Primero, no hay nada muy innovador en la historia, desarrollo y desenlace de Black swan. Thrillers psicológicos sobre la protagonista (sí, en general hay un gusto predilecto por las mujeres a la hora de atravesar tal calvario) confundiéndose con su rol o la posición de engranaje que hay entre ella y una megaestructura que es “la obra”, que la precede y la supera, hay muchos. Como ejemplos de ello podría citarse a Perfect Blue, animé del genial y recientemente difunto Satoshi Kon, que plantea la fragmentación identitaria de una chica que decide dejar de ser una pop idol para probar suerte en el mundo del cine (el film es algo más complejo que eso, planteando de una forma muy interesante las relaciones del oriente tecnologizado con respecto a la sexualidad y la condición del icono, bastante más extrema y particular que la que registramos en occidente), o incluso, el papel de Laura Dern en Inland Empire (aunque esta película de Lynch, en sus tres horas de duración es una matrioshka semiótica en la que más que por interpretaciones psicologicistas, sólo podemos dejamos arrastrar por la experiencia misma del cine). También es fácil registrar ciertas reminiscencias de Polanski, y es que, en cierta medida, Black Swan es algo así como una mezcla entre The Red Shoes (Michael Powell, 1948) y Repulsión (Roman Polanski, 1965).
Cámara y efectismo en mano
Nina es una bailarina en ascenso de una exitosa compañía de Nueva York. Thomas (Vincent Cassel, cara conocida en todo lo que refiere a personajes tórridos) es el arquetipo de director tirano que encarna el ideal perverso de una exigencia de goce pero con disciplina. Nina roza la perfección en cuanto a la técnica, pero Thomas, que intenta hacer una versión más visceral y violenta de la famosa obra de Tchaikovsky (y que pretende que el papel del cisne blanco y el cisne negro sea interpretado por una misma bailarina), considera que a la protagonista le falta la audacia y sensualidad, incluso la maldad para interpretar al cisne negro.
Es en este marco que aparece Lily (interpretada por Mila Kunis -habría que ver cuánto hay de relación de aquel nombre con el personaje bíblico de Lilith), una joven bailarina que se convierte en algo así como el dopplegänger de la Portman. Es en la progresión dramática de la lucha y defensa del puesto, que la aparentemente hipercontrolada vida de Nina comienza a desmantelarse por un mundo lleno de espejos, en donde nunca se sabe qué está pasando en la realidad y qué ocurre exclusivamente en la cabeza de la protagonista.
La trama es suficiente para que Aronofsky haga lo que siempre le gusta hacer (y lo que muchos de sus detractores atacarán con completa fruición): cámaras en mano hiperactivas, exposición asfixiante de los protagonistas en planos cortos, gestos a lo grand guignol de espaldas sufriendo metamorfosis y uñas quebradas. En este caso, yo siempre fui de los que consideré a Aronofski (a excepción de El luchador, que me ganó el corazón en todos los terrenos) un director más efectista que efectivo. En El cisne negro hay algo de eso (la insistencia en los espejos para crear reflejos falsos y la clásica técnica actual de terror de una dinámica a base de sobresaltos y aumentos de volumen parecen por momentos innecesarias y molestas), pero en general está manejado con maestría, al tiempo que tiene algo que hacer con una trama donde las piruetas y los giros forman parte fundamental de la misma (no como en otras películas como Réquiem por un sueño). Sobre todo las escenas de baile, con la cámara satelizando a una velocidad centrífuga imponente alrededor de los bailarines está muy bien lograda. En especial la escena inicial, con Rothbart imitando todos los movimientos de Nina, pero siempre permaneciendo detrás, guarda relación estrecha con una cámara que siempre parece olerle la nuca, como a hurtadillas, a Natalie Portman.
Después está el ambiente opresivo, cierta angustia que se enquista en el espectador y que no lo abandona nunca, hasta en las escenas más sexuales, donde hay un ambiente tan opresivo que no permite disfrutar algo tan evidentemente sexual como una escena lésbica -imaginada o real- entre Portman y Kunis (que también puede entenderse como un recurso harto evidente para captar un grueso de público masculino).
Obseso
También se continúa una línea que parece obsesionar a Aronofsky, que es la búsqueda de lo que puede o no puede un cuerpo. Los pies de las bailarinas (a los que se dedican meticulosos primerísimos planos) no se diferencian demasiado, por momentos, de los brazos picados e infectados de los heroinómanos de Réquiem por un sueño. Al mismo tiempo, la idea de sacrificio físico (desde la famosa escena del taladro en Pi, hasta las peleas sangrientas y completamente orquestadas de El luchador, pasando por el cáncer de la protagonista de La fuente) no sólo tiñe todo el trascurso de la película sino que determina el final de la misma (a mi parecer, una de las falencias del film, optando por una vuelta de tuerca excesivamente romanticista).
El público más afecto al cine de Aronofsky, gustará de ver El cisne negro varias veces, esperando encontrar nuevas claves y nuevas interpretaciones al desgarro psicológico de la protagonista. Sin embargo, más allá de las interpretaciones psicopatológicas (que, vamos, están demasiado servidas en bandeja), hay una dimensión interesante que no suele ser mencionada en las revisiones de la película, y es la de El cisne negro como obra de rito de pasaje, una metáfora sobre la vida encapsulada, frígida y, más que nada, infantilizada de Nina (la vida asfixiante de su vínculo dual con su madre, encajonada como la muñequita de alhajero, entre todos aquellos peluches que en un momento tira -o no- a la basura) que termina incorporándose a los mandatos y planes del mundo adulto (un mundo de la sexualidad, pero también al mundo desalmado, al que termina alineándose en la encarnación de El cisne negro, alguien capaz de ser malo y cínico). Pero esta interpretación tiene otra arista, y es la de una relación de pasaje de fases que sobrepasa al mismo personaje y que envuelve, ya no a Nina, sino a Natalie Portman. En ese juego de dobles, hay un momento en que Nina se cruza con Beth (Wynona Rider), bailarina más veterana a la que le acaba de quitar el puesto y que está postrada en su cama, con las piernas completamente destrozadas por un accidente automovilístico. En ese reflejo, en ese miedo de irse convirtiendo en la otra, está también la imagen de Portman enfrentada a Wynona Rider, dos actrices que empezaron de muy jóvenes -Natalie con su famoso papel de lolita en El perfecto asesino (Luc Besson, 1994), Wynona en Beetlejuice (Tim Burton, 1988)-, con una que está a punto de llegar a sus treinta (Portman) y la otra que ya está al borde de sus cuarenta, y que ha ido decayendo en papeles, tanto como en vida personal (la escena conocida y reproducida mil veces de ella robando en una tienda de ropa).
El cisne negro es una historia que habla de una bailarina (Nina) y una actriz (Portman) entregando lo máximo de sí, que contempla el precipicio sin saber si arrojarse o no. Si hay un colchón o no esperándola debajo, depende de los próximos años.