El lector-voyeur rioplatense parece haber encontrado su objeto de deseo en el género de la blogonovela, que nació por 2003 con la aparición del blog Diario de una mujer gorda, en el que una supuesta ama de casa cincuentona contaba periódicamente sus desventuras familiares. Mucho después trascendió la verdad: tras el teclado se atrincheraba un periodista argentino radicado en España, Hernán Casciari. Pronto se sucedieron las ediciones en papel. Más respeto que soy tu madre (Plaza y Janés, 2005) y Diario de una mujer gorda (Sudamericana, 2006) se convirtieron rápidamente en best sellers. A esta reformulación posmo de la ficción epistolar (tan vieja como el Werther, de Goethe) se suscriben también las argentinas Carolina Aguirre (Ciega a citas, Bestiaria) y Cielo Latini (Abzurdah, Chubasco).

Los denominadores comunes son evidentes: la narración en primera persona, la prosa directa, el lenguaje coloquial, los vínculos afectivos, la relevancia de las tecnologías de comunicación (chat, e-mail, SMS, el mismo blog), el impacto de lo cotidiano en el mundo interior de los personajes como centro narrativo y, yendo a lo extraliterario, el interés por parte de las multinacionales del continente, como Sudamericana y Planeta.

Bajo ese último sello y en esa línea estética se editó Amor y amistad entre ovejas negras, tercer libro de Patricia Turnes, que tiene en su haber el volumen de cuentos Últimos días con mi familia (Cauce, 2001) y la novela Pendejos (Planeta, 2007). Si bien no son blogonovelas, sus dos últimos libros tranquilamente podrían serlo, o mejor: dan cuenta de la instauración en la literatura de este estilo de “escritura blogger”, salteándose el pasaje por el formato digital. Amor y amistad... es un conjunto de textos escritos por Lucy (la protagonista de Pendejos); casi todos en tono de diario íntimo, con la salvedad de “Correspondencia” I y II (dirigida a Mario Levrero) y dos cuentos en tercera persona.

Lucy es una escritora y periodista de casi 30, algo neurótica, clínicamente depresiva, peleada con las exigencias sociales a una mujer de su edad (trabajo estable, proyecto familiar). Prefiere juntarse con músicos under (como su novio veinteañero y mantenido, Theo) y periodistas bohemios, que con sus amigas estudiantes de publicidad que aspiran a cosas “banales” como un auto y una buena casa. Esta no muy rebuscada y estereotípica dicotomía ocupa el primer tercio del libro, quizás la parte de lectura más tediosa.

Sigue un catálogo de estas “ovejas negras” y su entorno. Amigas y amigos losers, fiestas decadentes, amistades internacionales por chat (con transcripciones de las conversaciones, tan Casciari), encuentros bizarros (el diálogo absurdo con el personaje La Gitana es un punto alto); todo esto adornado con referencias culturales diversas (Antonini, Madonna, Carver), misticismo (el tarot, la metafísica oriental tomada de modo bastante light) y la actitud inconformista y caprichosa de Lucy, que redunda a lo largo del libro y pasa por momentos algo exasperantes.

A partir del texto “La cuponera” hay un giro: finalmente las cosas se le complican, y cuando pasa a tener una causa real para quejarse aparece el cinismo más crudo. Lucy sale de su encierro (los escenarios típicos eran su casa, la librería donde trabajaba, algunos bares) y empieza a frecuentar la noche.

Llama la atención que lo intimista sobrepase los intereses de lo narrativo. Tanto los autores argentinos ya citados como los nacionales que manejan esas estéticas (el Dani Umpi de Niño rico con problemas, o varios relatos de Natalia Mardero en Posmonauta) enfatizan la “narración circular” (tan típica de la literatura pop como los estribillos en la música de este género), en la que el cierre del argumento es primordial. En Turnes las ficciones parecen ser -más que círculos- espirales que se vuelven hacia sí mismas en las introspecciones de la protagonista, sin moños ni frases finales que funcionen como remate. El libro, incluso como novela, carece de conclusión.

Hay dos excepciones: “Pacto” y “¡Vamos al hipódromo!”, que, aunque relacionados con Lucy y sus peripecias, son los más ficcionalizados, y no sólo por el uso de la tercera persona. Un libro de Turnes compuesto por cuentos de esta línea sería infinitamente más rico. De alguna forma, esto recuerda a La novela luminosa, esa gran broma de Levrero en la que el diario personal ocupa más páginas que la novela misma.

Más allá del juego de parecidos entre Lucy y Turnes, y entre su mundo y el nuestro (hay un misterioso diario por suscripción: La Comuna), un rasgo de Amor y amistad... a tener en cuenta es el desdoblamiento de Lucy, que hace referencias a Pendejos, como si fuese autora de ambos libros: esto se suma a cierto fetichismo de algunos escritores de la generación de Turnes por el protagonista-narrador que escribe (presente, por ejemplo, en Porrovideo, de Jorge Alfonso, o en la obra de Ramiro Sanchiz), como intento de justificar que todo esto esté escrito, huyendo del narrador omnisciente o del monólogo interior (en Turnes el monólogo es exterior, en tanto que se plasma al ser escrito por la protagonista).

Un análisis posible viene de la mano de las referencias literarias (más “tratamiento pop” de los autores como íconos, que casos de intertextualidad compleja). El ejemplo claro es cuando ella se dice identificada con el protagonista de “El sótano”, de Levrero, porque la incertidumbre final del cuento es análoga a la de ese momento de su vida.

La búsqueda de identificación directa no sólo es la forma en que lee Lucy, sino que también es el mecanismo que garantizaría el disfrute de este libro: la lectura como reflejo de las vivencias propias y cotidianas, donde las anécdotas no suelen dar señales de cierres narrativos precisos o grandes artificios argumentales. Al lector-voyeur se suma ahora el lector-narcisista. Bajo estas reglas -y añadida la prosa correcta de Turnes- es un libro efectivo, pero los riesgos de este tipo de literatura están claros; no es necesario evocar al griego que mira su reflejo en el río para tenerlos presentes.