En el número de ayer de la diaria, Diego Recoba, reseñando un libro póstumo del poeta Julio Inverso (Papeles de Juan Morgan), hacía una interesante reflexión acerca de cómo cambió en los últimos veinte años la autopercepción de los artistas transgresores hacia sí mismos y, en definitiva, cómo cambió su rol en la sociedad moderna. Recoba se centraba particularmente en cómo se ha desvanecido -en tiempos de cultura más diversificada (y superficializada)- esa concepción del artista "maldito" y marginal que es a la vez brújula y antagonista social. Un rol en cierta forma heroico, pero que las convenciones sociales actuales -más lúcidas o más cínicas- perciben actualmente como algo romántico, egocéntrico y, por qué no, ridículo.

La culpa es mía: Biografía inconclusa de Tabaré Rivero, de Federico Ivanier. Aguilar. 2011. 280 páginas.

Esa concepción del artista transgresor tuvo en el Río de la Plata sus características propias a fines de la década del 80 y la primera mitad de la del 90, ya que a pesar de plantearse como una alternativa al sentido comunitario de la nueva canción latinoamericana y su formato de vehículo de ideas, en realidad continuaba esa percepción de importancia propia -o más bien del papel del cantante que dice cosas socialmente relevantes- sustituyendo el "nosotros" socializante por un "yo" disidente por naturaleza, pero también aspirante a un "nosotros" menos estructurado y partidizado.

Hay casi un paradigma de esta clase de artistas en el Río de la Plata, que va desde Enrique Symns hasta Gustavo Escanlar, o desde el Indio Solari a Juan Casanova, y que, con diversos grados de enamoramiento autodestructivo o solidaridad outsider, atraviesa buena parte de la literatura, la música y el teatro de ese tiempo. Posiblemente sea el músico, actor, dramaturgo y literato ocasional Tabaré Rivero quien haya encarnado mejor esa concepción artística en nuestro medio, y que ya había revisado su trayectoria en el autobiográfico Diez años de éxito al dope (Yoea-Aymara, 1996), pero que ahora vuelve a repasarla en compañía del escritor Federico Ivanier en este libro que se mueve en los márgenes entre la biografía y la autobiografía, actualizando los hechos a la luz de una década muy distinta.

Yo es otro

La culpa es mía... presenta algunas dificultades formales. El modelo elegido parece haber sido el conocido y brillante Miles: La autobiografía de Miles Davis con Quincy Troupe (Simon & Schuster, 1998), libro que consistía esencialmente en una extensísima entrevista al autor de Kind of Blue, en la que Davis utilizaba a su amigo el poeta Quincy Troupe como vehículo para formalizar su discurso autobiográfico. Pero a diferencia de aquél, que intentaba reproducir la voz de Davis en primera persona, Ivanier-Rivero prefirieron -por timidez o para reforzar el carácter de "biografía"- optar por presentarlo en una tercera persona que comparte los puntos de vista del sujeto biográfico.

Aparentemente no hubo otros entrevistados más que Rivero en la elaboración del libro -o al menos no se reproduce la voz de ninguno-, y es su punto de vista sobre sí mismo (generalmente el menos confiable de los testimonios, no particularmente en el caso de Rivero, sino de cualquier sujeto de biografía) el que se escucha a lo largo del mismo. Esto, al ser tercerizado, le da un tono algo condescendiente o excesivamente comprensivo al relato: es casi inevitable el ser justificativo o encontrar motivaciones interiores no evidentes cuando se habla de las propias conductas y memorias, pero suena algo extraño cuando es un narrador externo el que las explica.

Este tono tercerizado alcanza al propio libro en las escasas intervenciones propias del autor, como cuando se refiere a Diez años de éxito al dope justificando este nuevo repaso de la vida de Rivero (y la compra del libro), haciendo gala de su actualización y generando un raro momento de propaganda de un libro dentro del mismo.

Esta dualidad también se nota a la hora de las mayores intimidades; para los recolectores de las morbosidades que suelen asociarse a las historias de rock (drogas, alcohol, sexo), el libro no esquiva el tema ni da demasiados detalles, adquiriendo a veces un tono pudoroso al tratar de esos aspectos, lo cual también colisiona un poco con el lenguaje extremadamente coloquial del resto del texto.

Pero no es el libro y su formato lo que interesa realmente, sino su sujeto, y el sujeto de La culpa es mía… es uno complejo, que puede considerarse tanto un artista individual como la voz de una percepción.

No entendieron, no entendiste, nunca entenderé.

Proveniente casi simultáneamente de dos ámbitos supuestamente cercanos -pero frecuentemente antagónicos- como el teatro y el rock, Tabaré Rivero siempre ha tenido que balancearse entre el carácter eminentemente representativo del teatro y el aparentemente espontáneo del rock (características muy relativas, pero de alguna forma presentes en el imaginario popular). A la vez, siendo casi una década mayor que la mayoría de los integrantes de la generación semi-punk del 86, Rivero también tenía un pie en la generación crecida en la cultura de resistencia del Canto Popular y la nueva, que no se diferenciaba tanto en realidad, pero que reaccionaba contra ella.

El libro se estructura entonces a partir de ese lugar de identidad difuso, como por una parte la historia personal y afectiva de un artista de mediana edad, y por otra parte como la búsqueda de un lugar nunca del todo claro -a pesar de la popularidad de Rivero y su mutante banda- dentro del panorama musical uruguayo.

Esa búsqueda de identidad se traduce en una relación conflictiva, tanto con sus compañeros de ruta musical -por diversos motivos la formación de la Tabaré Riverock Banda ha cambiado permanentemente, sin perder su carácter de banda (o sea, no el simple acompañamiento de un solista)- como con su público. Generalmente no hay mayores detalles sobre los roces y separaciones de Rivero con sus músicos, pero tampoco hay justificaciones, más bien prefiriendo el resaltar lo difícil de la personalidad del líder, y al no haber contrapunto con las opiniones de los excluidos, la versión es esencialmente única y más bien limitada.

Más interesante, y un tema común a otras formaciones de la época, es la relación de Rivero con un público con el que comparte intereses estéticos, pero que se diferencia cultural, etaria y éticamente. El conflicto entre el contacto íntimo y empático del surgimiento en el under y el más mediado e incontrolable de la masividad es narrado en el libro como una dicotomía dolorosa, que suele ser subestimada por los que creen que el éxito es un bien de por sí y que los que se quejan lo hacen de llenos. Rivero en cierta forma abrazó a una generación de público con códigos muchas veces más cercanos a lo futbolístico que a la recepción artística, una recepción que si nunca se imaginó como contemplativa, tampoco se había vuelto precisamente agradable. Los choques entre Rivero y su público ocupan buena parte de los capítulos, lo cual es comprensible.

La culpa es mía… se plantea entonces como un resumen, desde un lugar establecido pero aún contradictorio, de una carrera difícil y generalmente solitaria. Pero también es uno de los escasos retratos de un período artístico que aún no ha sido estudiado en sus aristas simultáneas de entusiasmo y vandalismo, de novedad y proyección de viejas taras, y como tal se vuelve, más que tan sólo el sonido de la voz única y evaluatoria de Rivero, también la historia de una percepción sobre el arte, o más bien sobre la cultura de un tiempo. Esa percepción de la que hablábamos al principio y que parece haber naufragado sin que nadie haya extendido su partida de defunción.

Por momentos egocéntrico, autocomplaciente y simplista, La culpa es mía… también es honesto, afectuoso e idealista -además de ser una lectura amena-, y mantiene un interés que supera al que se pueda tener por la obra de Rivero y sus múltiples cambios. A diferencia de la autobiografía anterior (es difícil no considerar a La culpa es mía… como una segunda autobiografía) Diez años de éxito al dope, que podía considerarse una suerte de manifiesto artístico-ético, el libro no intenta convencer ni justificar, sino más bien explicar un trayecto que, como el de todos, es en parte imposible de explicar. En el medio pasa, además de Rivero, el Uruguay en el que vivieron sus coetáneos y los que éramos adolescentes cuando surgió, y los que lo eran cuando alcanzó su mayor popularidad a fines de los 90. Un montón de países cuyas historias todavía no han sido contadas; Rivero e Ivanier cuentan una visión de una persona en particular, y de un testigo privilegiado. Lo cual no está mal. Por algún lugar se empieza.