“Serás, lo mismo que yo, mostrada en Roma como una muñeca egipcia. […] insolentes guardianes nos tratarán como a rameras; miserables rimadores nos cantarán desafinadamente; ingeniosos comediantes llevarán al tablado en sus improvisaciones y pondrán en escena nuestras fiestas en Alejandría; se representará a Antonio ebrio, y yo veré a algún jovenzuelo de voz chillona hacer de Cleopatra y dar a mi grandeza la postura de una prostituta”.

Fundamentalismo callejero

El conflicto de los últimos años en Europa con respecto a la vestimenta islámica es fuertemente territorial. A diferencia de las imágenes exóticas que siempre ha apreciado desde lejos la mirada orientalista, las mujeres en burka e incluso en hijab resultan ofensivas porque visibilizan un proceso de infiltración en la propia cultura. Pese a que el fundamento en torno a las prohibiciones siempre es la libertad de las mujeres, puede pensarse que lo que resulta inquietante es otra cosa: el temor a una islamización de Europa, un fantasma despertado entre la inmigración y la baja tasa de natalidad europea. El problema con estas vestimentas no es lo que ocultan sino precisamente lo que muestran. Así parecen entenderlo quienes se han manifestado en distintas oportunidades en protesta por la imposición del código de vestimenta occidental, por ejemplo cubriendo a la sirenita de Copenhague, símbolo de la ciudad, con un burka. En París una artista callejera crea el personaje de Princess Hijab, que desde 2006 recorre el metro “hijabizando” modelos publicitarios, tanto mujeres como hombres, con un rotulador negro. Más que una defensa del velo, busca crear imágenes inquietantes y críticas con respecto a los modelos occidentales, poniendo en juego, tanto a través de las efímeras obras creadas como a través del accionar clandestino del personaje, diferentes significados sobre el ocultamiento y la visibilización en un conflictivo territorio cotidiano.

Estas palabras escribe Shakespeare para que Cleopatra persuada a Iras, y a los que la están viendo sobre el escenario en el cuerpo de un jovenzuelo, de que tras la caída sólo queda la inmortalidad que promete la muerte. Este giro autorreferencial en el momento culminante de Antonio y Cleopatra llama la atención sobre la insalvable distancia entre el actor travestido que impone el teatro isabelino y la figura mítica de la “estrella de Oriente”, incluyendo un humor sutil pero intensificando a la vez el sentido trágico de la escena. El millón de dólares que cobra Liz Taylor para encarnar a la Cleopatra de Mankiewicz en 1963 apunta a un procedimiento inverso: la fusión o superposición de dos mitos.

Los 65 vestidos usados por Taylor, incluyendo uno hecho con hilo de oro de 24 kilates, son una muestra de la búsqueda de ese enlace. La espectacular producción cinematográfica terminó costando 44 millones (el equivalente a 295 millones actuales), llevando casi a la quiebra a la productora 20th Century Fox, como si Hollywood sólo pudiera representar la sensualidad desbordada del mundo de Cleopatra a través del despilfarro económico. La fuerza del personaje se apoya en la espectacularidad, mientras se lo suaviza resaltando facetas poco habituales en otras versiones de Cleopatra, como su rol de madre (mientras en la película el momento de crisis la hace nombrar a su hijo, en Shakespeare la mención del “niño que tengo en mi pecho” alude al áspid que le dará la muerte).

La traspolación del mito se completa con la serie de escándalos que rodean a la filmación, que incluyen el romance de la pareja protagónica y las continuas borracheras de Richard Burton, así como los desmanes de los extras italianos que molestaban a las mujeres del equipo y robaban elementos del vestuario y del material técnico, llegando al punto de que los productores descubrieron que había equipos italianos usando los decorados para rodar sus propias películas de romanos. Estas circunstancias contribuyen al desplazamiento de las fantasías del público del mundo de los personajes hacia el mundo de los actores.

En el mismo año en que se estrena la película, Andy Warhol deja plasmada esa superposición en su retrato de la diva, el cual, aprovechando la ocasión de la muerte, irá a subasta en mayo con una base de 20 millones de dólares. Enmarcados en la melena corta de la actriz, los ojos abundantemente coloreados remiten al maquillaje del personaje. Este énfasis aparece camuflado por la simplicidad de la técnica repetitiva de Warhol, pero las variaciones son significativas: el sombreado menos marcado en los ojos entrecerrados de Marilyn ayuda a que el impacto se centre en la boca, la línea sutil en los de Jackie Kennedy compone una figura más mesurada. El procedimiento de Warhol consigue que el maquillaje de los ojos de Cleopatra funcione como una metonimia de los ojos de la actriz, su rasgo más fetichizado.

Revolución de moda

La portada de marzo de la revista Paula (publicada el 5) está más cerca de parecer un premonitorio homenaje a la Cleopatra de Elizabeth Taylor (fallecida el 23) que una referencia al reciente levantamiento en Egipto, lo que insólitamente es. Tres signos componen el disfraz de la modelo: el maquillaje, el pañuelo que cubre su cabeza y los adornos. El incongruente conjunto se explica en el interior de la revista, en la producción publicitaria realizada por Natalie Scheck y Cecilia Solari Scheck, titulada “Tormenta de pasiones” (como si fuera una telenovela de Globo al estilo de El clon o India): la pashmina, que cubre la cabeza como corresponde a una mujer egipcia pero con un estampado animal print como marca la moda, la podemos comprar en La Ópera por unos dos mil pesos.

Esto lo sabemos porque al pie de cada foto se detallan las prendas, con sus respectivas marcas y precios, que componen el atuendo de “ella” y “él”. La pareja de modelos aparece en las primeras imágenes sobre un fondo de pirámides. En el detalle de accesorios de la tercera foto falta indicar dónde comprar la escopeta con la que posa él y el cuchillo que sostiene ella. En la cuarta el fondo de pirámides se sustituye por una foto a doble página de la revuelta en Egipto. Ahora el disfraz se vale de capas de Manos del Uruguay, que cumplen una doble función: marcar aquello que es velado por pudor (ella) y lo que es velado por clandestinidad (él). Su rostro a medio cubrir es una repetición del de un manifestante que a un costado parece tirar una bomba casera. El vestido demasiado corto de ella deja ver sus rodillas y las botas de Pasqualini, en un tono gris que hace juego con el humo de la bomba.

Cuando llega el momento de los festejos, dos fotos después, ya no hay pashmina ni capa. Sólo queda el maquillaje a lo Cleopatra. La pareja suple la falta de disfraz con una pobre dramatización (ella con un brazo levantado que no llega a cerrar el puño y la boca un poco más abierta de lo que exige la gestualidad neutra de su profesión; él levantando los brazos y frunciendo el ceño) sobre un fondo de banderas que flamean en la multitud.

En la última foto vuelve la calma y se los ubica recostados sobre los antiguos arcos de una galería. El vestuario completo que muestra la pareja en esta escena final llega casi a los 45.000 pesos, y la pashmina que él lleva a modo de turbante es sólo un toque de distinción.

Las palabras que introducen toda esta opereta son por demás confusas: “Vientos de cambio amenazan la calma del desierto. Traen nuevas tendencias que reinterpretan antiguos mandatos y los mantienen en el tapete enfrentados a Occidente y su lucha por las libertades”. En el contexto de la revista, el término tendencias sólo puede aludir a la moda, que por otro lado acá no tiene nada de nuevo. No se trata de la colección de un diseñador que en el impulso omnívoro de la moda toma a Oriente como inspiración, como ha sucedido tantas veces. Se trata de una rápida recorrida por el shopping que toma al vuelo la situación política como mera oportunidad. En cuanto al “antiguo mandato” podría referirse a la histórica inclinación de Occidente a servirse de Oriente para representar sus propias fantasías, tal como propone Edward Said en su clásico Orientalismo (1978).

De hecho, el absurdo en el que desemboca la consigna se refiere a lo que Occidente pretende ver en el espejo de su último giro orientalista: “su lucha por las libertades”.

Dentro de una cultura siempre preocupada por tapar las desnudeces del otro, Oriente, pensado sin espacio y sin historia, brindó durante siglos las libertades simbólicas que alimentaron las más diversas manifestaciones culturales de Occidente, desde el arte elevado a las fantasías prostibularias. Una vez agotada la necesidad de ese escape sensual, el escándalo del burka y el hijab pasa a primer plano para reafirmar su destino libertario.

La confusión de signos incorporada a las imágenes de Paula está sin dudas marcada por una gran libertad, la que otorga la absoluta banalización de todo. Los maniquíes sobre los que se cuelga la ropa no esconden nada.

Habrá que esperar a ver qué Cleopatra arman entre Angelina Jolie y David Fincher; caer en la misma trampa que el Cavaliere Berlusconi y creer que Ruby es una “muñeca egipcia”; o bien suponer que hasta la pesadilla temida por la Cleopatra de Shakespeare se diluye en las libertades de Occidente.