La isla de las tribus perdidas es una reflexión sobre la relación de los latinoamericanos con el mar, en la que se mezclan -como es característica del ensayo desde sus orígenes- diferentes registros de discurso; en este caso, la crítica literaria, la crónica periodística y el análisis de algunos fenómenos sociopolíticos contemporáneos, como los balseros de Cuba, las migraciones México-Estados Unidos o la hiperconectividad a partir de los nuevos medios electrónicos. Todo el esfuerzo de Padilla consiste en sostener que el mar es una “ausencia elocuente” en la cultura latinoamericana y que tal “ausencia” no es en verdad tan radical como se plantea. Con un lenguaje nada complicado y una estrategia argumental clara, el autor recorre varios textos literarios latinoamericanos, mostrando que, como cualquier clásico, algunos de estos textos siguen dando claves para comprender la realidad de quienes vivimos en esta parte del mundo.

Pensar Iberoamérica hoy

El libro ganó el Premio Iberoamericano Debate-Casa de América 2010, elegido por un jurado integrado por William Ospina, Ángela Vallvey, Gabriela Wiener, Carlos de la Morena (Casa de América) y Miguel Aguilar (Editorial Debate). La institución Casa de América es una herramienta de la cooperación internacional del Estado español que busca la interacción entre la “Comunidad Iberoamericana de Naciones” y Europa en materia artística y cultural. Una de las actividades de la Casa es este concurso creado en 2008 -va por su tercera edición- realizado en conjunto con el grupo editorial Random House Mondadori, que es la encargada de publicar el premio en su sello Debate. El objetivo del premio, según sus organizadores, es estimular “la reflexión y la crítica” sobre la actualidad iberoamericana a través del “ensayo, análisis, crónica, comentario o crítica”.

Los dos premios anteriores fueron Comediantes y mártires (2008), de Juan José Sebreli, y El insomnio de Bolívar (2009), de Jorge Volpi (ver la diaria del 10/02/2009 y del 12/04/2010). El primero se proponía como un ensayo contra los mitos contemporáneos ejemplificados en el Che Guevara, Evita Perón, Maradona y Gardel. El segundo encaraba en “cuatro consideraciones intempestivas” las dificultades de integración regional, sus democracias frágiles y los estereotipos de América Latina que se generan en el primer mundo. Este último punto se hace particularmente importante si consideramos que Volpi integró junto con Padilla el grupo autodenominado “crack”, que hace ya más de diez años lanzó en México un manifiesto literario. Entre muchas otras cosas, allí se proponía atacar la idea folclórica y turística de América Latina que la literatura del realismo mágico instaló en el primer mundo (que se suma a otros estereotipos como los de la violencia, el narcotráfico o la pobreza extrema). Para ello, los escritores del crack -Ignacio Padilla, Ricardo Chávez Castañeda, Eloy Urroz, Jorge Volpi y Pedro Ángel Palou- a través de sus obras individuales, creían que una literatura a secas podía ser latinoamericana sin tener que caer en esos estereotipos.

Se trataba, entonces, de cinco escritores profesionales dispuestos a dar un golpe en el mercado literario hispanoamericano. Al parecer los autores se referían, en el caso del realismo mágico, a escritores epigonales como Isabel Allende o Laura Esquivel y no a los fundacionales García Márquez o Alejo Carpentier (este último fue quien acuñó la idea de lo real maravilloso, una noción distinta a la del realismo mágico, que exploraba las formas de la fe en América Latina contra las formas estandarizadas de lo onírico en el surrealismo). De hecho, Padilla le da un lugar de destaque en su ensayo a novelas de Carpentier y García Márquez como El siglo de las luces y El otoño del patriarca.

El mar que nos parió

(y luego nos tragó) El texto de Padilla es en apariencia más literario y menos político que los dos premios anteriores, pero en verdad termina exhumando viejos problemas referentes a la relación de los latinoamericanos con la naturaleza. Una idea polémica es la que sostiene que el mar nos constituyó, dado que por allí llegaron los europeos (y luego las naves negreras y los inmigrantes también mencionados por Padilla). Este polémico aspecto de su argumento se salva, parcialmente, con algunas menciones a las culturas precolombinas (que no son analizadas en profundidad). Más allá de este punto, son particularmente interesantes los pasajes en los que Padilla analiza la cita de Bolívar luego del terremoto que azotó a Caracas en 1811 (“Si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”) y la que cierra la novela La vorágine de José Eustasio Rivera (“¡Los devoró la selva!”, en referencia a Arturo Cova y sus compañeros). Ambas citas, y otras que recorren el libro (de autores tan diversos como Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Adolfo Bioy Casares, José Revueltas o Fernando Vallejo) señalan “el disenso de la persona latinoamericana con la naturaleza” y al sujeto latinoamericano como un náufrago en tierra firme que, por no tener el valor de ahogarse, es un simple superviviente.

Con este conflicto como idea central, Padilla divide su texto en cinco bitácoras que afrontan distintos aspectos vinculados al mar, o tal vez debería decir al agua. En la primera se dedica al mar, los ríos, lagos y pantanos. En la segunda a las lluvias, diluvios, tormentas y huracanes. En la tercera se dedica a embarcaciones, balsas, naufragios y derivas. En la cuarta a la fauna real e imaginaria que transita las aguas latinoamericanas. Y finalmente reflexiona sobre la insularidad, no sólo como referente geográfico, sino como “condición anímica” que Padilla ejemplifica en las ciudades imaginarias creadas por escritores latinoamericanos, como Comala, Macondo o Santa María. Según Padilla, la creación de estas ciudades adelantó el pensamiento de los no-lugares que el antropólogo Marc Augé asignó a espacios paradigmáticos de la sobremodernidad como los aeropuertos o los subtes a comienzos de los 90.

El libro aporta una novedad. Al pensar Latinoamérica, el autor incorpora dos espacios que no siempre son considerados: el Caribe, que en sí mismo es un complejo “territorio” lingüístico, cultural y político, y Brasil, del que se podría decir otro tanto sobre su complejidad. En el último caso, algunas citas literarias esperables están, como las que refieren a la lluvia largamente deseada en el sertão en alguna novela de Jorge Amado y el Gran Sertão: Veredas de João Guimarães Rosa. Pero la lectura de estos textos brasileños, a los que habría que sumar el escenario marítimo de Bahía que Amado también explotó y otros tantos narradores, no pasan de la mera mención superficial. En comparación con la gran cantidad de textos mexicanos e hispanoamericanos, los narradores brasileños aparecen como los grandes náufragos de este ensayo, lo cual indica nada más las complejidades y contradicciones que el espacio iberoamericano presenta cuando es pensado en español.