La primera Piratas del Caribe tuvo, para las generaciones más recientes, efectos análogos a los de la serie de Indiana Jones en los 80. En Indiana Jones, Spielberg y Lucas contribuían a recuperar un valor de “entretenimiento puro” y aventura que hacía muy poco había regresado a Hollywood luego de un interregno de varios años de predominio de un cine más serio, adulto, crítico, psicoanalítico, filosófico y tributario del modernismo. Por supuesto, en 2003, cuando se hizo la primera Piratas..., el entretenimiento en sí ya no necesitaba ningún rescate: lo que hacía falta eran algunos valores clásicos y de matiné, cuyo sabor Piratas... devolvió bajo el emblema de géneros hacía mucho abandonados: capa y espada, y film de piratas. Piratas del Caribe: la maldición del Perla Negra traía de vuelta el valor de basarse en personajes entrañables y dejarles un espacio de desarrollo. Al igual que Indiana Jones, la inocencia de los géneros que servían de base a las películas se tamizaban con un componente irónico, que incluía unas mezclas con elementos sobrenaturales (de por sí un aspecto bizarro que en el contexto de esas películas añadían al juego lúdico). Y además, cada cual en su época estaba realizada con una cinematografía muy puesta al día y valores de producción de primera.

La consecuencia habitual del éxito es el surgimiento de una continuación, pero siguiendo una costumbre reciente, en Piratas... ésta se planteó desde el arranque como una trilogía. La idea misma de “trilogía” (heredada del cine de arte) implica una noción de importancia, y en 2003 venía con la carga de fenómenos recientes como Matrix y El señor de los anillos. Como resultado, la cosa se “anillizó”: adiós, espíritu de matiné, y entraron en juego una historia compleja, metrajes extensos, la disputa con aquellos referentes en términos de visual apabullante (medido en la cantidad de efectos por computadora) y cierto aire de trascendencia rimbombante. Las dos continuaciones de Piratas... superaron ampliamente a la original en boletería (la segunda pieza es la cuarta película de mayor boletería de todos los tiempos). Pero, sin embargo, quedó como un sabor extraño, que motivó a los productores (Disney y Jerry Bruckheimer) a tratar de volver al espíritu original con esta cuarta entrega.

Una de las estrategias fue, incluso, bajar el presupuesto, como para forzar una textura más humana, más amparada en el eje anécdota-actores. La película costó unos 150 millones de dólares, de los cuales un tercio, nada menos, son el cachet de Johnny Depp. Así que hay muchos menos efectos de computadora, más humor, una historia que, sin ser simplona, es más lisa. Y se cortó casi totalmente con la serie anterior, en el sentido de que de allí sólo quedan algunos personajes, pero no una línea de acción a seguir. Quien sepa reconocer a Jack Sparrow y saber que él supo capitanear un barco llamado Perla Negra, ya tiene lo necesario. La fórmula del primer Piratas... se repite con competencia aunque sin el mismo brillo: largas e ingeniosas escenas de acción distribuidas a lo largo de todo el metraje y sin que pase mucho tiempo entre una y otra, callejones sin salida también ingeniosos en los que Sparrow se las arregla -con ingenio, locura o suerte- por escapar o solucionar sus problemas, unos cómicos efectos de decepción (en tres o cuatro escenas, cuando Sparrow piensa haberse salvado, resulta que emerge en algún lugar donde hay todo un batallón esperando para atraparlo y apuntándole los mosquetes).

Ya no tenemos a Will Turner ni a Elisabeth Swann, personajes que habían quedado demasiado comprometidos con el aspecto serio que ganó la trilogía. El nuevo personaje de Angelica recupera mucho de lo que Elisabeth tenía de cómico en la película original, modificado con el enfoque “latino” (temperamental y sexuado) que suele tener cuanto rol interprete Penélope Cruz en el cine angloparlante (me pregunto si los productores no habrán examinado Vicky Cristina Barcelona antes de concretar la convocatoria de Penélope, porque en la escena del abandono en la playa tomaron prestado de Woody Allen el chiste de la música incidental romántica brutalmente interrumpida cuando la escena cambia de rumbo).

Por más que se trató de vacunar la película contra el tono trascendente de las precedentes, alguna bacteria resistente persiste en la línea secundaria de la relación amorosa entre el joven misionero y la asustada sirena aprisionada, que parece tomada de Crepúsculo (es como si, avanzado el proyecto, alguien se hubiera acordado del valor de mercado de las púberes, teniendo en cuenta que el sexualmente dubitativo Jack Sparrow no es muy apto para hacer de símbolo sexual, y Penélope Cruz ya no es tan niña para suscitar identificación). Las sirenas con aire de propaganda de perfume recuerdan que Rob Marshall es el director de Chicago y de Memorias de una geisha, por más que se esfuerce aquí por imitar el estilo de Gore Verbinski (director de la trilogía precedente). Ahora bien, luego de que las sirenas se enfurecen (son sirenas más cercanas a las de la Odisea que a las de La sirenita) van a protagonizar la secuencia más memorable de la película. Es un momento incluso un poco asustador, sin la relativa inocencia de otros elementos sobrenaturales (como la carabela semifantasma capitaneada por un resucitado Blackbeard, cuyos oficiales son zombies y torturan a Sparrow mediante de un muñeco vudú). La extensa persecución por Londres cerca del inicio (coronada con un cameo de Keith Richards) es otro momento bien divertido, uno que encajaría en una película con Erroll Flynn.

En el intento de ser chistosos, los realizadores le toman el pelo a las dos naciones en pugna por llegar primeras a la Fuente de la Juventud. A Inglaterra le encajaron un rey Jorge II ridículo, ironías sobre el supuesto cambio de estatus de los corsarios con respecto a los piratas, y un triunfo fallido en plena ostentación de la bandera británica. Curiosamente, a España se le encajó un estereotipo de caballeros altivos y valerosos comprometidos en una fundamentalista destrucción de símbolos paganos que, por contraste, parecería disfrazar la actitud quizá aun más sistemáticamente genocida que los británicos tuvieron con las culturas nativas americanas.

Escribí arriba que esta película no tiene “el mismo brillo” que la primera de la serie. Además del obvio sentido figurado, la falta de brillo corre también en sentido literal para los que vayan a verla en el maldito 3D, que hace que la más soleada de las playas tropicales parezca un crepúsculo amarillento (ni siquiera los subtítulos se ven blancos, mucho menos la arena). Recomiendo vivamente la versión 2D, también en cartel.