Hijo de inmigrantes judíos polacos (su apellido paterno era Bolotsky), el neoyorquino Daniel Bell militó en la Juventud Socialista de Estados Unidos durante los años 30 y en la década siguiente continuó ligado a los movimientos de izquierda desde la labor periodística. Durante la Segunda Guerra Mundial se alejó de ambos -partido y prensa- al priorizar la crítica al marxismo y al estalinismo (hace una distinción clara en El socialismo y el marxismo en Estados Unidos, de 1952) y al emprender una exitosa carrera académica.
Su primera publicación de influencia internacional, El fin de las ideologías, llegó en 1960, cuando ya era un profesor estable en la Universidad de Columbia. Salteándose la superación del capitalismo propuesta por Marx, allí Bell anunciaba que desde aquel momento en adelante sólo cabría hacer pequeños ajustes técnicos, administrativos, a la marcha de las sociedades desarrolladas, que consideraba regidas por capitalismos que intervenían fuertemente en lo público, en los países de Occidente, y por una especie de capitalismo de Estado en los países de la órbita soviética.
Defensa poco disimulada del estado de cosas surgido durante la Guerra Fría, el libro fue leído atentamente por aquellos que, como Francis Fukuyama, no vacilaron en anunciar que las razones del mercado se volverían una opción excluyente tras la caída del muro de Berlín. Bell, sin embargo, no era un neoliberal, aunque su alejamiento de la izquierda clásica lo situó cerca del resurgimiento del conservadurismo estadounidense que alimentó y apoyó a la administración de Ronald Reagan (tal el obituario de The Guardian, por ejemplo), pero esto deja afuera el hecho de que Bell también había preanunciado la llegada de una derecha popular e ideologizada en La derecha radical (1963).
Para otros, como el esloveno Slavoj Zizek, Bell fue un “liberal astuto” (lo dice en Visión de paralaje) que supo disimular lo intrínsecamente inviable del sistema capitalista. Ésta habría sido la tarea de Bell en otro de sus libros más citados, Las contradicciones internas del capitalismo (1978), donde advertía que el hedonismo y los crecientes mecanismos de gratificación individual atentaban contra la raíz puritana en que se basa la ética capitalista.
Sin embargo, su sobrino Michael Kazin -quien lo recuerda necrológicamente en la revista Dissent, foro del “socialismo democrático” norteamericano- afirma que a Bell lo animaba “la repugnancia hacia el pensamiento holístico, ya fuera marxista o funcionalista. En Occidente, la economía, la política y la cultura eran ámbitos diferentes, gobernados por principios diferentes (eficiencia, igualdad y realización personal, respectivamente). No se trataba sólo de una teoría innovadora, sino de un intento para liberar las mentes radicales y liberales de ideas reduccionistas que ni explicaban la sociedad muy bien ni ayudaban a cambiarla para bien”.
Para los franceses, en cambio, Bell es sobre todo el autor de La sociedad post-industrial (1973), y lo consideran, junto al local Alain Touraine, como un pionero en el manejo del concepto de “sociedad de la información”. En esa serie de ensayos, Bell anunciaba un cambio de paradigma: del esquema industrial se estaba pasando a uno en el que tomaba preponderancia lo inmaterial, con la información y su comunicación como elementos clave.
En 1995 Bell escribió un nuevo prólogo para El marxismo y el socialismo..., que Kazin tiene a bien recordar: “El socialismo permanece como un ideal moral independiente de una teoría de la historia. Se trata de un ideal moral de igualdad y oportunidad que nos permita a cada uno desarrollar plenamente nuestra esencia y nuestros talentos. Cerré este libro con la sentencia de Weber, que dice que aquel que busca la salvación del alma no la debe buscar en las avenidas políticas. Pero hemos aprendido que la necesidad de proveer recursos a quienes son excluidos de la sociedad y que podrían participar como ciudadanos plenos si tan sólo tuvieran los recursos que fomentan la autoestima, necesariamente involucra a la política. Uno existe en el mundo, aun si uno, comprensiblemente, rechaza gran parte de ese mundo, dominado por la grosería de la sociedad burguesa. Pero no es el egoísmo desembozado el que nos dirá cómo actuar, sino las justificaciones morales de una política meditada”.