Un libro sobre libros. “¿Otro?”, se pregunta uno que está cansado de la metaficción y la autorreferencia. “Pero claro”, dirá algún convencido de que toda la literatura está contenida en sí misma, por lo que sólo cabe esperar mínimas alteraciones individuales. Seguramente Nadie recuerda a Mlejnas, que ya en el título hace una referencia a Borges, entusiasme más al último lector que al primero, pero también para el que busca anécdotas hay buenos momentos en estas páginas.

Porque, por supuesto, hay una lectura lineal de este cuento largo o brevísima novela. Federico Stahl (narrador y alter ego de Ramiro Sanchiz) acaba de publicar una historia de la ciencia-ficción uruguaya llamada Cual retazo del espacio y a través de ella toma contacto con la banda de rock Space Glitter. En una visita a Las Piedras, donde ensayan, descubre que, además del interés por ese género literario, los del grupo tienen afición por el ocultismo. Stahl, obedientemente alcoholizado y drogado, participa con ellos en un ritual, que es dirigido por Alistair Lestrange, un escritor equivocadamente omitido en Cual retazo del espacio.

Hasta ahí, lo que “pasa” en la historia. O casi. En este mismo plano, nos enteramos de que la dictadura uruguaya fue distinta en el mundo de Mlejnas: en 1973 los militares se impusieron tras una guerra civil, luego existió un efímero reducto democrático en la República de Tacuarembó y en los 80 surgió un movimiento de resistencia armada que contribuyó al final del régimen. Todo esto bastaría para pegarle a la novela la etiqueta de “ficción ucrónica”; sin embargo, hay un buen motivo para no hacerlo. En la revista virtual Otro Cielo Agustín Acevedo Kanopa opina que, como el presente de la novela describe un país tan parecido al actual, Sanchiz estaría señalando que “no importa qué otros caminos hubiese tomado la historia, Uruguay termina en el mismo cuello de embudo”. Pero a esto habría que agregarle que nada de ese “pasado reciente alternativo” es relevante para comprender el relato o los personajes: lo político no los toca jamás. De hecho, el acercamiento al tema está debidamente distanciado y neutralizado; cada vez que Stahl menciona la tesis de su libro sobre ciencia-ficción dice que se centra en la generación que produjo literatura politizada y se vinculó a la resistencia a la dictadura, pero en el mismo tono y con la misma profundidad con la que podría decir que le interesa una promoción de poetas que volvió a los sonetos alejandrinos.

Lo ucrónico aquí funciona como un tropo, como una guiñada o como un recurso literario más: es un uso ciertamente novedoso, pero ni es el nudo de la novela ni expresa una idea política, que es el verdadero cometido de toda proposición contrafáctica, desde Pavana (Keith Roberts) hasta Inglorious Basterds (Quentin Tarantino). Sí da pie para “venganzas” divertidas, como plantear la muerte temprana, por su vinculación con los revolucionarios uruguayos, de Spinetta, Gieco y Charly García, tres anatemas del tipo de música que promueven ésta y otras novelas de Sanchiz. Más que nada, el recurso ucrónico cumple una función estrictamente interna a la narrativa del autor: sirve para señalar que, aunque se le parece, éste no es el mismo universo de sus otras obras (las novelas 01.Lineal y Perséfone, ciertos relatos de Algunos de los otros y de Del otro lado), en las que Federico Stahl es un miembro más de la banda Space Glitter y en las que el escritor Emilio Scarone (que comparte varios rasgos con Mario Levrero) no ha muerto.

Las novelas anteriores de Sanchiz no son los únicos elementos que construyen el “libro sobre libros”. En la frase de apertura se habla de una “novela de Fogwill”, y ciertamente hay una novela de Fogwill, pero sobre todo un cuento suyo, metidos en Mlejnas. La novela sería Un guión para Artkino, en la que el escritor muerto el año pasado jugaba con una Argentina soviética. El cuento es “Help a él”, variante a su vez de “El Aleph”, de Borges. Si Fogwill reescribe en plan erótico y afiebrado el relato del prócer Jorge Luis, Sanchiz desperdiga a lo largo de su historia “escenas” de “Help a él” (el sexo con una cómplice muy activa, por ejemplo) y además reproduce el mecanismo anagramático de su titulación: reordenando los grafemas de “El Aleph”, Sanchiz obtiene una tercera combinación ingeniosa, “Ape Hell” (Infierno simiesco). En la novela, “Ape Hell” se atribuye a Alistair Lestrange, quien, sin conocer la variante de Fogwill, le da un giro paródico y lovecraftiano al cuento sobre muerte de una enamorada y subsecuente revelación cósmica concebido por Borges.

Fogwill y Borges, queda claro, no son las únicas brújulas librescas de esta historia plagada de citas rockeras y magickas, pero son las más relevantes. El primero parece haber contribuido a descontracturar el lenguaje de Sanchiz (en la segunda frase dice “me sentí un pelotudo”), quien por otra parte mantiene la subordinación explícita y extrema como marca de su sintaxis. En cuanto al borgiano título del libro, es explicado por el personaje Lestrange: en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” Borges dice que “la literatura de Uqbar era de carácter fantástico” y que “sus epopeyas y leyendas no referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y Tlön”; sin embargo, advierte Lestrange, el resto de relato desarrolla solamente asuntos conectados con Tlön. A Lestrange esa omisión le parece “algo discreto y mágico”, “quizá el verdadero significado del cuento”. Pero lo que hace Sanchiz es paradójicamente lo contrario: remontar ese camino no tomado. No es una mala manera de proponer una poética de la relectura y la reelaboración.