Prácticamente todo el mundo definió en su primera temporada (2008) a Fringe como una mezcla no muy bien cuajada de Los Archivos X y Lost. Había motivos para hacerlo: la serie seguía las peripecias de un grupo especial del FBI -la división fringe, en referencia a la denominación que se hace de las investigaciones científicas que siguen métodos poco ortodoxos-, encargado de aclarar diversos fenómenos inexplicables. La historia se centraba en una agente, Olivia Dunham (Anna Torv), en un brillante científico liberado luego de 17 años de reclusión en un centro psiquiátrico, Walter Bishop (John Noble), y en su hijo Peter (Joshua Jackson), un buscavidas con diversos talentos técnicos.

La serie comenzó alternando casos extraños de diversa índole (aunque nunca sobrenatural o claramente extraterrestre) con una trama mayor que involucraba a una megacorporación científica fundada por un ex socio de Bishop, a una serie de extraños personajes calvos no del todo humanos llamados “los observadores” y a un posible conflicto con un universo paralelo -con el que Bishop habría detonado el contacto- del cual provienen varios personajes obsesionados por cometer diversos actos de terrorismo sin objetivos claros.

Los parecidos superficiales con Los Archivos X eran claros, especialmente en las investigaciones de casos individuales desconectados con la trama de fondo, pero en Fringe no existía el conflicto entre creencia y no creencia (el gobierno y cada uno de los personajes pueden sorprenderse ante lo que se encuentran pero son rápidos para adaptarse a lo inexplicado y aprovecharlo sin mayores pruritos), y los personajes estaban más trabajados y propensos a evolucionar

Nuestro científico loco favorito

Torv -una mujer muy atractiva con cierto parecido a Cate Blanchett, pero de sensualidad más bien apagada- parece haber tomado clases con Clint Eastwood, ya que al igual que él suele lucir una extraña inexpresividad plagada de tics, algo que -dependiendo del carisma del actor- puede ser tanto un defecto histriónico como una virtud de contención. Sin embargo, su evolución actoral a lo largo de la serie ha sido realmente impresionante, especialmente a partir de la tercera temporada, en la cual pasa a interpretar a dos personajes distintos cuyas personalidades además se entrecruzan (es largo de explicar y no queremos revelar demasiados detalles que arruinen el disfrute). Como su contrapartida masculina/romántica estaba el personaje de Jackson que, sin ser el eje de acción ni el componente humorístico, ocupaba la posición más débil entre los principales de la serie (aunque se sugiere que su importancia irá in crescendo), algo a lo que ayuda el rostro aniñado del actor, bastante menos carismático que el resto del elenco.

Pero el arma secreta de Fringe es la tercera pata sobre la que se apoya: el científico Walter Bi-shop. En los primeros capítulos el personaje interpretado por John Noble parecía cumplir el rol de elemento humorístico y guardián involuntario -Bishop sale del hospital con su memoria severamente dañada y la va reconstruyendo a medida que se enfrenta con consecuencias de su pasado- de los secretos que la serie iría develando gradualmente. La interpretación de Noble y las numerosas capas de matices y contenidos que ha ido desarrollando lo convirtieron en el eje y símbolo de la serie, más allá de que la historia intente centrarse -sobre todo en la tercera temporada- en el personaje de Anna Torv.

Walter Bishop es un personaje extraordinario y con escasos precedentes televisivos. Tal vez se le puedan encontrar algunas similitudes con el John Locke de Lost, al menos en su directa pero extraña forma de aproximación a la realidad, pero al mismo tiempo es su opuesto, ya que encarna el espíritu científico puro en oposición al misticismo de aquél; se trada de un hombre profundamente dolorido en lucha con su pasado y su inestabilidad mental, pero que al mismo tiempo exhibe mayor alegría vital y expresividad emotiva que el resto de los personajes. Alguien con un formidable sentido del humor, deliberado o accidental -los gags, en ocasiones hilarantes, apoyados en su extravagante personalidad, han sido el elemento que aliviana y dinamiza la ocasional solemnidad de la serie-, pero que al mismo tiempo conlleva la carga de haber sido, posiblemente, una suerte de Mengele.

Semejante personaje podría dar pie a alguna obra mayor que Fringe, pero su tratamiento en la serie -aun cuando eventualmente pueda ser superficial- le otorga una profundidad en potencia asombrosa, realzada por la interpretación magistral de Noble, que lo hace pasar en un segundo de la mayor arrogancia autosuficiente a una fragilidad conmovedora, del payaso genial, drogón y hedonista al hombre devorado por sus demonios personales. El sesentón y en términos de acción casi inexistente Noble se robó la serie, lo cual, por supuesto, es mérito compartido entre sus creadores y el actor: el éxito de un personaje así es algo más improbable en la televisión actual que los casos paranormales descritos en la serie. Más allá de las virtudes individuales de los actores, el gran triunfo interpretativo de la serie es la química conseguida entre ellos; dejando de lado la oscilante relación romántica entre Peter y Olivia, se puede decir sin exagerar que pocas veces se ha visto en este tipo de ficciones un grupo que emita una sensación de aprecio y preocupación mutuo tan fuerte. Esto se da no sólo entre los personajes principales sino también en relación a los secundarios, especialmente la asistente de Walter, Astrid (cuyo nombre el demente jamás recuerda, llamándola “Astrud”, “Asteroid” o incluso “Asterix”), quien cumple el rol más paciente y contenido de la serie.

Esta clase de humanidad también está impresa en la presentación de las víctimas de los fenómenos contra los que se encuentran: la serie siempre se toma algunos minutos en presentar a los personajes que van a morir -generalmente de forma más bien horrible- en dos o tres detalles humanos significantes, recordando que se trata de una persona y no de una simple excusa para desencadenar un caso. Algo similar sucede con los adversarios, jamás presentados como seres odiosos o sádicos, sino personas con misiones y motivaciones generalmente incompartibles pero jamás gratuitas. Fringe, a pesar de sus detalles morbosos y en ocasiones lisa y llanamente gore, es una serie extrañamente carente de odio.

El giro

A pesar de sus virtudes Fringe por momentos daba la impresión de que, como una sábana corta, cada vez que cubría un defecto conceptual terminaba exponiendo otro, oscilando entre la intrascendencia absoluta de algunos capítulos y la demora excesiva en el desarrollo de la trama principal. Pero a partir del episodio “Peter”, en la segunda temporada -que había arrancado en forma muy floja- aparecieron la profundidad, coherencia y continuidad de las que hasta el momento había carecido, concentrando toda la acción en la relación de enfrentamiento entre los dos universos.

Sin embargo, el ingrediente trágico y conmovedor que esta vuelta de tuerca le aportó prácticamente eliminó uno de los mejores componentes de la serie hasta el momento: su sentido del humor. Fringe se volvió una serie profundamente dramática durante los capítulos finales de la segunda temporada, convirtiendo a Walter Bishop en un personaje torturado sin lugar para sus hilarantes delirios y ocasionales guarangadas, y a pesar de la espectacularidad y la cantidad de ganchos dejados en “Over There” -el largo episodio en dos partes que concluía la segunda temporada-, el exceso de solemnidad y drama amenazaban con darle muerte a la serie; una muerte coherente y focalizada, pero inevitable al fin.

Pero evidentemente Abrams

y los suyos son, además de gente talentosa, profundamente porfiados en relación a sus creaciones y en la tercera temporada -un momento tal vez no tan tardío para salvar a una serie (pensemos en que productos tan exitosos como House o incluso Los Simpson llegaron a su potencial pleno recién en la tercera temporada)- consiguieron imprimirle el giro perfecto: ambientando con maestría los capítulos alternativamente en los dos universos, algo señalado por las diferencias de colores en las presentaciones, de color predominantemente azul en los capítulos del universo “normal” y de rojo en los de la “Tierra 2” (las guiñadas utilizando la presentación son habituales en Fringe: el capítulo “Peter”, ambientado en los años 80, cambiaba la banda de sonido por una claramente ochentosa y la tipografía también se volvía sutilmente retro). Así y sin abandonar el hilo principal de la serie, los capítulos adquirieron toda una gama de matices extra, pudiendo desarrollarse tanto en nuestra realidad como en una con significativas variantes históricas, y pudiendo utilizar tanto los personajes ya presentados como sus contrapartidas en el otro universo.

Esto, que puede convertir en un laberinto a quien caiga en uno de sus capítulos sin tener mucha idea de cómo viene la historia, le otorgó tantas variables y posibilidades narrativas que una historia que parecía no tener mucho más que dar -y lastrada por las comparaciones con productos más redondos-, se convirtió en algo de enorme riqueza y potencialidad narrativa. Como si fuera poco, y posiblemente revitalizada por la concisión lograda, la serie mejoró notablemente en el plano de las interpretaciones, la dirección -que suele recurrir a grandes libertades técnicas dignas de un virtuosismo asordinado- y en los guiones, que ganaron una contundencia sorprendente que hace que no haya habido un episodio flojo o menor en los diez que se conocen de esta tercera temporada. De hecho, la serie ,con su infinidad de paralelismos y descubrimientos (y encubrimientos) de las personalidades de los personajes, encontró también su tema, que no es simplemente una historia de ciencia-ficción, sino una búsqueda identitaria constante de personajes en duda en relación a sus pasados, presentes y futuros, y que viven en una relación de irrealidad constante que demuestra una cierta herencia de Philip K Dick pero con un énfasis mayor en las propias personalidades que en el entorno.

Ya definido su universo (o más bien, universos) y su personalidad al parecer definitiva, Fringe dejó de ser esa maquinaria tan atractiva que no arrancaba para convertirse en una de las ofertas más poderosas de la televisión estadounidense actual, aunque esos resultados aún no se hayan traducido en algo de popularidad similar a la de anteriores producciones de Abrams como Lost, o incluso como Alias. Pero ser fan de Fringe es como ser fan de alguno de esos grupos de rock menores de los 60 o 70; uno sabe que no son realmente grandes, ni particularmente revolucionarios o decisivos, pero la originalidad de sus discretas virtudes los convierten en un producto diferencial y que, al no llegar nunca a adquirir carácter de fenómeno masivo, aún hace que seguirla se sienta como una elección personal. Y una elección a la que la constante superación de los resultados hacen sentir como una afinidad visionaria.