El viernes murió por causas naturales Gil Scott-Heron, uno de los músicos más influyentes de la música negra de fines del siglo pasado, que acababa de regresar de un cierto olvido causado tanto por sus problemas personales como por el carácter radical de su música y lírica.

La mayoría de las notas referidas a su muerte lo calificaban como “el Bob Dylan negro” o “el padrino del rap”, dos denominativos que maldita la gracia que le hacían a este poeta peleador. Es difícil imaginarse a este defensor empecinado de la cultura negra sintiéndose halagado por ser considerado apenas la versión de piel oscura de un compositor folk o rock -géneros con los que no tenía ningún contacto (recién en su último disco accedió a poner su voz sobre una guitarra acústica por primera vez)-, pero tampoco se sentía muy cómodo con su rol de pionero del hip hop: “No puedo asumir la culpa por eso”, declaró en una de sus últimas entrevistas en relación a un género al que criticó duramente en una de sus canciones más conocidas, “Message to the Messengers”, en relación a la frivolidad hedonista e individualista que suele dominar sus letras, diametralmente distinta a la lírica incendiaria y profundamente social del autor de “The Revolution Will Not Be Televised” (tampoco era muy amigo de los formatos musicales del hip hop, a los que consideraba toscos en relación al jazz o al blues).

Scott-Heron era, en realidad, más que un pionero del rap un cantante soul, un continuador de la tradición de los talking blues (blues hablados) y de la poesía acompañada de música de jazz que era habitual entre los poetas negros contemporáneos a los beatnik. Pero la contundencia callejera de sus rimas y sus oscuras visiones -salpicadas de un particular sentido del humor- sobre la vida en los guetos de las grandes ciudades estadounidenses fueron esenciales para el hip hop rebelde y politizado de Public Enemy o Boogie Down Productions, una rama con pocos epígonos en la actualidad.

Scott-Heron había nacido en Chicago, pero rápidamente su nombre se asoció con la ciudad de Nueva York, donde comenzó a sacar discos de poesía y canciones en 1970 con el disco Small Talk at 125th and Lenox, en el que recogía el discurso racial y revolucionario de los Black Panthers, haciendo una serie de observaciones ácidas sobre la cultura negra y el ambiente convulsionado del fin de los 60. Este disco contenía ya la que sería su canción más distintiva, “The Revolution Will Not Be Televised” (la revolución no será televisada), en la que ametrallaba al escucha con una larga sucesión de eslóganes comerciales y políticos deformados, tomando distancia del lenguaje de los medios y la vida representada por ellos para culminar con un auténtico llamado a la calle: “La revolución no va a volver enseguida luego de un mensaje sobre un tornado blanco, un relámpago blanco, o gente blanca. / No vas a tener que preocuparte acerca de una paloma en tu dormitorio, un tanque en tu cama, o el gigante en tu water clos / La revolución no ira mejor con Coca-Cola. La revolución no combatirá los gérmenes que causan el mal aliento. La revolución va a ponerte en el asiento del conductor. La revolución no será televisada”. Un grito poderoso que sigue manteniendo su vigencia luego de que muchos de los nombres mencionados en la canción ya han perdido toda importancia y que hasta el día de hoy sigue musicalizando momentos de rebelión en el mundo entero.

Este poderoso debut no sería, sin embargo, la cima de la carrera de Scott-Heron, quien en los años posteriores dedicó su lengua afilada a describir los horrores causados por la introducción de la heroína a su comunidad (“Home is Where the Hatred is”), alertar sobre los peligros de la energía nuclear (“We Almost Lost Detroit”), denunciar el apartheid sudafricano (“Johannesburg”), evocar sus héroes musicales (“Lady Day and John Coltrane”) o simplemente desnudar su alma (“Pieces of a Man”) con una poesía directa, a veces hasta panfletaria, pero siempre inteligente y torrencial.

Las últimas décadas fueron muy complicadas para Scott-Heron, ya que había desarrollado una enorme adicción a la cocaína que lo llevó a pasar tres años en prisión a causa de sus constantes recaídas en el hábito. Pero mientras se encontraba aún encarcelado en la siniestra prisión de Rikers (Nueva York), comenzó a recibir cartas de un fan, un músico británico blanco que no era otro que el brillante Richard Russell, dueño del sello XL Recordings y quien se dedicó a convencerlo por carta de que hiciera un nuevo disco, algo que el poeta consideraba inimaginable. El disco finalmente vio la luz después de tres años de trabajo -llevando el irónico y a la vez muy adecuado título de I’m New Here (soy nuevo aquí)-, fue editado en 2010 para ser saludado de inmediato como una obra maestra imposible de clasificar, en la que había lugar tanto para piezas de poesía hablada como para covers del legendario bluesman Robert Johnson o del blanquísimo Bill Callahan. Representado en sociedad con una colección de canciones-poemas con las que le recordaba al mundo quién era y en las que meditaba sobre sus años perdidos, Scott-Heron apenas pudo disfrutar de su regreso, pero este último acto hacia el mundo de un artista que se consideraba perdido fue una gran despedida, de alguien que sabía de gestos y de palabras.