Esta película se inserta claramente en el árbol genealógico del realismo kitchen sink, que hacia 1960 impulsó mucho de lo más creativo del cine británico. Esa veta está inseminada con una notoria influencia del llamado “nuevo realismo” tal como lo practican los belgas hermanos Dardenne.

Del kitchen sink tiene, además del entorno de clases trabajadoras y de suburbios feos de ciudades industriales, el típico personaje del angry young man (joven hombre enojado), que en este caso es una angry young woman. La quinceañera Mia es explosivamente rabiosa, intempestiva, no banca no salirse con la suya, no respeta reglas y muchas veces infringe los consensos de un vínculo correcto con los demás e incluso transgrede la ley. No es, por supuesto, una hija fácil de tener para una madre soltera de poca plata y pocas luces, pero la transparente frustración e impaciencia de ésta con la hija o con la maternidad misma rebotan en la adolescente con cargas adicionales de frustración, ayudando a explicar una forma de relación con los demás basada esencialmente en insultos, golpes, palabrotas, con muy poco lugar y oportunidad para el amor, la ternura o la amabilidad. La hermanita malhablada de Mia es otra Mia más en potencia, y más adelante Mia va a dar muestras de una vocación para perpetuar ella misma la actitud desamorada de la madre con una niña más chica. La única forma efectiva de expresión y diversión que Mia practica habitualmente es la danza hip hop, pero en vez de cultivarla en el entorno callejero y, aunque sea por esa vía integrarse a una tribu, la practica a puertas cerradas. (La danza va a ser, de cualquier manera, la vía para el momento de mayor acercamiento familiar que veremos en toda la película).

De los Dardenne está la mezcla indisoluble de exposición de factores sociales con elementos íntimos, morales, filosóficos y simbólicos, tratados siempre de una forma que no viola el naturalismo anecdótico, pero que insufla una considerable dosis de drama personal a la sequedad y monotonía que muchas veces caracterizó el realismo. El disparador dramático es la llegada de Connor, el nuevo novio de la madre de Mia. Connor representa dos novedades: la presencia de un varón en el hogar -y uno sexy y un poco más adinerado que la madre de Mia-, pero sobre todo el ser una persona que sabe manejar códigos de relacionamiento distintos, basados no sólo en el dominio y el insulto, sino en la comprensión, la persuasión amable, la protección, el estímulo. Ello tiene secuelas lisamente positivas (se abre como una compuerta para Mia, evidenciada en su nuevo y sano vínculo con Billy). Pero Connor implica también para Mia un confuso sentimiento en que se entreveran la figura paterna que ella no tuvo, un poderoso objeto de amor y deseo, y una competencia electriana con la madre, que traerán malas consecuencias. Como pasa muchas veces con los Dardenne, la cosa evoluciona a un clímax insospechado en su intensidad, con un grado de suspenso y ribetes incluso terroríficos.

La intensidad emotiva, el interés anecdótico constante, la penetración de análisis social y sicológico, todos ellos méritos considerables, están aliados al placer de la diferencia con la mayoría de la producción comercial, en el ambiente de clases bajas desprovisto de cualquier glamour y sin el aliciente del sueño americano -que no se ve y ni siquiera se sueña-, y un enfoque frontalmente opuesto a la noción de “corrección política” basada en el ejemplo (Mia, igual que todos los demás personajes, toma enormes dosis de alcohol, hay intercambio sexual entre personas mayores y menores de edad, la hermanita chica de Mia fuma con una amiguita de su misma edad, abundan las palabrotas y términos sexistas y racistas).

Formas y contenidos

Muchas de las sutilezas e impactos de la película se apoyan en un reparto fenomenal y en diálogos y situaciones muy bien confeccionados para vertebrar ese trabajo actoral. Katie Jarvis está bárbara: se dice que la directora la descubrió de casualidad en una estación de tren, en un momento en que ella vociferaba cosas al novio que estaba en otro andén, y la reclutó allí mismo. Es la idea neorrealista del no-actor que, más que componer un personaje, hace de algo parecido a sí mismo. En común con Rossellini, Andrea Arnold usó el método de nunca darles a los actores un panorama completo de la película, entregándoles los diálogos en forma dosificada, poco antes de la filmación de cada escena, para ayudar a trasmitir ese componente de imprevisibilidad, de inmediatez, de fluir natural del tiempo y de la vida.

La textura realista suele estar asociada a una apariencia formal cruda y Arnold usa esencialmente las mismas premisas de los Dardenne: sonido estrictamente diegético y sincrónico, y una cámara en mano que deja ver las huellas de la realización, como si el camarógrafo estuviera capturando en forma improvisada hechos que están ocurriendo por única vez: temblores, pequeñas indecisiones, el diafragma en modo automático que cambia de apertura cuando pasamos de una zona más sombría a otra más luminosa, flares, algunas imágenes súper o sub-expuestas, el foco que muchas veces se pierde (todos esos factores manejados en forma no exhibicionista, siempre en función de mostrar en forma más o menos lineal lo que es más relevante para la anécdota). Es una crudeza “realista”, pero es también “poética”, vinculándose con la crudeza y nerviosismo del personaje principal. Una vez que no todo es fealdad en Mia, la acentuada poeticidad visual incluye una cantidad de imágenes muy sugerentes que, sin dejar de justificarse en el naturalismo, se apartan del referente dardenniano: imágenes estables que se mantienen fuera de foco con efecto impresionista, o la imagen aún más impresionista de Mia tras un vidrio empañado en la estación de tren, el plano cercano en que Connor (en foco) se inclina sobre Mia para que ella (fuera de foco) huela su perfume, los contornos de Mia tenuemente iluminados sobre lo negro cuando ella espía a su madre y el novio haciendo el amor, la iluminación dorada de la calle cuando ella muestra su coreografía para “California Dreaming”.

La metáfora del título no está enfatizada con la aparición de ninguna pecera. Los únicos peces que veremos son pescados en un estanque o río. Pero la idea de un ser encerrado dando vueltas y viendo el mundo como detrás de una barrera transparente pero infranqueable está presente de diversas formas y trabajada con fineza e ingenio. El primer plano de la película, algo enigmático, muestra a Mia agachada contra una pared azul y respirando fuertemente (por motivos que obedecen a una rutina que conoceremos recién muchas escenas más adelante), y está seguido de un contraplano del ventanal delante de Mia con un panorama de la ciudad de Tilbury que ella (desenfocada) contempla: es el azul del agua, el vidrio de la pecera y el mundo visto desde el encierro transparente. Más adelante, cuando ella practica su coreografía en el mismo escenario, la música -oída sólo a través de sus auriculares- se reduce a un tenue murmullo y ella moverá los brazos en ese casi silencio frente al mismo ventanal, como si estuviera nadando. Durante toda la película, la narrativa va a estar singularmente restringida al punto de vista de Mia, y los varios momentos en que los encuadres están bien cerrados alrededor de ella como que la confinan visualmente (y el efecto está acentuado por la opción totalmente a contracorriente de un formato de imagen casi cuadrado, como de cine mudo). Y están también esos comentarios visuales, los pocos planos-almohada que se escapan de Mia y miran el entorno paisajístico o, más “pecera”, los que observan detalles de la habitación decorada para la niña que ella ya no es. Y finalmente está la obsesión de Mia con la yegua encadenada que ella pretende liberar, como si en ello estuviera en juego la liberación de sí misma o un perceptible incremento de libertad en el mundo entero. Es una yegua vieja, tiene 16 años, es decir, casi la misma edad que la propia Mia.