La reacción crítica ante Temple de acero, la última película de los Coen, ha sido de un entusiasmo que hacía tiempo que no se veía y entre las bondades que se le adjudican está la de haber revitalizado el género del western en su totalidad, algo que no se veía desde Los imperdonables (Unforgiven, 1992), de Clint Eastwood, o incluso desde, bueno, Temple de acero (True Grit, 1969), de Henry Hathaway.

Ésa es posiblemente una forma muy equivocada de acercarse o valorar el film -como una renovación y rejuvenecimiento formal de carácter innovador- cuando en realidad la versión de los hermanos Coen obliga constantemente -al menos si se quiere hacer una crítica cinematográfica- a algo que no debería ser ineludible: la comparación con la versión original. Esto en cierta forma está pautado por la explícita -y no muy humilde- intención de los hermanos de hacer una versión distinta, más cercana a la novela original de Charles Portis y con un mayor desarrollo de algunos personajes, una declaración que algunos críticos tomaron demasiado en serio apurándose a decir que no se trataba de una remake sino de una relectura completa de la película que le valió su único Oscar a John Wayne (algo así como lo que hizo recientemente Werner Herzog con Un maldito policía, de Abel Ferrara). Más allá de las obvias diferencias técnicas y estéticas, el Temple de acero de los Coen no es en absoluto eso, lo cual no quiere decir que sea una desilusión, sino más bien una película que obliga a repensar el concepto mismo de versión o remake, y de lo que éste implica.

Una de las sorpresas de la adaptación es lo poco que hay en ella de las características habituales del cine de los Coen. Es decir, hay diálogos extremadamente ingeniosos, cierta asimetría en el relato general (algo que los Coen han perfeccionado en sus últimos films hasta producir en ocasiones una falsa sensación de film incompleto), un crimen importante fuera de escena -truco que han repetido en un par de sus películas recientes y que en este caso es el detonante de toda la trama-, algunos chistes políticamente incorrectos en relación con los indios y varios personajes extravagantes cuyos finales difieren en mayor o menor medida de la otra versión. Pero en realidad casi todos estos elementos ya estaban en el film original y, al parecer, en la novela en la que se basaba, considerada una obra desmitificadora y a contramano de los clichés del western. De hecho, esto produce un efecto paradójico sobre si se conoce el material en el que está basado o no, ya que en esta ocasión los Coen no adaptaron una historia a su mundo narrativo, sino que se acercaron respetuosamente a una historia afín a dicho mundo. Por lo tanto, quien vaya a ver True Grit esperando encontrar un clásico film de los Coen sin tener conocimiento de la película original va a sentirse totalmente satisfecho, pero quienes hayan visto la versión de Hathaway descubrirán algo realmente nuevo en el cine de los hermanos: la capacidad de realizar una película de corte clásico -y del más clásico de los géneros- sin intentar deformarla y con un inusitado respeto a su forma original, más allá de lo que alardeen en las entrevistas.

¿Es eso una prueba de versatilidad o una señal de falta de imaginación? Uno se inclinaría por lo primero, sobre todo porque al menos una de las escasas variaciones en las que realmente se despegan del esquema ya establecido por el film de Hathaway -una cabalgata algo surreal, filmada borrosamente, en movimiento y ambientada por un acompañamiento musical perfecto de Carter Burwell- demuestra que siguen siendo unos cineastas de gran imaginación y libertad en lo formal, así como de gran capacidad para aproximarse emotivamente a una historia, algo que no siempre les es reconocido a pesar de haber filmado momentos tan estremecedores y líricos como el final de Sin lugar para los débiles (No Country for Old Men, 2007) o las reflexiones finales de la policía Margo (Frances McDormand) en Fargo (1996). Es entonces que la película se asoma -justo en su momento de mayor distancia- a la grandeza épica que era más notoria en la versión de 1969. Esta maldita comparación produce otra paradoja: una de las mayores virtudes de esta nueva versión es que baja a tierra el escenario general (haciéndolo más feo, sucio y hosco -aunque con momentos de belleza impactante, mucha de la cual cabe atribuir a la fotografía de Roger Deakins, habitual colaborador de los Coen-) pero extrañamente lo deshumaniza al eliminar las facetas larger than life -y, por lo tanto, inhumanas- que le aportaban Hathaway y Wayne.

Partida de caza

La trama es simple y fuerte: un criminal de poca monta (Josh Brolin) mata en una discusión al santo pedo al padre de una adolescente de 13 años (Hailee Steinfeld), que con una determinación completamente inusual para alguien de su edad decide contratar al cazador de recompensas Rooster Cogburn (Jeff Bridges) para que lo persiga hasta el territorio indio, donde se ha refugiado, y además decide -en contra de todas las opiniones- acompañarlo en esta tarea.

Jeff Bridges corre con una gran ventaja respecto de su predecesor John Wayne; en la versión original de la película el desempeño de Wayne era magnífico -y uno de los más variados de su carrera-, pero su figura y personalidad se comían al personaje, que al final no dejaba nunca de ser John Wayne, algo más viejo, con un parche en el ojo y mejores diálogos que los de costumbre. Bridges, a pesar de ser un actor ampliamente conocido, desaparece en su personaje ebrio y pasado de peso, dejándonos frente a un Rooster que frecuentemente es más desagradable que heroico y que definitivamente no es un ícono de Hollywood. Posiblemente su actuación le valga el mismo Oscar que le valió en su momento a John Wayne, pero -ya nos estamos reiterando en el concepto- esto no necesariamente quiere decir que su personaje sea tanto o más interesante que el logrado por aquél. En todo caso hay que reconocerle el valor de haberse animado a ponerse semejante sombrero.

El caso del rol de la adolescente Mattie presenta dificultades comparativas similares: una costumbre habitual en Hollywood desde El mago de Oz hasta Lolita (recientemente volvieron a intentarlo -sin éxito- con la versión estadounidense de Let The Right One In)- es la de aumentar la edad de las protagonistas femeninas cuando deben cumplir roles que pueden dar lugar a situaciones equívocas. El público es muy sensible -especialmente en estos tiempos- a cualquier escena que involucre a menores enfrentados a coyunturas violentas y/o sexuales, y por las dudas siempre conviene meter a alguna actriz mayor de edad. Esto es lo que habían hecho con la fascinante y adulta Kim Darby de la versión original, ahora reemplazada por Hailee Steinfeld, quien tiene efectivamente 13 años y de esa edad parece. Así, la determinación porfiada de la joven se vuelve algo más inusual y hasta un poco insana, incorporando una cualidad de tenacidad puritana que estaba menos presente en la personificación de Darby y que los Coen hacen más explícita y, en definitiva, más bien trágica. Curiosamente, ése es también uno de sus defectos, ya que esto implica también cierta pérdida de emotividad naïve. La parquedad con la que es descripta la relación confrontativa -y renuentemente afectuosa y llena de respeto- entre la adolescente Mattie y el casi impresentable cazador de recompensas Rooster Cogburn elimina algunas redundancias verbales que hoy en día serían más bien molestas, pero por desgracia no llega a establecer del todo la calidez del vínculo entre ambos, calidez que impregnaba claramente el generado por Kim Darby y John Wayne.

Vale la pena resaltar el rol de Matt Damon como tercer protagonista en el rol de La Beouf, un ranger de Texas que persigue al mismo criminal y termina sumándose a la expedición de Rooster y Mattie. Damon, bigotudo y aparentando su edad real en lugar de su permanente aspecto de veinteañero eterno, está completamente irreconocible y su La Beouf termina siendo el personaje más rico en auténticos misterios y no simples silencios. Su composición es por momentos tan esencial en su rol articulador entre Rooster y Mattie que termina generando una rara entidad interpretativa: una pareja de tres. El resto del elenco es, como suele suceder en las películas de los Coen, brillante o extravagante, por lo general ambas cosas.

Ahora bien, todas estas salvedades y observaciones son solamente relevantes para el caso de que uno se interese -como si estuviera escuchando dos versiones de “Round Midnight”- en las diferencias y matices de dos obras cinematográficas notables y en el significado intrínseco de esas variables. En ese caso la comparación es fascinante como ejemplo del distinto significado de un mismo discurso artístico en relación con el emisor, y como muestra de todo lo que cambiaron las perspectivas morales y la confianza en el ser humano en los últimos 40 años. Pero si lo que se quiere es simplemente saber si Temple de acero es un buen western -o si se puede hacer un buen western hoy en día-, se puede obviar toda la cháchara previa: sí que lo es; de puta madre. Posiblemente el mejor desde Los imperdonables. Vayan y vean, o si no alquilen la misma película en la versión de Hathaway, para la cual -si nos abstraemos de nimiedades temporales- valen los mismos elogios.