Leonardo Favio ha dicho reiteradas veces que llevar la tragedia del Aniceto al ballet fue un sueño largamente acariciado, que habría comenzado a palpitar hace 40 años luego de filmar, en 1966, El romance del Aniceto y la Francisca. El director ha dicho, además, que la música que acompañaba ese sueño era “el bullicio del río, el sonido del agua corriendo por las acequias”. Tal vez porque, como reza el proverbio gitano, “cuando el río suena, aguas o piedras lleva”.
Sin tutú
Entrevistada por la diaria, la bailarina argentina Alejandra Baldoni mencionó que “el clásico se vincula más con lo dulce, lo armonioso. Mis escenas eran más carnales y sexuales, por eso se hicieron en contemporáneo. Lucía es una mujer muy libre, que no quiere ninguna atadura. Tiene que ver con la independencia de ser mujer y no ser de nadie. Hay escenas donde están todas las posiciones sexuales. Pasar del tutú de los escenarios a bailar con el torso desnudo frente a una cámara no resultó sencillo, pero entendí que así era como tenía que ser. Esas escenas no se podían hacer con camisón o corpiño. Fue jugado y luego lo entendí y creo que valió la pena. Favio quería una escena sexual y creo que se vio claro. Quería algo muy fino, con los cuerpos, que pasaran en un segundo de la noche del baile a esa escena que es como el sueño del Aniceto de estar con esa mujer. El Aniceto se confundió porque pensó que podía llegar a algo con ella”. Consultada sobre las reminiscencias de otros personajes del repertorio clásico consideró que “lo que diferencia a la Francisca de otros roles del ballet es que se pudo revelar. En aquel momento si te enterabas de una infidelidad igual te quedabas: le planchabas y le cocías el botón. Ella pudo decir ‘me engañaste’ y se pudo ir. En las obras clásicas en general, se quedan o se mueren de amor. En algún punto no la veo tan débil”. “Siempre me había gustado interpretar el ballet corporalmente sin tener que hablar, pero cuando uno puede usar la voz es más fácil. El bailarín es un actor pero no usa el mayor elemento que es la voz. No nos resultó difícil interpretar o actuar porque Favio es muy descriptivo de lo que quiere. Las palabras están justas y en los momentos justos”.
También ha mencionado que Lino Patalano (entonces productor de Julio Bocca) le preguntó si nunca había pensado en llevar el romance del Aniceto al ballet. Así nació Aniceto, una remake con una visión global del arte que rompe los límites de lo cinematográfico e incorpora danza, música, escenografía, pintura y escultura para contar una historia de amor, obsesión y muerte que tiene como protagonistas al bailarín estrella del Ballet Argentino, Hernán Piquín, y a las bailarinas Natalia Pelayo, que desde 2005 forma parte del Ballet Estable del Teatro Colón, y Alejandra Baldoni, integrante del Ballet del Teatro Argentino de La Plata.
En el film, Favio relata con exquisita sensibilidad e imágenes de profundo lirismo cómo Aniceto (Hernán Piquín) se enamora de “la Francisca” (Natalia Pelayo) una niña-mujer, y luego pierde la cabeza por “la Lucía” (Alejandra Baldoni), la mujer fatal que despierta amores que son como una bala. La historia es sencilla pero narrada con el pulso de Favio adquiere los ribetes de un clásico.
Detrás de los protagónicos femeninos resuenan los ecos de Giselle (la muchachita ingenua, la campesina bondadosa) y todo el set de mujeres seductoras que pueblan los ballets, como Odile en El lago de los cisnes o Carmen, la cigarrera, del ballet basado en la novela de Prosper Mérimée. La Francisca representa la pureza, la inocencia (el cisne blanco), mientras que Lucía, que pasea por el vecindario con la mirada de un gato cuando acecha a un gorrión, encarna la mujer enigmática, falaz, que enceguece (el cisne negro).
Sin embargo, la Francisca no tiene su “escena de la locura” -como en el tradicional ballet-, ni la Lucía lleva mantilla, flor de casia y medias de red como la españolísima Carmen. Si bien los personajes recreados por Favio condensan algunos rasgos de esas heroínas arquetípicas, no dejan de tener una identidad fuertemente argentina. El propio director ha dicho anteriormente que remiten a personajes reales, de carne y hueso, del pueblo que lo vio crecer, Luján de Cuyo.
Aniceto se entreteje con las pasiones que cortejaron a Favio durante su vida: la cultura de lo popular que tanto admira, del radioteatro que lo acompañó durante la infancia, la magnificencia de la naturaleza, el universo gitano, el arte en el sentido más amplio del término. Tal como lo describió sintéticamente la coreógrafa Laura Roatta, autora junto con Margarita Fernández de las notables coreografías del film, Favio está interesado en “la poesía de lo simple”, en los pequeños detalles, en las miradas que lo dicen todo, en gestos mínimos o silencios que hablan por sí solos.
No parece casual que el Aniceto, el otro vértice de ese triángulo amoroso, críe un gallo blanco de riña y se dedique a apostar en esas contiendas que son retratadas con escenas de una belleza espeluznante, como de “acuarelas chinas”, según ha dicho el propio Favio. Algo que podría verse como una versión más telúrica y folclórica de la lucha entre el cisne blanco y el cisne negro, con todo lo que ello implica: el combate entre el bien y el mal, el orden y el desorden, la razón y la pasión.
El ballet no es dulzura
Todo comienza con la partida de los gitanos que dejan al pueblo otra vez con su color de tierra blanca, seca. Es en ese instante cuando Aniceto ve a la Francisca y nace el amor que, como dice la ópera de Bizet, “es hijo de los gitanos, jamás conoció ley alguna. Si no me quieres, yo te quiero; y si te quiero ¡ten cuidado!”. Ese telón de fondo aporta a la historia un elemento turbador y misterioso, una atmósfera de destinos echados y fuerzas superiores a lo humano.
La danza, como se suele decir, es sólo una. Pero cada género se asocia a cosas diferentes. En ese sentido hay que destacar el acierto del director y de las coreógrafas que plantean un ballet con acentos de tipo clásico español, cargado de intensidad dramática, en el que Hernán Piquín pone de manifiesto toda la virilidad de su personaje. En tanto que las ejecuciones de Natalia Pelayo (la Francisca) son de ballet clásico, tradicionalmente asociado a la levedad, lo etéreo, lo bello y lo puro, las escenas de baile de la Lucía tienen mayor presencia del tango y la danza moderna o contemporánea, más asociadas a la naturaleza pasional y libre.
Cada uno de los intérpretes a su modo y todos en forma absolutamente magistral actúan, hablan (algo terminantemente prohibido en los escenarios del ballet) y representan mediante la danza sus más poderosas pasiones. Todas las escenas de baile son de una belleza extraordinaria: el ballet del encuentro del Aniceto y la Francisca, la danza que representa la primera noche entre Aniceto y la Lucía, el solo de la Francisca cuando descubre el engaño, el dúo en el que Aniceto intenta dominar, atrapar y arrinconar a la Lucía enrabiado de celos al verla con otro hombre, y el ballet del camino a la muerte cuando se decide a recuperar lo perdido.
Tal como lo mencionó Piquín en una entrevista, Aniceto, filmada íntegramente en un hangar en Quilmes, se diferencia de otras películas en donde pueden verse diversas compañías de danza en acción como The Company, de Robert Altman, Centre Stage, de Nicholas Hynter, y otras en las que se retrata la vida de un bailarín, como Sol de medianoche o Billy Elliot.
Aniceto no es un ballet filmado ni una comedia musical, ni pertenece al género videodanza. Es una invención en la que el director se vale de todas las artes para escenificar y vivificar su relato. En ese sentido, se asemeja más a los planteos del director español Carlos Saura. Es de esperar que, con la balletomanía desatada el año pasado por Bocca y el cariño que los uruguayos tienen por Favio -tanto por el cantante como por el director cinematográfico- muchas personas vayan a ver Aniceto, que se estrenará en el Teatro Solís y luego en Cinemateca 18, y disfruten con sus maravillosas escenas de ballet, música y cuadros cinematográficos.
Todo esto me recuerda a algo que viene tangencialmente al caso: por estos días se puede ver un aviso de un refresco en vía pública en el que aparece el Ruso Pérez con la frente debidamente vendada y una leyenda que dice: “La dulzura es para el ballet”. Lo curioso del asunto es que el ballet -como muchos de los cuentos de los Hermanos Grimm- no tiene nada de dulce (puede resultar edulcorado, pero ése es otro tema). El ballet está lleno de dramas como el que pinta Favio, en donde los personajes parecen sucumbir a toda clase de fuerzas fatales que dejan atisbar al espectador el escalofrío de la tragedia.