El matemático irlandés William Rowan Hamilton estaba preocupado por un problema de álgebra que puede describirse como el número de dimensiones que tiene una cifra cualquiera. Por ejemplo: los números llamados reales (17, 0,5765, e, 5/8, √2 , p, etcétera) pueden ser representados como puntos en una recta, lo que equivale a decir que son unidimensionales; ahora bien, si pensamos esa recta como uno de los ejes de un sistema de coordenadas cartesianas y en los llamados números imaginarios (múltiplos de i, la raíz cuadrada de menos uno) como el otro, accedemos a los números complejos, que se escriben como un par ordenado de la forma (a; ib) -por lo que se dice que poseen una parte real y una parte imaginaria- y son representables como un punto en un plano. Es decir, los números reales tienen una dimensión y los complejos dos.
La obsesión de Hamilton era la posibilidad de concebir números tridimensionales, aquellos que deben representarse como puntos en el espacio. El éxito, sin embargo, lo eludía. Una noche de 1843, mientras paseaba por el Canal real de Dublín con su esposa, entendió que su álgebra tridimensional era imposible, aunque sí podía desarrollarse un equivalente tetradimensional. Esta epifanía se produjo bajo la forma de una ecuación, que Hamilton escribió en uno de los pilares del puente de Broom y que marcó el comienzo de la llamada álgebra de cuaterniones, según el nombre que dio el matemático a sus recién imaginados números de cuatro dimensiones.
Ahora bien, en el contexto físico-filosófico-matemático de la época, la “cuarta dimensión” era uno de los conceptos más populares y de vanguardia; años más tarde, por ejemplo, Albert Einstein crearía un sistema del mundo en el que el tiempo podía pensarse como una cuarta dimensión del espacio, noción que ya había sido manejada por varios pensadores sin el alcance y la elegancia de la visión de Einstein. Los cuaterniones, entonces, parecían la respuesta a la pregunta de cómo tratar matemáticamente esa manera de entender al tiempo, y por algunas décadas parecieron la piedra filosofal de la ciencia del futuro. Pero pronto fue evidente que el sistema de Hamilton no podía “traducirse” fácilmente a un álgebra n-dimensional, mientras que el cálculo vectorial, desarrollado por J. Willard Gibbs, Oliver Heaviside y Bidwell Wilson, sí lo hacía, y por esto se convirtió en el sistema preferido. A partir de ese momento los cuaterniones cayeron en desuso (hasta los últimos años del siglo XX, cuando fueron revisitados desde varias teorías de unificación de la mecánica cuántica y la relatividad general).
Otro concepto que supo ver mejores épocas es el llamado “éter luminífero”. Cuando Robert Hooke y Christiaan Huygens describieron la luz como un fenómeno ondulatorio (igual que el sonido o las olas del mar) señalaron que debía haber “algo” que vibraba, como en el caso del agua en las olas o el aire en el sonido. El éter fue el medio propuesto: debía llenar el universo, no ofrecer resistencia (de otro modo se produciría alguna forma de rozamiento por ejemplo con los planetas, que terminarían perdiendo energía de sus órbitas y cayendo hacia el sol) y ser sumamente rígido, dada la enorme velocidad de propagación de las ondas luminosas.
A la vez, dado que la Tierra se mueve a cierta velocidad en relación a este medio, podía pensarse en la existencia de un “viento del éter”; por lo tanto, un rayo de luz producido por una fuente ubicada sobre la superficie de la Tierra podrá moverse “a favor” de ese viento -si sigue la dirección del movimiento de la Tierra- y “en contra” si es proyectado, digamos, en una perpendicular o incluso en sentido contrario. En el caso del rayo “a favor” del viento del éter, la velocidad de propagación de sus ondas debería ser igual a la suma de la velocidad de la luz más la velocidad del viento del éter (es decir, la velocidad de la Tierra en relación al éter), mientras que un rayo perpendicular, un rayo “en contra” del movimiento de la Tierra o un rayo con cualquier otro ángulo en relación a ésta debería acusar otra velocidad.
En 1887 los físicos Albert Michelson y Edward Morley concibieron un experimento para determinar esos cambios de velocidad. Para ello inventaron un aparato llamado interferómetro, que producía patrones de interferencia de ondas de luz arrojadas sobre una pantalla mediante fuentes y espejos que generaban dos rayos perpendiculares. El aparato, a su vez, estaba construido sobre una rueda, de modo que era posible orientarlo en cualquier ángulo en relación al movimiento de la Tierra. Si los dos rayos (perpendiculares entre sí) generaban pautas de interferencia que variaban según la orientación de la rueda sobre la que estaba construido el aparato, entonces era posible inferir la velocidad del viento del éter, dada la prevista variación de velocidades. Ahora bien, después de varios intentos quedó claro que la pauta de interferencia no variaba, de modo que daba lo mismo que un rayo de luz se moviera a favor o en contra del presunto viento del éter, generado por el movimiento de la Tierra. Esto quería decir que o bien el éter no existía o bien la Tierra estaba inmóvil.
Pero nadie estaba dispuesto a admitir ninguna de las dos conclusiones. A partir del experimento de Michelson y Morley, entonces, fueron descritos muchísimos modelos que “salvaban” al éter de la inexistencia, en una suerte de “boom” de teorías eteríferas o eteríficas. Este fervor etérico terminó hacia 1915, cuando las dos teorías de la relatividad de Einstein (la especial y la general) armaron un modelo de la naturaleza de la luz y el espacio-tiempo que no necesitaba al éter. El concepto cayó en desuso.
Divergencias
Detengámonos por un momento en ese fin de siglo XIX y principios de siglo XX en que los cuaterniones parecían tener la clave de casi todo y en el que el éter luminífero era una realidad incuestionable o al menos sagrada, que había que defender a toda costa: un tiempo en el que existían eterólogos y cuaternionistas, en el que parecía posible construir máquinas capaces de interactuar con el éter de una manera diferente a la dominada por la radiación electromagnética y la materia en los estados que se nos presentan cotidianamente, permitiéndonos “vibrar de otra manera” y atravesar cuerpos sólidos como la arena y así navegar por el desierto y entrever su fondo de roca, habitado por nuevas Atlántidas rebosantes de maravillas.
Ése es el mundo de Contraluz, la penúltima novela de Thomas Pynchon, o, en todo caso, es uno de los múltiples mundos que sugiere el libro, que plantea -entre otras cosas- uno de los recursos más innovadores en la narrativa de los últimos años, concebible como una reescritura del género de la ucronía.
En su vertiente clásica, una ucronía es una novela ambientada en una línea histórica diferente a la nuestra. El ejemplo más común es El hombre en el castillo, de Philip Dick, que narra las aventuras y desventuras de un grupo de artesanos, anticuarios y empresarios en un 1962 alternativo, en el que las fuerzas del Eje salieron victoriosas en la Segunda Guerra Mundial. Dick no explica los hechos divergentes, ni los narra construyendo el equivalente de un manual de historia: la novela, en cambio, “asume” el cambio en el desenlace de la guerra pero no nos explicita el punto exacto en que la historia de su ficción difiere de la de nuestro mundo (una batalla, una muerte, un bombardeo, etcétera). El género, después del éxito de la novela de Dick, fue asimilado a la ciencia ficción y, en el mundo anglosajón, pasó a ser llamado “historia alternativa”.
Desde entonces pocos han sido los desarrollos del molde clásico. Norman Spinrad, por ejemplo, le dio una vuelta de tuerca interesante en su novela El sueño de hierro, que presenta un libro escrito por el Adolf Hitler de un mundo alternativo, en el que la República de Weimar tuvo distinta suerte. Sobre esa historia alternativa no se nos dice gran cosa: sólo que en ella vivió un tal Adolf Hitler, escritor de novelas pulp. Otra derivación del concepto de ucronía es la corriente de ciencia ficción llamada steampunk, que consiste en relatos -generalmente de aventuras- ambientados en un mundo en el que la tecnología retiene procedimientos y estéticas victorianas (por ejemplo el uso de autómatas de relojería y máquinas de vapor) pero a la vez sin hacer énfasis en las derivas históricas, sino más bien en un estilo digamos decorativo, que se nutre de las ficciones de H.G.Wells, Julio Verne y otros escritores de la época.
Contraluz hace un uso notorio de la estética steampunk y de la ficción de aventuras de fines del siglo XIX. Por ejemplo, un grupo de personajes recurrentes, los “Chicos del azar” (que sirven en cierto modo de eje de la novela) recorren el mundo en una máquina voladora guiados por artefactos construidos por Nikola Tesla que, hacia la mitad de la novela, les permiten sumergirse en las arenas del desierto de Gobi, en busca del secreto de la bilocación y de la ciudad secreta de Shambhala. Pero no sólo las situaciones y los personajes derivan de la protocienciaficción victoriana y de las aventuras juveniles en plan Enid Blyton; también lo hacen (aunque nunca de un modo uniforme sino configurando áreas y tensiones asimilables a narradores en mutación) el modo de narrar, la construcción de los capítulos y las situaciones y el estilo.
En cierto modo, el steampunk es el nexo más visible de Contraluz hacia las ucronías, pero hay algo más, que convierte a esta novela de Pynchon (su obra más larga hasta la fecha, quizá la mejor) en la derivación última del concepto de ucronía: si bien la novela no explicita una historia diferente (como las ucronías clásicas), el efecto de extrañamiento ante la época construida logra que el lector se sienta ante el lado oscuro de la luna: el fin de siglo XIX de Pynchon es otro y es el mismo. Es el mismo porque sus acontecimientos de fondo y sus personajes reconocibles (los matemáticos cuaternionistas, Tesla, Édison y otras figuras históricas mencionadas) no divergen de la historia “real”, pero es también otro porque se activa una suerte de matriz de posibilidades que conduciría a otra historia o que nos muestran la (s) otra(s) cara(s) de ese momento -a diferencia de encares de novela histórica más ortodoxos, como la reciente El cementerio de Praga, de Umberto Eco. Es decir, cada época permitiría un enorme número de derivaciones posibles; desde nuestro presente, mirando hacia atrás, hilvanamos los hechos en una sola línea, con la que construimos nuestra llamada historia, pero es posible pensar en las alternativas no tomadas, como en la llamada “suma de historias” que propuso Richard Feynmann en su interpretación de la mecánica cuántica.
El gran acierto de Contraluz (y su gran desafío en cuanto modo de conocimiento) es hacernos realmente sentir esas posibilidades latentes, esas historias-a-punto-de-emerger. En lugar de representarlas, como en las ucronías canónicas (que, en última instancia, ofrecen una visión ortodoxa o clásica de la historia y su presunta causalidad), Pynchon las sugiere, las instala en el presente de la narrativa casi como una apuesta segura de los personajes y, además, como un elemento fundamental para comprenderlos o al menos intentarlo. De ahí que abunden los cuaternionistas y los eterólogos entre el enorme reparto de “científicos locos” que puebla esta novela: ambas líneas de pensamiento habrían generado otra historia de la física si su historia (su suerte, iba a escribir) hubiese sido distinta.
Pasen y vean
Por supuesto que ésta es sólo una manera de entrar al mundo (o los mundos) de Contraluz. Los segmentos fantásticos, vinculados al grupo de chicos exploradores a la steampunk que ya mencioné, se funden -a través de personajes en común- con las áreas más “realistas” de la novela, entre ellos una enorme sección dedicada a la ficción del Lejano Oeste, con un relato de venganza a cargo de tres hijos y una hija a los que les han matado al padre.
Sería quizá posible mapear la novela en cuanto a tres o cuatro grandes continentes estilístico-temáticos, pero lo cierto es que todas esas tierras están en movimiento y en fusión, incluso a través de procedimientos metanarrativos. Por ejemplo, en uno de los capítulos de la primera parte, los Chicos del Azar llegan a un pueblo en el Oeste de Estados Unidos. Los saluda un aprendiz de fotógrafo, que los reconoce de los libros de aventuras que había leído en su juventud. ¿Pero no deberían haber envejecido?, les pregunta, y no hay una respuesta “real” (aunque está claro que eso de “real” no funciona en Contraluz); en lugar de ella, doscientas páginas más adelante, se nos ofrece un vasto qué-habrá-sido-de los Chicos del Azar, que incluye viajes en el tiempo y conspiraciones mundiales.
¿Se puede pedir algo más? Bueno, también hay por ahí anarcosindicalistas y dinamiteros, una esfinge alienígena transportada por un barco -al mejor estilo “La llamada de Cthulhu”, de H.P.Lovecraft- y, si esto no es suficiente, un viaje a través de la Tierra Hueca en el que una princesa es rescatada. Conclusión: Pynchon es lo-más-grande-que-hay, y esta novela es su mothership, su nave-madre, su Titanic que sí completó el viaje.