Porro-video: la primera parte del neologismo es clara, en cambio la segunda dio lugar a alguna confusión hace dos años, cuando apareció este gran libro de cuentos de Jorge Alfonso. “Video”, podría pensarse, viene por “videojuego”, ya que la tapa del libro reproduce la iconografía de la maquinita Space Invaders, un clásico de los 70; además, el cuento que abre el libro, “El aire del barrio”, comienza describiendo las últimas etapas de un juego para computadoras. Pero no: el “video” vendría por el nombre de nuestra capital, devenida “ciudad del porro”, un bautismo que le conviene, por lo menos en esta edición de la diaria enfocada al cannabis.

Ya cuando se lanzó Porrovideo, debidamente marketineado en el acto que el 3 de Mayo (Día Mundial por la despenalización de la marihuana) se lleva a cabo en el Molino de Pérez, la percepción general del consumo de porro había cambiado bastante gracias a la “mala prensa” que venían recibiendo otras drogas más baratas y más asociables a la delincuencia, como la pasta base. Esto no evitó que el libro y su autor recibieran la clase de propaganda que suele convocar lo transgresor. Fue feliz, porque lo merecía el libro, que era y es muy bueno, pero también una lástima, porque daba la impresión de que se trataba de alguien que simplemente estaba “hablando del faso”, cuando Alfonso estaba hablando -y por eso tanta matraca con el título del libro- de Montevideo.

Esto queda claro desde el ya mencionado relato de apertura (“El aire del barrio”), que repasa una noche errante por las calles de La Comercial y tiene por centro un episodio difícil de olvidar: la cremación inmotivada de una rata, supuestamente moribunda. Y aunque el paisaje, la jerga y algunas otras referencias son inconfundiblemente montevideanas, el ritmo, cierta parquedad, el cierre sutil, el escritor-personaje y el humor autoinfligido tienen saludables raíces anglo, con Charles Bukowski como referencia más obvia (Alfonso le dedica un gran homenaje al estadounidense en su autoeditado Cacareos poéticos y poemas de amor misógino).

También el segundo cuento, “Mi hermano y yo y la noche triste”, hila delicadamente varias anécdotas aparentemente inconexas (incluyendo un amasijo colectivo en una parada de ómnibus). Es “Ingeniería de las naranjas salvajes”, que viene después, el que marca el quiebre: único relato no callejero -se desarrolla en una oficina y uno no puede evitar pensar en la distancia que separa lo que escribe Alfonso de la obra benedettiana de fines de los 50-, tiene una honesta filiación kafkiana, como buen alegato antilaboral.

“Subir hasta el cielo”, con su leit motiv “joda, joda, joda”, vuelve a ponernos en la calle y “El amor de los hombres pobres” es casi un ejercicio de dramaturgia, mientras que “El mejor amigo del perro” es un chiste estirado con habilidad suprema. “Soledad a la manera de Chéjov” es, a pesar de la cobertura irónica, uno de los nudos emotivos de la colección, y materializa el drama potencial que encierra el cruce generacional (padres e hijos) y químico (antidepresivos versus recreativos), dejando claro que esto no se trata de pura diversión. Por si quedan dudas, en “Navidad con una gata anaranjada” se lee: “Sin odio ni rencor, podría contarle todo esto y explicarle que por eso creo que todo el mundo es un infierno. No por hijos de puta como él, sino por ese problema que tiene la gente como yo, que quiere buscar siempre una explicación, un sentido para tanta maldad imbécil”.

Otras drogas blandas -cocaína y hongos- son el condimento de “En busca del elefante blanco” y “Marcelo: ‘pienso, luego me drogo’”, que transitan por los lugares más sórdidos a los que obliga la ilegalidad del consumo. “El fiambre de cada día” aprovecha cómicamente la sensación de hambre que provoca fumar marihuana y “Pasando la lengua por la tristeza y tragando” tiene una apertura de lujo (“Un bar. Un mundo”, paráfrasis de una canción que merece ser refrán: “Another Girl, Another Planet”, de los Only Ones) e incluye un pasaje por un extinguido antro de vicio, el salón de maquinitas montevideano. En cambio, “Redención” y “Una simple pregunta” tienen como sustancia de fondo el alcohol barato, y como historia no contada la salida de una decepción amorosa. El retorno a La Comercial, a puro faso lúdico y tambores, llega con “Cómo se baila el candombe” y “El Candombe final” y su mantra “calle Yacaré”.

Lo notable es que, detrás de esa pantalla de intoxicación, todas las historias de Porrovideo expresan una una predisposición tristona pero entusiasta que tiene más que ver con un lugar y una época, con una serie de preferencias artísticas y elecciones vitales que con el consumo de una u otra hoja. Que Alfonso sugiera dos por tres que escribe desde un futuro cercano -habla de “cuando todavía quedaban guardas en los ómnibus”- no hace sino reforzar lo mucho que tienen sus relatos de crónica consciente.