz para la mayoría de los ciudadanos que se sienten traicionados por las elites. El multiculturalismo valida la victimización de virtualmente cualquier grupo minoritario. Es imposible generar un movimiento progresista masivo con base en una coalición tan despareja: la mayoría de los ciudadanos de clase trabajadora y de clase media baja victimizados por el sistema son culturalmente conservadores y les daría vergüenza aparecer junto a aliados así”, escribe.

Para el estadounidense, “el mayor problema de la izquierda es su falta de credibilidad”, ya que se habría limitado a defender un sistema asistencialista ya agotado. “Así, cuando los partidos socialdemócratas llegan al poder, ya no aspiran más que custodiar un estado de bienestar creado décadas atrás; ninguno tiene una agenda novedosa y excitante que movilice a las masas”.

Según Fukuyama esa nueva ideología “tendría que reafirmar la supremacía de las políticas democráticas sobre las económicas y legitimar al gobierno como la expresión del interés público. Pero para proteger a la clase media no podrá basarse en los mecanismos existentes del estado de bienestar. La nueva ideología deberá, de alguna manera, rediseñar al sector público, liberándolo de su dependencia en los actuales accionistas y usando herramientas tecnológicas para la provisión de servicios. Tendrá que argumentar sin ambigüedades por más redistribución y presentar un camino realista para terminar con el dominio de los grupos de interés en la política. Económicamente la nueva ideología no podrá comenzar con una denuncia directa del capitalismo, como si todavía los antiguos socialismos fueran una alternativa. Es más bien la variedad de capitalismo lo que está en juego y el grado en el que los gobiernos deben ayudar a las sociedades a ajustarse al cambio. Los mercados no serán vistos como un fin en sí mismos; en cambio, el comercio y la inversión globales serán valorados en cuanto contribuyan al florecimiento de la clase media, no sólo a las estadísticas de crecimiento de un país”.

La nueva ideología, además, deberá asociarse a un también nuevo tipo de nacionalismo, que privilegie la producción local. “La ideología deberá ser populista; el mensaje deberá comenzar con una crítica de las elites que permitieron que el beneficio de muchos se sacrificara por el de unos pocos y con la crítica de las políticas del dinero, especialmente en Washington, que beneficia a los más ricos”.

La clase media, gran protagonista de la historia futura para Fukuyama, deberá movilizarse, concluye, pero no lo hará hasta ser atraída por un nuevo relato; él ya dio un adelanto.