Fue noticia cuando Hereafter (acá estrenada como Más allá de la vida) fue retirada de las salas de cine japonesas: la película de Clint Eastwood comenzaba con una reconstrucción del tsunami que en 2004 golpeó a varios países del sureste asiático. Otras producciones estadounidenses que todavía se pueden ver por aquí, como el film de ciencia ficción Invasión del mundo, también fueron levantadas en Japón por la similitud entre sus escenas de destrucción y las consecuencias reales del tsunami que asoló al archipiélago.
Pero más que los productos internacionales, es la industria del entretenimiento local la que más ha debido modificar contenidos o agendas de lanzamiento debido al respeto que impone la sensibilidad pos 11 de marzo. Los casos más notorios involucran producciones animadas, de acuerdo a Anime News Network. La tercera película de la serie televisiva dirigida a adolescentes Precure está siendo reeditada para eliminar escenas que recuerdan el tsunami. También una ola gigante es la responsable de que el episodio 10 de Oniichan no Koto Nanka Zenzen Suki Janain Dakara (basado en un cómic para adultos) no sea vuelto a emitir. El nombre de la serie Tokio Magnitude 8.0 habla por sí solo acerca de los motivos de su exclusión del aire. El videojuego Root Double, basado en la película Never 7: the end of infinity, que parte de un accidente en un reactor nuclear, será distribuido pero no publicitado.
Esta rama de la ficción que podría denominarse, más que posapocalíptica, posnuclear, es una tendencia fuerte de la cultura pop japonesa que surgió luego de la Segunda Guerra Mundial. Su emblema es Godzilla (1954), la creación de Ishiro Honda que conoció múltiples secuelas y que fundó un subgénero cinematográfico, la película japonesa de monstruos. Los largos protagonizados por Godzilla, Mothra, Gamera y demás bichos gigantes eran una pobre elaboración del trauma -si es que un término tan asociado al occidentalísimo freudismo es útil para describir lo ocurrido en una cultura de la complejidad de la japonesa- ocasionado por los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, y su secuencia narrativa “exposición a radiactividad-surgimiento de superpoderes” inspiró a centenas de creaciones igualmente burdas, como el cómic estadounidense El Increíble Hulk.
Habría que esperar a 1973 para que un cómic hablara abiertamente de las atrocidades del ataque nuclear que Estados Unidos le infligió a Japón en 1945. Gen pies descalzos es la autobiografía de Keiji Nazakawa, sobreviviente del bombardeo ocurrido en Hiroshima. Precursor (en principio ninguneado) de la historieta Maus (en la que Art Spiegelman describe lo ocurrido en los campos de concentración alemanes), Nazakawa no sólo inauguró el cómic-denuncia, sino que logró uno de los más potentes y crudos relatos antibélicos de todos los tiempos. Gen pies descalzos fue llevado al cine en 1983, y la embajada japonesa tuvo la buena idea de exhibirlo en Montevideo al conmemorarse los 60 años de las masacres de Hiroshima y Nagasaki.
Pero cabría pensar en una tercera vertiente del pop nuclear japonés (o en una cuarta, si se toma al ecologismo de Miyasaki, con su Pricesa Mononoke a la cabeza, como una reacción al programa atómico nipón) mucho más ambigua y, en apariencia, inocente. Es Astroboy (cómic en 1952, serie televisiva a partir de 1963) el primer relato popular que pregona indirectamente las bondades de la energía atómica. Especie de Pinocho ponja, la traducción literal de la creación de Osamu Tezuka (equivalente, por su posición en la industria, a Walt Disney) sería “poderoso brazo atómico” y es protagonizada por un niño-robot que se mueve gracias a una pila nuclear. Su éxito fue absoluto en Japón, donde se filmaron 193 episodios, y también fuera de la isla: se convirtió en la punta de lanza del predominio en el mundo del entretenimiento de la animación nipona dirigida a niños, que desde los 60 forma las cabezas de cientos de millones de pequeños teleespectadores.
Tokio Joe
Es extendida la creencia de que los bombardeos atómicos, sumados a la milenaria cultura de la catástrofe (ahí está la estampa La gran ola de Kanakawa, creada por Hokusai en 1830, como representante de toda una tradición) fueron los generadores del sesgo posapocalíptico de la ficción japonesa. Es la tesis, por ejemplo, del notorio artista contemporáneo Takashi Murakami, quien en 2005 publicó el ensayo Little Boy: The Arts of Japan’s Exploding Subculture como texto para una muestra colectiva. “Little boy” no sólo quiere decir “niño pequeño” (como Astroboy y compañía), sino que también es el nombre con el que los militares estadounidenses bautizaron a la bomba que dejaron caer sobre Hiroshima. Además, si se atiende a las fechas de publicación de estas ficciones ya históricas, se verá que se concentran en la década que siguió a los ataques nucleares.
Sin embargo, la conexión no es tan lineal. Un recomendable artículo de John Allemang publicado por The Globe and Mail traza la historia de la energía nuclear en Japón, buscando explicar por qué se la adoptó justamente en un país que había padecido de forma cabal sus letales consecuencias negativas. El primer dato impactante es que mientras duró la ocupación estadounidense (de 1945 a 1952) estuvo prohibido hablar de los bombardeos atómicos. El segundo es que, antes de dejar el gobierno de la isla, los norteamericanos sentaron las bases para la construcción de las primeras centrales nucleares. El tercero, que las elites locales que promovían la energía nuclear jamás tuvieron la necesidad de debatir públicamente su conveniencia. El cuarto, que recién en 1973, cuando la primera crisis del petróleo, se hace una campaña promoviendo, mediante la apelación a sentimientos nacionalistas, las bondades de la energía nuclear (a saber, su limpieza, su seguridad y, sobre todo, la independencia energética que le proporcionaría a un país que lo había apostado todo a la industrialización vertiginosa).
La discusión sobre la conveniencia de la energía nuclear aparece así en la década de 1970, al igual que el revisionismo duro de lo ocurrido en la Segunda Guerra Mundial. La ficción que la celebraba, entonces, precede al debate.
Fukushima 50
Otra de las ficciones posnucleres que debieron suspender su publicación momentáneamente es Coppelion. Para entender por qué: la primera entrega de la historieta y serie televisiva, aparecida en 2009, mostraba a tres colegialas (vistiendo rigurosas polleras tableadas, como manda una extraña fijación nipona) entrando a una Tokio devastada hace años por un accidente nuclear causado por un tsunami. Pero hay más: en ese futuro cercano (2036), las chicas se mueven sin necesidad de usar trajes que las protejan de la altísima radiactividad. De a poco se comprende la razón: fueron diseñadas genéticamente para resistir la contaminación atómica.
Podría decirse que algo parecido es lo que han venido haciendo (haciéndonos) las ficciones japonesas posnucleares sobre este tema al volver la catástrofe un evento familiar, repetido, posible. Sin la menor intención de faltarles el respeto a los miles de muertos que viene causando la actual tragedia japonesa, se podría aventurar cuánto de los valores y conceptos que transmiten estos relatos -además de la honorabilidad y el sentido de responsabilidad nipón, tan mentado en estos días- hay detrás de la conducta indiscutiblemente heroica de “los 50 de Fukushima”, como se conoce al grupo de técnicos (en realidad, más numeroso) que permanece actualmente en el complejo de reactores nucleares intentando contener la expansión del desastre.
Si el hombre que se sacrifica por el bien común es un patrimonio común de la civilización humana, el siglo pasado fue testigo de la aparición de un nuevo mito, el del mutante. Mejor y más resueltamente que Osamu Tezuka, fue el escritor estadounidense Wilmar Hiras quien planteó la variante posnuclear de este mito en Los hijos del átomo. La novela, de aparición casi simultánea a la de Astroboy (1953), se centra en una generación de chicos superdotados intelectualmente; todo se lo deben al hecho de que sus padres eran obreros de plantas nucleares, expuestos diariamente a la contaminación radiactiva. Lo que para los padres fue una enfermedad se transmite como un don para los hijos: toda una idea.