-Estudiaste para economista, ¿cómo fue tu ingreso en el teatro?

-Yo nací en Carúpano, -un pueblo al oriente muy lejano de Caracas- en la época en que las compañías teatrales extranjeras, en general, venían por Brasil o por el sur y luego salían por el norte hacia Méjico y muchas pasaban por allí. Entonces ese pueblo siempre tuvo mucha actividad cultural, y quedó la tradición del teatro allá. Mi madre enviudó cuando yo tenía 8 años y ella tenía mucho contacto con esta actividad y participó en estas actividades y yo también participé de esas cosas en las que se declama y se hacen cosas espantosas. Lo cierto es que cuando nos mudamos a Caracas, quien acompañaba a mi madre al teatro era yo. Y no sé por qué causa mi mamá conoció mucha gente de teatro, actrices sobre todo. Yo tengo anécdotas en mi casa donde iban las mejores actrices venezolanas del momento. Entonces yo estudié en la universidad y cuando terminé (me sobraba mucho tiempo) me puse a estudiar italiano y en este centro había un grupo de teatro, y al terminar una clase, una vez, que estaban ensayando, me quedé y aunque yo ya tenía un contacto con muchos grupos ya entré a este grupo. Me quedé; no como actor, sino viendo, escuchando, aprendiendo. Yo había leído mucho teatro, tengo un gran background del teatro venezolano porque desde niño venía viéndolo, y también desde niño lo que leía era teatro. A mí me daban el dinero para el fin de semana y lo que yo hacía era comprar libros de teatro, y era difícil conseguir libros de teatro en ese momento.

-¿Entraste a ese grupo como actor?

-Afortunadamente el sentido del ridículo lo tengo bastante desarrollado y yo mismo le dije al director que no iba aprender nunca. Por mi formación universitaria y porque escribía bien me encargaron que redactara toda la información de prensa del grupo, hasta que el director me dijo: “tú no estás haciendo gacetillas normales, estás haciendo análisis de las obras” y era que yo leía las críticas que se hacían de las obras y bueno, eso era mi mundo. Siempre estuve ligado al cine y al teatro. Viví durante un momento de gran éxito del cine mexicano y del cine argentino entonces todas esas estrellas me fascinaban. Me gustaban más el cine mexicano porque me encantaban las rumberas y los prostíbulos.

-¿Qué lugar ocupa el humor en tus obras?

-He trabajado siempre con el humor y es involuntario, me gusta mucho utilizar el sarcasmo y la ironía. Eso le da el toque particular que tiene mi teatro. Es involuntario: yo a veces quiero escribir en serio pero no puedo. El trasfondo es serio, pero las palabras con que lo digo son diferentes. No me voy por ese lado dramático, académico, y a veces me lo han criticado. Al principio decían que yo no dominaba la riqueza del idioma. En una entrevista en televisión lo agradecí, porque me lo dijeron de frente. Y les respondí: “Pero es que no puedo, porque mis personajes son marginados, marginales, gente de pueblo en su mayoría y no pueden hablar de una manera culta”. Yo utilizo otro mundo, y me desenvuelvo en otro mundo. Sucede lo mismo con [el director y dramaturgo venezolano] Román Chalbaud -que en este momento tiene 80 años-, ¿por qué no le dicen eso a Román cuando todas sus obras se desarrollan en prostíbulos, pensiones? El humor es un arma muy poderosa, yo creo que con él a veces se llega más al espectador y por eso creo que se ha tergiversado tanto la comedia. La comedia nace crítica con Aristófanes. Él ridiculizó y expuso los grandes problemas de su momento y se burló de sus compañeros trágicos, de los filósofos, de todos, e hizo aquellas comedias que eran cáusticas, realmente, y muchas veces esto tiene más efecto que el drama, porque hay temas que si los tratas de manera dramática puedes llegar a muchos espectadores, pero no de forma tan contundente como cuando tú te estás riendo y de repente te afecta sin que te des cuenta.

-Tu primera obra, Los peces del acuario [1966] fue muy exitosa desde sus primeras presentaciones.

-Fue el producto de esa intoxicación de los años 60 de la soledad, la incomunicación. Hablaba de eso. La hice con una serie de sketches y la gente salía que casi lloraba porque no traté el tema (salvando las distancias) como Camus o Sartre, con ese peso filosófico, sino que lo hice de una manera ligera, exponiendo la alienación que había y que estábamos padeciendo todos. Y al final la gente se reía a carcajadas porque era una caricatura de nuestra vida cotidiana: los concursos de belleza, las radionovelas, todo aparecía allí, ridiculizado, hasta que arribaban dos personajes en paralelo, dando vueltas por ese mundo alienado y al final ellos rompían la pecera y morían. Cuando el público veía el final se daba cuenta de que todo eso formaba parte de una tragedia de corte contemporáneo, porque todavía estamos luchando por la soledad.

-Esa obra fue muy importante para el teatro venezolano.

-Hace poco se me hizo un homenaje al cumplirse 40 años de su estreno porque se considera que significó una gran ruptura en el teatro venezolano contemporáneo, por la estructura, por el manejo del espacio y del tiempo, por lo que marcó el tratamiento de una situación dramática con un lenguaje cotidiano, humorístico, y porque tuvo un éxito tremendo. Un gran actor, Rafael Briceño, uno de los grandes nombres del teatro venezolano, dijo cuando la vio: “Le salió el Coco a la Santísima Trinidad”. La Santísima Trinidad en el teatro venezolano era la formada por los dramaturgos Chalbaud, Chocrón y Cabrujas, y "el Coco" para nosotros es el Diablo. Creo que me ocurrió algo similar a lo que sucedió con Fango negro y con otras piezas mías: no me di cuenta del éxito. Lo disfruté porque me divertía muchísimo ver que la gente salía emocionada. Pero nunca utilicé el éxito como arma para llegar al poder, como hicieron casi todos los de mi generación, que siempre procuraron el cargo público. Yo seguí escribiendo teatro.

-Trabajas mucho con personajes femeninos. ¿Por qué?

-Siempre me han fascinado porque la mujer es la que presenta mayor conflicto dramático. Los grandes héroes del teatro griego masculino dependen de la mujer: Medea, Electra, Clitemnestra. Creo que la mujer desde el punto de vista social es la madre de todos los conflictos. Ante la sociedad, ante el hogar, es la que sufre más a la hora de las relaciones, el matrimonio, el abandono, el engaño. La actitud es otra ante la infidelidad y cuando es infiel es infeliz, si se quiere. El hombre no tiene la cantidad de conflictos que tiene la mujer. El machismo sigue, aunque parecería que Ibsen destruyó toda esa clase de valores, y nosotros somos todavía una sociedad machista y la víctima es la mujer, no el hombre. Pero después no quise trabajar más con la cuestión dramática y empecé a hablar y a tratar a la mujer desde el punto de vista de su erotismo, de su perversión. Porque es así, son víctimas pero son perversas. Incluso se montó un espectáculo con un collage de monólogos que se llamó Bichas, diabólicas y perversas, resaltando los tres elementos transgresores que utilizo en la mujer, aunque yo las defiendo, no es un tono acusatorio. Las mujeres se me acercan al final de esos monólogos y me dicen que se divierten y preguntan que cómo sé yo tanto. Es que en mi hogar casi todas eran mujeres y todas las amistades de mi madre eran mujeres, y creo conocer bastante bien este mundo.

-Barro negro es parte de la cultura montevideana. ¿Cuál es la historia de su creación?

-Bueno, Fango negro es una obra que escribí casi por encargo, empezó como una versión de Woyzeck, de Georg Büchner. Fue una idea que me dio el dramaturgo Carlos Giménez, hacer una versión de Woyzeck para representar en espacios no convencionales. Un día me subí a un transporte público y sucedió que entraron unos ladrones y atracaron a los pasajeros. Antes del atraco escuché a dos soldados rasos que estaban hablando entre ellos y era la misma historia de Woyzeck. Uno le decía al otro: “Mira, yo te tengo que decir una cosa pesada: yo sé que tu mujer está trabajando en un prostíbulo” y el otro montó en cólera y no lo podía creer. Hablaban en voz alta, el ómnibus los escuchaba, después vino el atraco y luego vino la situación de la viejita que decía que el ómnibus la tenía que llevar a su casa porque le habían quitado el dinero y ella con la cartera le pegaba al chofer para que la llevara a su casa. Empecé a escribir la pieza y cuando se la entregué a Giménez le dije: "Es un crimen pasional". De Woyzeck tomé tres elementos: el profesor que habla de lo que es el mundo, la señora que hace el cuento al niño, y el final cuando él habla de los zarcillos rojos como la sangre y la locura que le da. Me quedaron esos tres fragmentos y los introduje en una historia que yo escribí. La historia tomó autonomía y Woyzeck se fue y quedaron nada más que tres parlamentos, pero lo más increíble es que fue un texto que desapareció, se perdió.

-¿Sabés cómo llegó a Uruguay?

-Sí, alguien del elenco se robó el libreto, porque a mí no me lo pidieron. Luego lo consigue Gloria Levy y ése es otro chiste de esta obra: yo no puedo creer lo que ha pasado con Barro negro porque no voy a vivir años con Fango negro encima, pero de repente aterrizo y digo “¡pero sigue!”. ¿Y por qué sigue? Bueno, ella trae el libreto pero le falta la primera página y Marcelino Duffau la monta. Y después, lo insólito del éxito; todavía no lo entiendo. La única explicación que le encuentro es el autobús, que para mí es el gran protagonista, sin quitarle méritos a los actores ni al director.

-¿Cuándo te enteraste de que se estaba haciendo tu obra en Montevideo?

-Es una combinación de azar con disparate. Marcelino me pidió la autorización y se la di, pero nunca tuve los datos de él ni el teléfono ni nada. La única noticia fue cuando la Sociedad de Autores y Compositores de Venezuela me hizo la liquidación, al año, pero me pagaban y no discriminaban por qué obra, entonces yo no sabía. Me enteraba por venezolanos que venían acá y me decían que estaban montando una obra mía. Un director uruguayo que se radicó allá durante la dictadura, Ugo Ulivi, me decía muy sarcásticamente: "Tú eres un degenerado, porque cómo puede ser que allá se esté dando una obra que ya va por el cuarto año". Y yo le decía: "No puede ser". Entonces le pedí el teléfono de Marcelino y estuvimos como una hora hablando. Finalmente yo le dije: "Si la obra sigue yo te prometo que voy a hacer un paréntesis en mi trabajo y cuando pueda voy a Montevideo", y la obra ya tenía nueve años, imagina todo el tiempo que pasó.

-Cuándo la viste por primera vez, ¿cuál fue la impresión?

-Bueno, estaba nerviosísimo, todos estábamos nerviosos porque el elenco después me confesó que estaban aterrados por mi presencia y se hablaban al oído, y como yo estaba en el ómnibus pero no me conocían se preguntaban: “¿Quién será?” Yo estaba cansado porque fui la misma noche que llegué y pasó algo sumamente chistoso porque no entendía nada de lo que decían. Cuando sube el soldado al ómnibus fue que me ubiqué y dije: "Ya van por aquí”, porque yo sentía que estaban hablando en chino, por el lunfardo que se habla en la obra. Es una de las pocas veces que he sentido miedo en el teatro, porque sentía que con ese éxito tenía una responsabilidad terrible.

-¿Cómo es la puesta en Caracas?

-Allá se marca más la realidad y la ficción porque en las primeras temporadas se buscaron prostíbulos verdaderos, y la primera etapa fue una cosa espantosa. Hay un prostíbulo en el centro de Caracas con delincuentes y donde ha habido muertes y todo, y lo hicimos allí (mucha gente decía que el éxito se debía a que el público iba a ver la obra para meterse en el prostíbulo, porque no se había atrevido a ir nunca). Entonces el prostíbulo se llamaba La Guajirita y yo creo que ya lo cerraron porque era un antro de verdad. Había una prostituta enana que tenía mucha demanda, pero siempre se procuró hacerlo en un prostíbulo verdadero. Es increíble cómo se dio todo. Nadie buscó nada, nadie buscó el éxito, la obra se había perdido. Es una locura, digo yo que no lo para nadie. Por supuesto, pienso que en algún momento va a tener un fin, pero lo que pasó es inédito, inaudito, un milagro o algo sobrenatural, no tiene explicación. Porque no es sólo aquí, es que pasa lo mismo donde la monten: todos los años se monta en Venezuela, en diferentes ciudades y con diferentes elencos, y cada vez que se repone es el mismo éxito. El teatro es un riesgo. Aunque sea la obra más convencional del mundo, estás corriendo un riesgo porque el éxito y el fracaso están juntos; afortunadamente esta vez nos favoreció la suerte. Yo siempre me quedo con los puntos suspensivos porque todavía no sé ni qué pasó, ni por qué pasó, ni por qué está pasando. Yo no sé, ya no me lo pregunto más porque no encuentro nunca la respuesta. Es inútil.