Celulares y conversaciones ocasionales en platea y en palcos. La última tonada de Shakira, la voz de la nena, los Olimareños unplugged o el ring ring son ya clásicos durante cualquier espectáculo en cualquier sala teatral de nuestro país. La hipertecnología codo a codo con la hipertorpeza (en la mayoría de los casos el dueño del celular parece no saber cómo apagarlo) o la hiperindiferencia (en otros simula no reconocerlo y espera tranquilo que deje de sonar).
Sucedió, en las dos últimas semanas, en el recitado de José Sacristán (Solís), 3 buenos compañeros (Teatro de la Gaviota), Mi querida (Circular), Pilobolus (Solís), El seductor (Espacio Teatro) y Clandestinas (Zavala Muniz). En este último las actrices suspendieron diálogos y estribillos por el tiempo que duró el sonido, es decir, hasta que la persona dejó la sala mientras respondía.
Pero no estamos solos: circuló en 2007 por internet la noticia del actor ruso -rigurosamente sin nombre- que durante la función de una obra -también innominada- de Tolstoi, en el teatro Alexandrinsky de San Petersburgo (el más antiguo del país), vociferó algo que traducido sería, dijeron los medios, “¡Apaguen esos estúpidos teléfonos y déjenme terminar mi monólogo!”. Variante más radical del también sonado clip, disponible en Youtube, del actor Hugh Jackman quien el año pasado, en medio de A Steady Rain (en pleno Broadway) interrumpió la ficción para aconsejar varias veces, al dueño de un celular insistente, primero que lo apagara y, ya vencido, que respondiera mientras el resto del público aplaudía eufórico y satisfecho. Jackman explicitó, como el ignoto ruso, la ruptura de la “ficción” que desde las butacas esos espectadores habían operado accidentalmente.
El borramiento de las fronteras entre lo privado y lo público, la realidad y la ficción, la “autenticidad” y la teatralidad permite al ciudadano/consumidor actual, inmerso en nuestra cara sociedad mediática, irrumpir en cualquier instancia espectacular pública como si estuviera en el living de su casa. Porque la tele, no es un misterio, además de neutralizar las imágenes reales fusionándolas con las construidas (si permanecemos donde estamos, dice el filósofo Samuel Weber a propósito de la cajita feliz, las catástrofes van a estar siempre afuera, van a ser siempre objetos para un sujeto, nosotros: nuestra seguridad es la promesa implícita de los medios) adiestra a una reacción o verbalización constante enraizada en la naturaleza misma del entretenimiento ofrecido: la interrupción reiterada y gratuita del relato (con reclames atractivos), sea un noticiero, la telenovela, o la saga Tinelli. Yo espectador reproduzco la fragmentación, pues mientras me expando cómodo frente a la pantalla, diserto sin frenos -antes y después, pero sobre todo durante- a propósito del programa en cuestión: digo todo lo que pienso y, por supuesto, no dejo de responder ninguna llamada.
El aplauso a Jackman, estrepitoso en el clip, quizá no responda sólo a la satisfacción del justo castigo (de poner en evidencia) al culpable, sino también a la ruptura verbalizada de la ficción escénica en un espectáculo como A Steady Rain, sobre dos policías de Chicago, en el que la mimesis de lo real es una de las claves del éxito. Porque aunque diste de ser novedoso que el personaje se explicite actor -la ruptura de cualquier ilusión fue una de las consecuencias del vandalismo que las vanguardias históricas planearon para el espectador de principios del XX, retomado además en los 60-, el sistema teatral dominante, al menos en Broadway, sigue siendo aunque remasterizado, de tipo tradicional, en perpetua búsqueda de lo “creíble” (y comercial, una de las razones quizá por las que se evita la solución del phone jammer, adoptada en Rusia y Francia, dispositivo que bloquea la recepción de llamadas durante los espectáculos).
La cosa cambia para el último teatro, el postdramático, definido con una lista que podría englobar -excepto a la puesta de A Steady Rain- a casi todo: lo tecnológico, lo gestual, la ambigüedad, la discontinuidad/heterogeneidad, la falta de textualidad, el pluralismo, la multiplicidad de códigos, subversión y perversión, resistencia a la interpretación. Pero ante todo es un teatro consciente de producirse ante un espectador para el que hasta la situación más chocante o conflictiva no se le presenta como teatral, porque todo se ha vuelto teatral. El orden de lo real superó al teatro mismo, la teatralidad es omnipresente (en la política como en el fútbol), concuerdan el alemán Hans-Thies Lehmann, la italiana Valentina Valentini y el argentino Jorge Dubatti, herederos reverentes de Guy Debord. La redefinición de la especificidad teatral (preocupación del argentino) pasaría por una explicitación del encuentro (“reunión de los artistas, de los técnicos y del público” en el teatro en cuanto forma de “cultura viviente”, opuesta a la “intermediación técnica”) y por la desaparición (obsesión del alemán y la italiana) de la dualidad confortante del aquí y allá, adentro y afuera, para implicarse mutuamente, actores y espectadores, en la edificación de lo teatral.
Una mirada distraída a nuestra cartelera (o la concurrencia de 3 a 4 espectáculos semanales en el caso del crítico teatral promedio) denuncia la pobre oferta al público actual de instancias concretas para que trafique con significados o piense la teatralidad desde otro lado. Mientras se discute, amorosamente, en cada instancia académica o no sobre el nuevo espectador, el nuevo teatro o la nueva dramaturgia, las salas proponen ficciones convencionales con personajes estructurados de pe a pa (bien o mal, para el caso importa poco) que, en la mayoría de los casos, sugieren una restauración inédita de la cuarta pared (Molière en El impromptus de Versalles ya la menciona sugiriendo que aunque invisible, “seguramente disimula la multitud que nos observa”, y si se la mira fijo la pared es, ambiguamente, tan traslúcida como la pantalla televisiva). Los ejemplos son tantos que invito a la construcción personal y casera de la lista.
La irrupción violenta del ringtone funciona actualmente como demolición del “muro traslúcido”: el espectador grosero, anulado por un hecho teatral reiterativo y conservador, se desagravia, involuntariamente. De Perogrullo sería afirmar que el teatro uruguayo necesita un público que distinga los ámbitos, que sea consciente del ritual, revisitación del antiguo, y que se pliegue enteramente, aceptando y apropiándose, cada vez, del contrato correspondiente (y temerario, en tiempos de corrección política como los nuestros, suscribir a la pedagógica sentencia lorquiana: “hay que domar [al público] con altura y contradecirlo y atacarlo en muchas ocasiones. Para eso, autores y actores deben revestirse, a costa de sangre, de gran autoridad, porque el público de teatro es como los niños en las escuelas”).
Un poco menos obvio sería insistir en la urgencia de una reflexión profunda, de creadores que piensen la escena incorporando en ella a toda la sala -platea incluida, couch potato incluido-, que comiencen a dialogar lúcidamente con el (¿nuevo?) estado de cosas, que metabolicen de una vez por todas la suspensión de la “suspensión de incredulidad” y dejen de hacer espectáculos fosilizados donde el sonido díscolo de un móvil (y su respuesta ocasional) se vuelva el acontecimiento más destacado de la velada.