No deja de ser extraño que figuras que uno automáticamente asocia con la juventud lleguen a ser septuagenarios, pero ésa es una de las paradojas de la cultura del rock, un género que parece congelado en un imaginario cultural juvenil pero que ya ha cumplido 60 años (si se considera "Rocket 88", de Ike Turner, el primer tema popular de rock, como suelen hacer los historiadores). Varias de las figuras esenciales de ese matrimonio entre el folk blanco y el rock'n'roll negro cumplen 70 este año -David Crosby, Paul Simon, Joan Baez-, pero nadie como Dylan fue tan central y definitivo en su encarnación del cambio musical, ético y estético de un tiempo de cambio. Tal vez por ser un personaje en cambio perpetuo no haya habido nadie como él mismo para expresar la desorientación y la efervescencia de los tiempos cambiantes.

La mayoría de los trovadores del rock de valor lírico y compositivo similar al de Dylan (Neil Young, Leonard Cohen, Lou Reed, Shane McGowan) han ofrecido distintas variables estéticas de su obra pero conservando una distintiva unidad conceptual y personal. En cambio Dylan, que tal vez no varió tanto su aproximación musical a la canción a lo largo de estas décadas, siempre ha sido el misterio encarnado, el acertijo insoluble que permite hablar de su trabajo como el de varios compositores distintos; el joven incendiario y bíblico de The Times They Are A-Changin' (1963), el termómetro visionario de la confusión de Blonde on Blonde (1966), el renacido tradicionalista de Nashville Skyline (1969), el buceador confesional del propio dolor de Blood on the Tracks (1975), el inquisidor religioso de Slow Train Coming (1979), el críptico observador mundial de Infidels (1983), el estudioso arqueólogo musical de Good as I Been to You (1992), el cronista de la simple desolación de Time Out of Mind (1997), el reestructurador de sí mismo y de sus raíces de Modern Times (2006), y tal vez varios que aún no conocemos, ya que Dylan parece negarse a ser un parque temático de sí mismo y seguir más preocupado en sus nuevas canciones/encarnaciones que en vivir de sus viejos hits, a los que sigue reinterpretando en formatos nuevos una y otra vez hasta hacerlos irreconocibles.

Es difícil imaginarse que alguien hiciera una película tan polifacética y contradictoria como I'm Not There (Todd Haynes, 2007) sobre otra figura de la historia del rock, pero como Haynes y sus múltiples versiones imaginarias de la vida del compositor sabía bien, la historia de Dylan no es la historia de Dylan sino la de nuestras interpretaciones de sus visiones. Pero a la vez es fácil reconocer su voz rasposa y sus habituales formatos de folk/rock/blues en cualquiera de sus discos, incluso si cada uno de ellos parece haber sido hecho por un clon más simple, más maligno, más triste, más fanático o más maduro que el Dylan arquetípico, aquel de lentes oscuros y cabello largo y enrulado que era el centro de la cultura occidental a mediados de los 60. Pero hubo y hay otros, claro.

El joven meteorólogo

El primer Dylan que conocemos es el iracundo, el que generaba canciones llenas de indignación político-revolucionaria y estrofas cuya forma parecía provenir del Eclesiastés (vía Walt Whitman) sin más ayuda que su guitarra y su armónica, y que parecía ser un reportero interrogando acerca de cada crimen racial o un profeta de maremotos sociales. Es el Dylan que conservaba la vitalidad de su adolescencia rockera pero había encontrado una tradición musical en la que las palabras resonaban más que el ritmo y el que generó, siendo apenas un veinteañero, canciones que parecen milenarias, como "Blowin' in the Wind", "When the Ship Comes In", "A Hard Rain's A-Gonna Fall" o "The Lonesome Death of Hattie Carroll".

Ese Dylan cambió radicalmente sin que mucha gente se diera cuenta, a pesar de la advertencia del título, con Another Side of Bob Dylan (1964), en el que, sin grandes cambios musicales, se negaba a ser el portavoz de ningún grupo o fuerza milenaria y se limitaba a hablar de su propia subjetividad emotiva. Cuando aún se estaba digiriendo este cambio del "nosotros" al "yo", Dylan editó Bringin' it All Back Home (1965), en el que se permitía reintroducir su herencia rockera, que venía de la mano de una completa subversión de las palabras gracias al viejo recurso, nuevo para la música popular, de las asociaciones automáticas del surrealismo y las referencias fragmentarias del modernismo anglosajón. Este Dylan consiguió algo totalmente nuevo e irrepetible en la historia de la cultura popular: crear un conflicto generacional dentro de la misma generación, y el campo de batalla de ambos bandos era el mismo artista.

El Dylan traidor de las causas colectivas y del minimalismo folk lanzó otros dos discos -Highway 61 Revisited (1965) y el ya mencionado Blonde on Blonde- que lo convirtieron en el epicentro de la cultura joven occidental, en el profeta hermético, algo ebrio y asordinadamente pesimista de "Visions of Johanna", "Desolation Row" y "Sad-Eyed Lady of the Lowlands", convirtiendo su vida en un vórtice alrededor del cual orbitaban personajes tan disímiles como The Beatles, Allen Ginsberg y Timothy Leary. Incluso en los países de habla hispana (y en tiempos en los que el inglés no estaba ni cerca de ser un conocimiento habitual como lo es hoy), sus canciones repetitivas y verborrágicas hipnotizaron a decenas de cantautores que trataban de imaginarse lo que decía esa voz rechinante, sin darse cuenta de que para los angloparlantes también era un misterio de innumerables significados. Si uno piensa que el período en el que se desarrollaron todos estos cambios, que va desde The Freewheelin' Bob Dylan hasta Blonde on Blonde -abarcando seis discos, sin contar con el material editado en forma pirata, que llenaría unos cuatro discos más-, es apenas de tres años, y que al concluir este ciclo Dylan apenas tenía 25 años, la sensación es de vértigo puro.

Volviendo a casa

Como se sabe, Dylan -al fin y al cabo, un espíritu sensible- terminó siendo totalmente sobrepasado por su fenómeno, y luego de giras extenuantes, varios excesos y un serio accidente en motocicleta se replegó del burbujeante mundo social de los 60 y sus canciones se replegaron con él.

Dylan pareció decidido a dejar de ser un poeta y un genio visionario y a limitarse a ser un gran compositor de canciones, como los artistas de folk y blues que consumió en forma compulsiva durante su juventud bohemia de Nueva York. Entraría entonces en una fase algo letárgica y retirada del mundo, llena de canciones de espíritu country o religioso ("Lay Lady Lay", "The Wicked Messenger" "I Threw it All Away", "Forever Young") en las que Dylan se presentaba como un hombre dedicado a cantar los sabores agridulces de la vida en matriomonio (en realidad, el Dylan misterioso seguía latente en las grabaciones semipiratas de The Basement Tapes, pero éstas serían editadas oficialmente recién en 1975), que entonaba con una voz forzadamente limpia que hizo dudar a muchos que realmente fuera él. Una vez más Dylan fue acusado de traidor, esta vez por una segunda generación de fans, la misma que lo defendía de los que extrañaban su etapa de cantor de protesta. Este período plácido culminó estrepitosamente con el disco Blood on the Tracks, uno de los documentos musicales más estremecedores de una ruptura amorosa, que refería a ese tipo de experiencias de las que nadie sale intacto, y el Dylan posterior llevaba las cicatrices psíquicas impresas en cada surco.

A fines de los 70, Dylan reemergió como un predicador cristiano -a pesar de sus orígenes judíos- apocalíptico y vengativo, que amenazaba con mares de fuego a los que no siguieran su camino de encuentro con el Señor. El signo político y metafísico de discos como Slow Train Coming o Saved (1980) era diametralmente opuesto al de The Times They Are a-Changing, pero el formato no era muy distinto: había cambiado de apocalipsis, no de lenguaje. Esta etapa fue breve y culminó con una de las canciones religiosas más conmovedoras que se conozcan, "Every Grain of Sand", en la que Dylan reconocía que tal vez su revelación no fuera tan completa y que había grises en la lucha que había planteado entre el bien y el mal. Dylan cantaba: "A veces giro, hay alguien ahí, otras veces sólo estoy yo". Y el Dylan que lo sucedió estaba solo y sin cruzadas.

Tiempos modernos y fuera de sí

La carrera posterior de Dylan es más difícil de clasificar en etapas, pero luego de una década de mediocridad apenas interrumpida por la edición del enérgico Oh Mercy (1989), Dylan tuvo un resurgimiento a partir del estremecedor Time Out of Mind, que parecía indicar que sus múltiples personalidades estaban conciliándose, pudiendo ser transparente, hermético, mundano, religioso, serio e irónico a la vez. Sus discos de fines de los 90 y de esta década lo muestran con la voz más cascada que nunca, pero con una asombrosa seguridad musical y compositiva. Ya nadie lo considera portavoz de nada, excepto, tal vez, de la integridad artística que se niega a quedarse quieta. Ya no es cuestión de saber cuál es el auténtico Dylan, porque un hombre de 70 años es el resumen de todos los hombres que fue antes. Definir cuál es el más representativo sería, una vez más, ver el árbol y no el bosque. Y olvidar que no puede haber sido casual que en su primer -y casi único- papel en una película de ficción el tipo eligió para su personaje el nombre “Alias”.