Ningún personaje ha sido representado más veces en el cine que Sherlock Holmes, interpretado por 75 actores en 211 películas según el Libro Guinness de los Récords, y eso sin contar las adaptaciones televisivas, sus derivados (hijos o parientes) o los personajes directamente inspirados por él aunque de distinto nombre. Por más atractiva que sea esta creación, de Sir Arthur Conan Doyle, es inevitable bostezar un poquito cuando se lee que hay una nueva versión dando vueltas en las carteleras o en las pantallas chicas. Tanta repetición ha hecho que, para evitar ese aburrimiento, el personaje fuera considerablemente deformado; el último regreso cinematográfico de importancia -la superproducción británica Sherlock Holmes (Guy Ritchie, 2009)- lo presentaba como un héroe de acción más proclive a utilizar sus músculos que su intelecto (además de darle un interés en el sexo opuesto más bien inexistente en las novelas), y prácticamente todas las versiones han obviado su costumbre -en su tiempo no tan despreciable- de consumir cocaína, opio y morfina.

Con tanta repetición y deformación, la idea de la BBC de realizar una serie que trasladara a Holmes a nuestros días aggiornando sus métodos parecía más que nada una de esas cosas supuestamente brillantes que terminan siendo engendros incoherentes y sin el menor interés, y las posibilidades de que lo fuera eran altísimas. Pero la BBC tiene un prestigio que no ha sido ganado a fuerza de porquerías llamativas, sino gracias al cuidado y seriedad con las que lleva adelante hasta las ideas aparentemente más ridículas, y su Sherlock es un producto que no sólo parece revolucionario e inteligente, sino que -extrañamente- también lo es.

Creada por dos de los guionistas más valorados de Inglaterra -Steven Moffat y Mark Gatiss, responsables entre otras cosas de la resurrección de la serie Doctor Who-, Sherlock partió de la premisa de llevar las aventuras del detective a la actualidad pero manteniendo estrictamente las particularidades de los personajes de las historias de Conan Doyle e incluso algunas de las líneas argumentales de sus cuentos. Un trabajo nada fácil sin que pareciera forzado, y cuyo primer piloto fue rechazado por la BBC -que exigió que se filmara nuevamente y que se prolongara su duración- no por ser demasiado extravagante sino, justamente, por ser demasiado convencional, lo que obligó a los responsables a reformular el capítulo utilizando la misma historia y los mismos protagonistas.

Una de las particularidades es el formato de la serie; si bien los ingleses se caracterizan por realizar temporadas breves -e intensamente diagramadas- de cada una de sus series, el caso de Sherlock es extremo, ya que solamente se hicieron tres capítulos. Para compensar, cada uno de ellos es de una hora y media (el doble del promedio habitual en las series televisivas), aproximándose más al concepto de telefilm o de película a secas. Esto también se extiende al lenguaje narrativo y a la producción visual, que, sin llegar a los lujos habituales en las superproducciones cinematográficas, exhibe un despliegue de producción importante e introduce varios recursos juguetones (que recuerdan un poco el estilo de directores como Danny Boyle o Guy Ritchie) tales como sobreimprimir en la pantalla los sms o las búsquedas de internet que realizan los personajes, o seguir cuidadosamente en un plano de Londres (Sherlock es una serie enamorada de la capital británica, a la que retrata con numerosos planos exteriores) una persecución, sobreponiendo letreros de calle, dibujos y la acción propiamente dicha. Esta modernización visual va de la mano de la adaptación de los recursos de Holmes y Watson a los tiempos actuales, recurriendo frecuentemente a los celulares, los GPS, los últimos estudios forenses a la web para solucionar sus casos, pero manteniendo las deducciones de Holmes como el centro de la trama.

La apuesta fue acertada y la serie se convirtió en un éxito de crítica y audiencia, por lo que ya se encargaron tres capítulos más para el corriente año, pero su aprobación no parece depender tanto de sus aspectos más estridentes o renovadores -es decir, el pasaje a 2011 de una serie de aventuras distintivamente victorianas- sino del respeto al espíritu original de los libros y, sobre todo, del desarrollo sensible de dos personajes únicos.

Dos hombres distintos

Si el Sherlock Holmes de Robert Downey Jr. en la película de Guy Ritchie posiblemente fuera de las más simpáticas encarnaciones del personaje, el que ofrece Benedict Cumberbatch en la serie de la BBC es de los más distantes, arrogantes, intratables e insanos que se recuerdan. Un personaje tan ensimismado en su persona y sus procesos de deducción que parece víctima del síndrome de Asperger, completamente falto de roce social, algo asexuado (pero con un toque perverso a la vez) y que muestra algunas conductas más próximas a la psicopatía que a la extravagancia. Indispensable a la hora de solucionar casos misteriosos, este Holmes es incapaz de empatizar con las víctimas y apenas parece demostrar cierto afecto humano por su compañero Watson, a quien suele tratar con un humor por lo menos mordaz.

Pero para compensar a un personaje tan distante, aunque atractivo, el Sherlock de la BBC coincide con el de Guy Ritchie en devolverle el rol de importancia a su compañero John Watson, un rol que en las novelas es evidente pero que en muchas películas fue limitado al de hacer de pared a las observaciones de Holmes (muchas veces adornadas con ese “Elemental, mi querido Watson” que el Holmes de Conan Doyle jamás pronunció) y cumplir un rol subordinado en el mejor de los casos y otras veces literalmente estúpido. En la versión de Ritchie (en la que era interpretado por el galán Jude Law), Watson era un igual a Holmes, incluso con mayor iniciativa y mejores habilidades físicas que el detective; la versión de la BBC también le devuelve dignidad pero sin exageraciones, volviéndolo no un igual a Holmes sino alguien radicalmente diferente que, gracias a esa misma diferencia, lo complementa en sus carencias humanas. Para ello contaron con el acierto de darle el rol a Martin Freeman, un actor excepcional y con una enorme capacidad para la comedia sutil. Freeman, el recordado Tim de la versión inglesa de The Office, se exaspera con Holmes casi tanto como su anterior personaje lo hacía con el insoportable jefe que interpretaba Ricky Gervais, pero es una forma muy distinta de exasperación y que incluye la admiración más absoluta. En cierta forma, su relación es muy similar a la que en la serie House -también inspirada explícitamente en las aventuras de Sherlock Holmes- mantiene Doctor Wilson con el intratable House, e incluso hay cierto parecido físico entre Freeman y Robert Sean Leonard (el Wilson de House), pero su interpretación contenida e hilarante a la vez -y con un sesgo de dolor enterrado, ya que se trata de un ex veterano de Afganistán (algo que también era el Watson de Conan Doyle, lo que prueba que Inglaterra no varió mucho sus campos de batalla en más de cien años)- es no sólo el contraste ideal de la exhuberancia arrogante de Holmes, sino que también le aporta un componente cálido a un producto que podría caer fácilmente en un exceso de cerebralidad.

El nivel de los tres capítulos emitidos por la BBC es excelente, aunque no necesariamente parejo; el segundo episodio, “The Blind Banker” (el único no dirigido por Paul McGuigan), fue exótico y entretenido, pero sin aproximarse a los picos de energía, suspenso, sorpresa y humor del primero (“A Study in Pink”) y del tercero (“The Great Game”), este último planteado finalmente un enfrentamiento con el malvado archienemigo de Holmes, Moriarty, y dejándolo maravillosamente inconcluso hasta la próxima temporada.

Tal vez lo más notable de Sherlock es que no se trata de una serie experimental-transgresora o manifiestamente artística al estilo de The Office, The Wire o de cualquiera de las brillantes series de HBO, sino que es esencialmente televisión explícitamente comercial. Una serie de aventuras condimentadas con mucho ingenio, no poca acción y pocas intenciones de realismo, pero concebidas como una máquina perfecta destinada a atrapar y entretener al espectador apelando más que nada a su capacidad de atención y su buen gusto sin hacérsela demasiado difícil (ni demasiado fácil, distraerse de alguno de los precesos deductivos de Holmes significa casi con seguridad no entender nada del resto del capítulo). Las cifras de su rating prueban además que, más allá de lo que sostengan los mercaderes de la bajeza, el público común puede apoyar a un producto popular que no los trate como zombies o degenerados. Una lección que debería aprender tanto la abominable televisión rioplatense como el perezoso cine de Hollywood.