Las bienales de arte abundan en todos continentes y no dejaron ni un solo rincón de nuestro planeta desprovisto de ellas (literalmente, ya que desde 2007 funciona una “Bienal del Fin del Mundo” en la Tierra del Fuego argentina). Son, en cierto sentido, la versión cultural del viejo sueño burgués, según Marx, de completa globalización del capital: enormes y “parecidos” (salvando las proporciones) escaparates que si por una lado alimentan intercambios, y a menudo polémicas refrescantes, entre artistas e instituciones, por el otro marcan la buena y la mala suerte económica de sus protagonistas. De hecho, la primera manifestación de este tipo, la Biennale di Venezia (1895) -que impuso el nombre y la cadencia- nació con un propósito financiero: vigorizar el débil mercado del arte de la famosa ciudad italiana. Más de un siglo más tarde, junto con la Bienal de San Pablo, inaugurada en 1951, sigue siendo la más prestigiosa y “modelizadora”: las bienales funcionan como sitios de ósmosis entre países lejanos, lujosas vidrieras, y auspician la colorida algarabía de la mundanidad que conlleva el artworld.

La Bienal de Salto, única en Uruguay, parece moverse de manera estoica e imprudentemente opuesta: austera (exiguo uso de afiches y volantes, sitio web que sólo contempla ocho fotos “turísticas” de la ciudad y de los lugares expositivos, ningún party) y con buena prensa dentro de los límites nacionales (el llamado fue sólo "para obras de ciudadanos naturales o legales, […] o extranjeros con residencia, debidamente acreditada, de al menos dos años en el Uruguay”). Esto genera, por supuesto, efectos buenos y malos. Despojar de la pátina frívola y del acento lucrativo el evento es, sin dudas, salutífero, pero una internacionalización robusta de la propuesta, en un país donde escasean muestras “extranjeras”, cumpliría aun más con la misión de “dinamizar el ambiente artístico nacional”, que es uno de los compartibles propósitos de los organizadores. En realidad, en lo que concierne a las actividades extraexpositivas, en la sección Focos (con actividades que en algunos casos tenían prevista la participación del público) hubo, entre otras, presencias sudamericanas notables, todas concentradas en la primera semana: la argentina Claudia de Río, quien condujo un encuentro de dibujo, y la brasileña-alemana Janaina Tschäpe y la boliviana Raquel Schwartz, quienes proyectaron sus videos.

Madí para sordomudos

Llegada a su novena edición, pero luego de un hueco de diez años, la bienal salteña, mediante sus curadoras Ángela López Ruiz y Juliana Rosales, canalizó muchos de sus esfuerzos en la sección pedagógica con loables talleres de periodismo, artes visuales, música, fotografía o interviniendo murales y sitios y juntando a artistas y población: a su vez, descentralizando más aun una manifestación de por sí descentralizada (entendiendo a Montevideo el corazón de la plástica del país) con eventos llevados a cabo en pueblos fuera de la capital de Salto, como San Antonio y Pueblo Fernández.

El centenar de piezas expuesto fue dividido en tres espacios: la sede de la Asociación de Artistas Plásticos de Salto (APLAS), antiguo galpón del AFE, un poco torpemente cortado por la mitad (dado que los talleres artísticos que ahí se dan regularmente continúan durante las actividades bienalescas), el Mercado 18 de Julio, imponente estructura decimonónica completamente reformada para la ocasión (uno de los logros más contundentes de la organización) y el sugestivo Museo Gallino (que alberga normalmente piezas considerables, por ejemplo un Petrona Viera y un Cuneo que solos valen la visita).

Los números impresionan: el jurado -compuesto por los plásticos Ricardo Pascale y Francisco Brugnoli (chileno) y la artista, curadora y crítica argentina Graciela Taquini- tuvo que evaluar más de 800 obras propuestas por 417 artistas, o presuntos tales. El desmesurado trabajo condujo a una desmesurada resolución: fueron seleccionados 73 (varios con más de una obra) entre pintores, escultores, fotógrafos, videoartistas con muchas piezas que, aunque fuera por la sencilla ley de los grandes números, deberían haber quedado afuera. Sin embargo, hay producciones decididamente valiosas y, en general, dada la amenaza inicial (¡800 ítems!), el nivel se mantuvo alto, con pocas esporádicas (y fisiológicas) caídas.

Lo que sí se da, para el espectador capitalino, son repetidos déjà vu: muchas obras ya han sido expuestas en Montevideo en diferentes muestras, dado que la base del concurso pone límites generosos de producción y de circulación (los últimos cinco años, como límite temporal y la prohibición de haber concursado en otros ámbitos), sobre todo pensando en la rigidez que, al contrario, el MEC pretende para los envíos uruguayos a Venecia (sólo piezas creadas específicamente). Son los casos, por ejemplo, de las obras de Cecilia Vignolo, Elisa Ríos, Sergio Porro, Eloísa Ibarra, Jacqueline Lacasa (su versión de La paraguaya está acá simpáticamente colgada al lado del robado y “recuperado” Gaucho de la Sierra, de Blanes) y de dos de las muchas ganadoras (de los magnánimos premios: más de 700.000 pesos entre todos), Autorretrato con ropa, de José Pilone (Premio BROU), y Carrito al cielo, de Rizzo, Carella y Meneses (Mención de honor, sin cash).

Hablando de galardones, el gran premio El Azahar, de la Intendencia de Salto, es ampliamente compartible: se trata de Manifiesto, de Jorge Francisco Soto, video en el que una mujer lee en lengua de señas uruguaya el primer manifiesto MADI, cuya autoría fue causa de controversia y cuya importancia histórica a nivel global no está todavía incorporada como debería. Dicho nudo es acá agudamente resuelto a través de la puesta en escena de algo perfectamente ejecutado, pero ininteligible a la mayoría de las personas. Javier Abreu fue galardonado justificadamente por No somos nada Sr. Washington y Sweet Buzzy (Premio Fundación Unión), obras en las que el autor por una vez juega “seriamente” y no se limita a la broma: sus sobrias garrapiñadas hechas con dólares arrugados suenan, entre otras cosas, a crujiente metáfora de la médula mercantil de todas cosas, hasta de las más inocentes. Menos acertados parecen otros reconocimientos, por ejemplo el retrato en óleo Agustín, de Clara Rossi Malán (Premio Banco de Seguro del Estado), que se divierte un poco cansadamente con el contraste de una pose de fotografía oficial (tipo credencial o ficha policial) y sus habituales colores alegres, o la tela floja llena de chillidos personajes de 99¢ Dreams, de Agustín Sabella (Premio Centro Comercial e Industrial de Salto), repertorio del Kitsch más pop más pulp más desgastado, con pequeño chiste incluido (un hombrecito playmobil que funciona como “pintor” del “enorme” lienzo).

La patria en escena

Quimérico e inútil se hace redactar aquí, pieza por pieza, honores y defectos de todo lo expuesto: mejor evidenciar una tendencia reciente hacia la puesta en escena de símbolos patrios y mitos nacionales y nacionalistas (que trasciende los lindes de la bienal: suficiente es pensar, este año, en la Ficciones artiguistas, de Aldo Baroffio y Alejandra González Soca en el MNAV). Tal vez la inspiración viaje con los vientos celebrativos de los varios bicentenarios sudamericanos, tan publicitados en este período, tal vez sea la espontánea necesidad de cuestionar el oficialismo, pero los resultados se presentan un poco débiles. Se pasa de la reproducción cómic de El juramento de los treinta y tres orientales en el Interior de la casa uruguaya de acrílico de Emilio Bianchi Zaffaroni (Premio Formación Fundación de Arte Contemporáneo de Montevideo), a la foto (muy) intervenida de Ambulatorio contiguos, de Pablo Bielli, que muestra una multitud “armada” de banderas uruguayas que llenan la avenida Libertador, pasando por Mordaz(a), de Alejandro Cruz, dos retratos -frontal y de espalda- de un afrodescendiente visiblemente transpirado, mordiendo una bandera nacional (esa sí, imagen muy eficaz), Por mi bandera, de Daniel Jorysz, otra gran bandera (completada con el juramento y un certificado oficial) cuya base es un estampado con los colores “miméticos” militares, y el video de Alberto Lastreto La Floridita, con su usual precaria animación de imágenes, esta vez, una Lina Cavalieri salida de una antigua postal, que combina dinero y elementos del Escudo Nacional.

Para balancear estas “reflexiones” sobre el pasado, y para terminar, cito el curioso caso de un instant-painting, cuyo sujeto es sacado de la crónica más cercana, aunque en clave antirrealista, La ola. Japón 8.9, de Mario Raúl Perillo: una especie de estilización, todo delicadeza y “poesía” de carácter oriental en carbón y lápiz del tsunami que arrastró las costas japonesas apenas un mes antes de que terminaran las inscripciones al concurso.

Finalmente, mientras a nivel de actividades y de “intervención” del público la bienal parece estar bien encaminada, en la parte expositiva unos retoques a su llamado y un anhelo internacionalista podrían ser útiles para las próximas, deseables ediciones.