Pynchon pudo haber cambiado la historia de la ciencia-ficción. Tal vez no sólo lo crea su colega Jonathan Lethem, que en 1998 escribió un artículo en el que se imaginaba qué habría pasado si la novela El arcoiris de gravedad hubiera ganado el premio Nebula, para el que estaba nominada en 1973. La ciencia-ficción, dice Lethem, habría dejado de habitar un gueto para integrarse a la literatura a secas, porque ese libro de Pynchon -que ya había ganado el Premio Nacional en Estados Unidos- tenía la calidad necesaria para transformar el género en una corriente a tomar en serio.

El arcoiris de gravedad no se llevó el Nebula (lo hizo Encuentro con Rama, de Arthur C Clarke), pero toda esta especulación habla del peso que a partir de entonces cobró la novela. Voluminosa, cómica, hiperimaginativa, la historia estaba ambientada en la Segunda Guerra Mundial. Desplegando enciclopédicos conocimientos sobre estadística, cohetería (Pynchon se formó como ingeniero y llegó a trabajar para la Boeing), esoterismo y germanismo, se configuraba una crónica no oficial del conflicto bélico, en el que los verdaderos protagonistas resultaban no ser tanto los países como las empresas, movidas por nada patrióticos intereses comerciales. En el centro, como metáfora y como imagen estructuradora a modo de parábola, un hombre que descubre que ha sido programado desde niño para tripular una nave-bomba.

Por esa época, sin embargo, el autor de El arcoiris de gravedad comenzó a volverse un hombre misterioso. A la manera de Salinger, Pynchon dejó de conceder entrevistas y hasta hoy es imposible conseguir una foto suya actual (las que circulan son de su época de estudiante en Cornell, donde asistió a clases con Nabokov, y de su época como recluta naval en la Guerra de Corea). Para colmo, también se sumió en un profundo y prolongado silencio novelístico: tras publicar una colección de cuentos en 1984 (Lento aprendizaje), su siguiente opus, Vineland (1990), demoró casi dos décadas en aparecer. Pero para entonces, ya era claro que Pynchon -junto a autores como Jonn Barth y Donald Barthelme- se había transformado en la cabeza de lo que en Estados Unidos se llamó "literatura posmoderna". Para ellos, el término no era descriptivo (como sí lo es para la historia cultural o la sociología), sino programático: se trataba de mezclar alta cultura y guiñada pop de la manera más evidente y divertida posible. Por eso Pynchon en Vineland, por ejemplo, menciona un libro de recetas escritos por el dúo de chefs Deleuze y Guattari. Parte del truco se volvió estándar, y hace unos años el malogrado David Foster Wallace, hijo indirecto de aquella generación de los 60, llegó a decir que hoy día hacer referencias a la televisión en una novela era, más que un gesto vanguardista, un toque de realismo.

Yo soy un autárquico

A esta altura, se puede decir que Pynchon escribe dos clases de novelas. Una es histórica, extensa, derivativa. Así son V (1963), El arcoris de gravedad, Mason & Dixon (1997) y Contraluz (2006), ambientadas en un rango temporal que abarca desde finales del siglo XVIII hasta mediados del XX. Estas novelas están intercaladas con otras que no estaría mal bautizar como “californianas”: ágiles, musicales, son ajustes de cuentas de Pynchon con la historia reciente, o al menos, con la de su generación, a caballo entre la de los beats y los hippies. Por ahí van La subasta del lote 49 (1966), Vineland y la reciente Vicio propio (2009).

Se dice que en 1965 Pynchon alardeaba de haber descubierto, “en un rapto de locura”, la manera de escribir tres novelas a la vez. Qué tan bien funcionó el sistema lo sabrán sus herederos, pero algo de simultaneidad tuvo que ver en la producción de sus dos últimas obras que originalmente aparecieron con dos años de diferencia (y que, tras la demora en traducirse al español, llegaron a Montevideo más pegadas todavía: sobre fines del año pasado y por estos días).

Contraluz es, de alguna manera, una guiñada retrospectiva a la propia obra de Pynchon: no sólo aparecen algunos personajes secundarios recurrentes, sino que también está plagada de verdaderos arquetipos pynchonanos: el padre soltero que no sabe qué hacer con una niña (como en Vineland), los seres fantásticos (en El arcoriris de gravedad había una bombilla parlante, aquí es un perro que lee), el proyectil tripulado como imagen (en este caso, un torpedo), la paranoia como estímulo, la diplomacia como confusión, los números dispuestos como poesía, e, infaltables, hilarantes fragmentos de inverosímiles canciones.

Pero, además de un “qué hubiera pasado si” científico (ver reseña principal), Contraluz es una invitación a la especulación política. Situada en una época anterior a la revolución rusa (entre 1880 y 1915, aproximadamente), tiene como eje narrativo la larga venganza que organizan los hijos de un anarquista dinamitero asesinado por sus patrones. Los anarquistas proliferan en esta novela (que debe de tener unos 300 personajes), tanto en Europa como en México o Estados Unidos, y ello inevitablemente nos hace pensar en una época en la que el imaginario revolucionario no estaba alimentado por la URSS, sino por utopías más difusas. El socialismo, dice Pynchon, pintaba para otra cosa.

Se le ha criticado a Pynchon su simplificación de las cosas en buenos y malos. El tema es discutible, porque si los villanos de sus historias suelen tener pocos matices simpáticos, sus héroes sufren varias caídas en la torpeza, la miopía o la simple idiotez. No quedan dudas, sin embargo, de dónde está parado Pynchon, que como al pasar pone en boca de uno de sus personajes una de las más lindas descripciones del estado anarquista ideal: “Como si en una orquesta enorme cada instrumentista supiera en qué momento hacer su solo, sin seguir ninguna partitura, únicamente guiándose por la música en sí”.