-¿De dónde viene tu vinculación con Latinoamérica?
-Crecí en Canadá y estudié en la Universidad de Toronto. Allí, un poco por casualidad, me puse a estudiar español a fines de los 60, y me enamoré de la literatura latinoamericana. Empecé a trabajar ese tema y a viajar por América Latina, y de ahí salió un vínculo de toda la vida. -Pero tus trabajos iniciales son en lingüística.
-La licencitura la hice en lenguas modernas, que es más bien literatura comparada. Luego intenté hacer la carrera de lingüística, pero decidí volver a la literatura y me doctoré en literatura comparada en Stanford.
-También te has dedicado a los estudios feministas y a la literatura de viajes. ¿Cuál es el centro de estos intereses? ¿Lo hay?
-Creo que no, que hay una acumulación de una serie de cosas, de tres revoluciones intelectuales. Por un lado, el feminismo, que abrió nuevas ópticas en la literatura latinoamericana; sacó a luz todo un corpus de literatura que no se leía y que no sabíamos cómo leer. Después, Foucault y el estudio de los discursos y la estructuración discursiva de las sociedades, las subjetividades y las instituciones; esto generó nuevos objetos de estudio. Y tercero, [Edward] Said y las cuestiones del imperialismo de su operación a través de los textos y de la literatura. Creo que soy un producto de esas tres revoluciones.
-Es fácil vincular Orientalismo [1978], el libro de Said, con Ojos imperiales. Pero tu obra se ocupa de esta zona del planeta, y de África.
-Tuve un diálogo de muchos años con Said. Mi queja con él era que nunca se abrió a las Américas. En su grupo no se aprendía español ni se consideraba necesario. No consideraron como se conjuga el fenómeno neocolonial acá ni el fenómeno colonial en África e India. Y esto fue un poco el propósito de Ojos imperiales. Una figura muy importante en medio de todo esto es la gran crítica literaria británica Jean Franco (que dirigió mi doctorado); ella fue la que abrió el campo del feminismo, marcó la coyuntura de éste y del marxismo en los estudios latinoamericanos. Todo lo que sé lo aprendí de ella. Ella fue la primera en trabajar la literatura de viaje de los ingleses en América Latina. Yo tomé la pista.
-También participaste en la elaboración de un libro muy importante para los antopólogos, Writing Culture, que marcó el giro posmoderno en la disciplina: a partir de allí la antropología se empieza a mirar a sí misma, al investigador como sujeto, el texto como literatura.
-Sí, es un hito. Fue una experiencia muy interesante porque tuve una preparación súper disciplinada en análisis de textos, de lectura detallada; aplicar eso a los textos antropológicos para mí fue algo natural, mientras que para los antropólogos era deslumbrante, porque no reflexionaban de esa forma. En el seminario que dio origen a Writing Culture yo fui la única no antropóloga, también la única mujer. Por eso fue una experiencia muy rara y fructífera.
-Se puede decir que, en cierta forma, Ojos imperiales es el impulso contrario: si tu aporte a Writing Culture trataba de ver cuánto de literario o de narrativo hay en la escritura de un antropólogo, en Ojos imperiales el objetivo es conectar elementos que eran tomados como pura literatura o relatos científicos con un mundo fuera de la literatura, el del poder, el de la dirección hacia la que se mueve el capitalismo.
-Sí, el libro empezó con una reflexión sobre cómo se sostiene el imperialismo, un poco a partir de la concepción de Foucault de que el poder no funciona en la forma de la represión sino con una capacidad generativa de placeres, posibilidades. Esta concepción de floraciones generativas positivas fue muy importante para mí, porque la única manera en la que los imperios pueden legitimarse ante su público es creando placeres, encantando el mundo, digamos. La literatura hacía eso: encantaba el mundo para la gente. De repente tú estabas en Inglaterra y empezabas a vivir cosas que te llegaban de todos lados del mundo y te entregaban ese mundo a ti, porque fueron libros escritos para ti. Esa capacidad generativa me fascinaba. Porque si bien muy poca gente se beneficiaba económicamente de los imperios (los bienes llegaban a manos de pocos), tenían que producir otra riqueza imaginaria dirigida a un sujeto doméstico del imperio. Con esto se legitimaba el imperio, se le daba forma imaginaria, se lo naturalizaba. Por ahí entré.
-Eso que empieza como una empresa de educación o de ilusión en los imperios, comienza a funcionar también fuera de las metrópolis, en lo que llamaste las “zonas de contacto”, donde esas ideas son reaprovechadas o reinterpretadas.
-Ojos imperiales fue un proyecto muy difícil de ejecutar. Fue producto de diez años de trabajo y aunaba muchos elementos. Yo quería pensar esta literatura no desde el punto de vista surgido en Europa, sino desde la supuesta periferia, colocarme en el momento de la llegada y pensar en esta literatura como producto de encuentros históricos imprevistos entre culturas y geografías anteriormente desconectadas. Por eso creé el término “zona de contacto”, para pensar desde allí en lugar de asumir la postura imperial y pensar sobre India desde Inglaterra, y en lugar de eso pensar desde India sobre Inglaterra. Ahora ese paso se ha naturalizado en la crítica, pero cuando escribí el libro fue innovador. Y el término “zona de contacto” se ha vuelto casi parte del vocabulario cotidiano. Tú escribes algo y no sabes adónde va a llegar. Yo no tenía idea de si alguien iba a leer el libro cuando salió.
-Otro concepto, que está en el título del libro, es “transculturación”. Aunque no le pertenece a Ángel Rama, desde Uruguay es imposible no asociarlo a él, quien le dio un uso propio.
-Rama fue una parte muy importante de este estudio, porque él y Marta [Traba] estuvieron en Stanford el primer año que yo estuve allí como profesora, luego de terminar el doctorado. Ángel me dio un apoyo muy importante, él era un gran mentor para los jóvenes. Me preguntó qué hacía y le contesté que trabajaba en un ensayo sobre el colonialismo en la obra de Albert Camus. En aquel momento, los 70, Camus no se leía como a un escritor colonial, sino como a un francés; la experiencia de Argelia no tenía ninguna pertinencia. Ángel leyó mi texto sobre el tema y le fascinó. Lo publicó en Escritura, y ése fue el primer artículo que publiqué en mi vida. Luego él me invitó a llevar a otras personas a la revista. Fue un apoyo muy importante, y hay que tener en cuenta que en aquel momento no había salido Orientalismo. Tengo muy buenos recuerdos de Ángel, fui muy afortunada. Y la transculturación es un concepto central para Ojos imperiales.
-Otra conexión uruguaya en esta reedición del libro aparece en el capítulo agregado, en el que hablás de literatura latinoamericana, de la ansiedad que se produce en los escritores entre la norma de la metrópoli y lo que ellos desean o puden producir. El capítulo abre con Quiroga y su cuento “Los desterrados”.
-Quiroga me parece un escritor muy interesante y todavía quedan mucho de sus escritos sin estudiar con la suficiente atención. Él era un gran innovador, incluyendo sus textos de literatura infantil, que todavía no están muy integrados a su corpus. Pero cuando leí “Los desterrados” descubrí un texto grande, encantador, irónico. Y justamente, después de tanta lectura de literatura de viajes me di cuenta de que él estaba trabajando esa materia prima, ironizando toda una tradición de iconografía europea de la selva y lo selvático, con estos ex hombres gastados y alcoholizados. Me fascinó eso no como una articulación de una mentalidad neocolonial, sino como de un artista que trabaja como materia prima con la neocolonialidad, que la usa como materia artística. Eso es lo que quería sugerír sobre Quiroga.
-En ese capítulo extra también se anota que las fuerzas que dieron origen a los textos estudiados siguen operando de distintas formas.
-En 2006, cuando me propusieron sacar una segunda edición del libro, yo pensaba “¿para qué?”. Pero en Estados Unidos estábamos en plena época de Bush y Cheney, que estaban legitimando la invasión de Irak usando el mismo discurso, casi con las mismas palabras, que usaron los ingleses en 1912 cuando tomaron Bagdad. Dijeron “estamos aquí para liberarlos, no para conquistarlos” y Bush repetía eso. Esas palabras, esas frases, esas convenciones, esa manera de construir una narrativa imperial todavía está a disposicion de la gente. Me imaginaba un armario donde están todos los discursos desde la conquista hasta la historia natural; todos los discursos imperiales están allí y cuando necesitas uno sacas el más conveniente. Bush repetía también los discursos de los cristianos sobre los musulmanes, incluso reciclaba la palabra “cruzada”. Creo que es muy importante reconocer que no hay una linealidad en la historia de los imaginarios, son circulares, es un reciclaje constante, con mutaciones, claro. Entonces decidí volver a poner en circulación el libro, porque en los 90, con el neoliberalismo, entramos en un nuevo proyecto imperial, del mercado libre, el FMI [Fondo Monetario Internacional], y esas palabras que imponían.
-Mencionaste el discurso religioso, y también aparece en Ojos imperiales, porque una de las cosas que planteás es que hay dos matrices discursivas, la de la conquista militar, sostenida por subtexto religioso, y la de lo comercial, sostenida por los conceptos de la Ilustración y de la razón. Hoy también estarían funcionando juntos.
-Sí. Todo lo neoliberal se articula como mercado libre, reciprocidad (yo te compro lo tuyo, tú lo mío). Son mitificaciones realmente mentirosas, legitiman siempre el poder de los mismos estados.
-En la introducción del libro hablás acerca del surgimiento de tu interés por los asuntos de centro y periferia y de lo que es un imperio. Lo explicás por tu condición de canadiense, que sería una especie de zona periférica del imperio británico, y además por haber sido criada en una zona rural. También hablás del discurso anticolonialista de algunos viajeros y científicos europeos, quienes se ven a sí mismos ajenos a una empresa comericial o imperial. ¿En qué medida no es muy extendida esta visión de uno mismo como desplazado del centro?
-Estás intentando ser muy diplomático. Esa nota autobiográfica me fue impuesta de afuera. Yo entregué el manuscrito completo y uno de los lectores de la editorial dijo algo muy interesante: nadie puede hablar de estos temas sin ubicarse con respecto al fenómeno del colonialismo, ¿desde dónde habla esta persona, desde qué lugar? Yo no lo había pensado. Me sugirieron que agregara una introducción explicando quién era yo. Ahora, si tú eres canadiense, de lo que menos eres capaz es de hablar de ti mismo: es una cultura súper anglosajona, antinarcisista. En mi vida había hablado de mí misma. Estuve un día entero pensando “¿qué digo?”. Efectivamente fue algo que me obligó a pensar acerca de de dónde viene mi preocupación sobre estos temas. Luego de seis horas se me ocurrió entrar por el humor, por esa anécdota del descendiente del Dr Livingstone. Por otro lado, es muy característico de mi cultura que las cuestiones complicadas se aborden por el humor o la ironía. Empecé a pensar en la colonialidad de mi propia vida, por el hecho de vivir en un país subordinado imaginariamente a Inglaterra y luego a Estados Unidos y, por otro lado, un país también colonial, con una relación colonialista con África, y me dí cuenta de que era complicado. Yo vivía con la reina Isabel en todas las salas de clase en mi escuela, todas las mañanas cantabas el himno nacional de Inglaterra, no el de Canadá. La bandera de Canadá era la inglesa. La sensación de que la realidad está en otra parte era algo que me había formado. Ese proceso de autorreflexión me permitió ver que mi vida me había regalado ciertos elementos para trabajar eso. Para mi padre, por ejemplo, el imperio no era problemático, le parecía una cosa magnifica, no tenía ninguna ambivalencia frente al imperio inglés. Igual mis tías abuelas, a quienes les dedico el libro, se sentían parte de una cosa fantástica, se sentían parte de un proyecto planetario que iba a redimir a todas las gentes a las que les faltaba civilización. Mi generación, ya no.