Mi recorrido, un lluvioso día de principios de abril, en la parte más hip de Chelsea, tenía una especie de doble función: entender qué diferencia este perímetro del resto del mundo artístico, o sea de qué está hecho el material de los sueños de los artistas que quieren entrar en el Mercado con M y $ mayúsculas, y ver unas cuantas exposiciones que deberían “dar el pulso” de lo que pasa y pasará en el blue-chip art (como definen los mismos marchands a los artistas “seguros” que generan gran cantidad de dinero).

La densidad, quizá más que la calidad, impresionaría a los más superados: apretujadas en un puñado de cuadras (que equivaldrían, en distancias, a un rectángulo más o menos mágico de Ejido a la plaza Independencia entre 18 y Mercedes), el flâneur con ganas de aggiornarse con el arte actual -tan actual que sería mejor llamarlo futuro- puede hallar en esta sección del barrio neoyorquino Chelsea nada menos que unas 300 galerías. Chicas, medianas, enormes, pero casi todas virginalmente blancas (aparentemente la “ideología del cubo blanco” que Brian O’Doherty desnudó hace 35 años sigue tan vigente como el primer día) y atendidas por empleados siempre serísimos, producen no sólo una atracción turística (dos sitios web enteramente dedicados a ellas: chelseagallerymap.com y westchelseaarts.com, amplio espacio en todas las guías de viaje, etcétera) y un movimiento de plata notable a pesar de la crisis (los coleccionistas compran cosas menos costosas, pero siguen comprando), sino toda una escala de valores artísticos.

Entre los primeros que apostaron a ese barrio, en el lejano 1986, para convertirlo en una meca del cutting edge estético -el éxodo de las galerías neoyorquinas de punta que partían de Soho se produjo en los años 90- se encuentra Larry Gagosian, número uno durante el año pasado en la lista que confecciona Art Review de las 100 figuras más poderosas del “mundo del arte” (artworld, en el universo anglosajón ya se escribe como una palabra sola y evoca una especie de entidad concreta y elusiva a la vez: los artistas, curadores, museos y galerías más glamorosas e influyentes). Su espacio en Chelsea es en realidad la cereza sobre la torta: una segunda galería en Nueva York (en Midtown), otra en Los Ángeles (Beverly Hills), una en París, dos en Londres, otras en Roma, Ginebra y Atenas y una más, of course, para el mercado asiático, en Hong Kong.

En mi camino no pude acceder a la galería: estaba cerrada para preparar una gran muestra sobre Picasso y Marie-Thérèse, la musa más conocida del catalán. Porque ahora Gagosian, más allá de cambiar la suerte de todos los artistas que toca o no toca, compite directamente con los grandes museos, exponiendo maestros del pasado. En este momento exhibe también a Malevich, recién terminaron “retrospectivas” de Calder y Giacometti y ya se viene otra sobre Arshile Gorky.

Lo que sí encuentro abierto es el gran espacio de Barbara Gladstone (otra potencia, número 24 en la citada lista): ambientes enormes, poquísima gente, unos lentes 3D muy prometedores entregados a la entrada. Se trata de una personal del célebre videoartista californiano Gary Hill, acá empeñado en una pseudo-lección de física proyectada en tres dimensiones, pero de calidad malísima (¿será una tomada de pelo a la sofisticación y al vacío del último cine hollywoodense 3D o nostalgia de la época dorada de los años 50?). Menos preocupado por la inserción del lenguaje directamente en las imágenes que en trabajos anteriores, Hill articula la muestra sobre la distorsión de la visión, con una abundancia de anamorfosis (que hace tanto Lacan) en el piso y una pieza “final” -con invitación a las personas epilépticas y con marcapasos a no entrar- que consiste en una entera sala oscura, iluminada intermitentemente con luces estroboscópicas fortísimas: el efecto es pobre y el sistema parece barato. Pero quizá una de las ideas sea ésa: desnudar la precariedad de las tecnologías.

El aura del barrio

Luego de semejante experiencia “intermedia” me tiro al (casi) artesanal, buen viejo collage. Frente a Gladstone, en la vidriera de la Susan Inglett Gallery se entrevén unos grandes fotomontajes: se trata de una serie de la nigeriana Marcia Kure. Siete cuadros que mezclan, un poco mecánicamente, vestidos de damas victorianas con ídolos afroamericanos del mundo machista hipermercantilista del hip-hop más mainstream. Se entiende que deberían “jugar con los preconceptos y con la manera en que imaginamos o proyectamos personalidades a través de la indumentaria” (así dice el comunicado de prensa) y además será ondero si está acá, pero parece realmente un salto atrás con respecto no ya a las Hannah Hoch o a los Heartfield de antaño, sino a cierta publicidad juguetona de los 70.

De vuelta entonces a la crème: una cuadra más abajo, en la principal de las tres galerías de Matthew Marks (número 57 para Art Review): como siempre, sin mucho atrevimiento, apuesta sobre un peso máximo, el minimalista Ellsworth Kelly con una doble, inteligente exhibición: los primerísimos dibujos americanos (de los años 50) y las últimas grandes telas cuyas formas, colores lisos y curvas pelean, sin demasiada convicción, con el ambiente: un loft infinito totalmente vacío, salvo por un par de visitadoras que se sacan fotos como si fuesen modelos.

No hay dudas de que en éste, y en otros casos, el entorno ayuda a crear una mística de las piezas: el gran análisis que hizo a mediados de los 70 Brian O’Doherty, explicando cómo la galería norteamericana se iba configurando como un espacio introspectivo, aislado del mundo circunstante, casi religioso (con instantáneo enaltecimiento de lo que ahí se cuelga), explica cómo piezas bastante irrelevantes adquieren acá otra dimensión.

Lo pienso por ejemplo en la más combativa, modesta y pequeña Freight + Volume, que se dedica, según lo que dice en su sitio web, a encontrar jóvenes talentos. La muestra es el Multiverse de Matt Jones: estética punk (o, mejor dicho, west coast hardcore) con gran uso de estilo fotocopiadora, íconos repetidos (el logo de la banda Black Flag), crestas, personajes de cómics. Todo en unas 30 piezas entre siluetas de cartón mal cortadas y cuadros que llenan el espacio, sofocante, pero para nada amenazadores: si le sacamos la ubicación mítica de ese art district no se distingue de cualquier stencil de calidad apenas decente.

El hacinamiento de tanta producción entonces provee, de buen o mal grado, un aura: ¿qué se generaría si en Montevideo tuviéramos otras 20 galerías parecidas a la Xippas (la más “chelsiana” de nuestra ciudad) en un radio de 500 metros? Pero, claro, no todo es cantidad, hay calidad también.

El show imponente que me sorprende una vez dentro de la Andrea Rosen Gallery es un conjunto de piezas monumentales del canadiense David Altmejd, artista que ya ha pasado por las bienales de Venecia, Estambul y Whitney: colosales aperturas en las paredes de donde salen especies de estucos barrocos en clave de horror, una desmedida “incubadora” transparente, llena de una complejísima maraña símil-orgánica de hilos, resinas, plástico, maderas que imitan nervios, tejidos y partes anatómicas surtidas -docenas de orejas superpuestas, manos, ojos, pelo, cabezas abiertas- se emparienta a una versión escultórica de las peores (ergo mejores) pesadillas de Georges Bataille. En fin, algo difícil de olvidar.

Mi periplo termina entrando fortuitamente en la Mark Weiss Gallery, especializada en obras “viscerales” -dos muestras recientes de Hermann Nitsch hablan claro en este sentido-. Otro canadiense, Marc Séguin (también autor de una novela) presenta sus óleos con “intervenciones” tituladas Derrotas. A retratos de personajes y situaciones por razones diferentes “intocables” (el papa Wojtila, los nativos americanos, escenas del holocausto) o controvertidos (el supuesto asesino de Kennedy, Lee Harvey Oswald, el multimillonario ruso Roman Abramovich) aplica materiales distintos: plumas, manchas de acrílico en estilo expresionista abstracto, cenizas, alquitrán. Para El último cuervo, pieza que “saluda” al público entrante, ha pegado directamente a la tela un pájaro de verdad, aplastado y embalsamado.

Provocador, pero con gracia y hasta afabilidad: también así se podría describir la experiencia de este tour. Se ve de todo, como era de esperar, pero el olor de la plata y cierto esnobismo se filtran por todas partes y plastifican las sensaciones. Aunque Nueva York ya no es la París de los años 20 (¿será por estos ecos míticos que en el espacio de cuatro cuadras paso frente a tres cafés con nombres franceses?) y hoy en día cierto vigor e infracción se buscan más en Berlín y Londres, se dice que para conocer lo verdaderamente nuevo habría que bajar unas cuantas cuadras y llegar al Lower East Side, donde desde 2008, luego de la inauguración de la nueva sede del vanguardista New Museum, las calles se han llenado de decenas de galerías chicas y agresivas, prontas a catapultarse en el gran mercado para volverse quizá la nueva Chelsea. Etapa obligada, entonces, para viajes futuros.