El fallecimiento de Lucian Freud, a los 88 años de edad, significa para muchos la desaparición del máximo exponente de un género y de una postura “puristas”, según cierta narrativa clásica (incluso del artista genial e irregular, de carácter imposible, mujeriego, etcetera), de lo que tiene que ser y hacer un pintor. A grandes rasgos, su producción era parte de lo que Arthur Danto en su Fin del arte cataloga como “arte de imitación”, logrado a través de una técnica precisa, con industria y estro, tratando de restituir “algo” de lo que ven los ojos y que “resistió” milenios (hasta la llegada de las vanguardias novecentescas, que luego -circa 1980- dejarán lugar al "todo vale" posmoderno).

Naturalmente, el arte de Freud no es pura imitatio, en el pleno sentido dantiano apenas citado, y abunda en elementos psicologizantes y brutalmente antiacademicistas; sin embargo, pese a las patentes vetas expresionistas, secesionistas vienesas y baconianas, sus cuadros resultan más cercanos, en lo “técnico”, a los desnudos un poco angustiantes de Walter Sickert que a la escandalosa Myra Hindley de Marcus Harvey, para no salir del Reino Unido. Freud, además, no conoció nada más que los pinceles y el lápiz: salvo por una única escultura, Caballo de tres patas, que le permitió el acceso a la Central School of Arts and Crafts de Londres en 1937, se dedicó solamente al dibujo y al óleo con un tema constante, retratos de modelos y autorretratos, todo rigurosamente en el estudio: caso raro, orgullosamente anacrónico, también entre los figurativos más impenitentes de la segunda mitad del siglo XX.

Desnudos y perros

Nieto del padre del psicoanálisis, Sigmund, e hijo de un nieto del estilo modernista, el arquitecto Ernst Ludwig, había nacido en Berlín, pero se formó y vivió toda su vida en la capital inglesa, desde que su familia en 1933 se había mudado allí, escapando del naciente régimen nazi. Ahí Freud, saludado como un prodigio ya a los 16 años, se hizo conocer a través de piezas con componentes animalescos surrealistas bastante inquietantes -por ejemplo con los dibujos para el libro de poemas de La torre de vidrio del “nuevo apocalíptico” Nicholas Moore -los que, quizá a raíz del encuentro con el pintor irlandés Patrick Swift y su emotivismo (ver cualquiera de sus árboles), dejó para dedicarse a retratos cada vez más introspectivos y sombríos.

Su amistad con Francis Bacon, cuyos reverberos formales e ideológicos salen nítidos de las mejores telas de Freud, lo llevó a asociarse con el grupo de los “artistas británicos”, en el que se destacaban figuras que compartían con él cierto monotematismo, como el retratista de “amigos” Reginald Grey y, aun más, otro expatriado alemán Frank Auerbach, cuya técnica de empasto, pinceladas graves y poderosas Freud adoptará en su madurez.

Luego de fugaces estadías en Francia y en Grecia con frecuentaciones de Giacometti y de Picasso, a partir de 1948 y luego de su primer casamiento (tres más, y 14 hijos, seguirán en las décadas sucesivas), con Kitty Garman, hija del escultor Jacob Epstein y de Kathleen -la mediana de las picarísimas Garman Sisters, del “circuito” Bloosmbury-, Freud transformó en dirección expresionista su técnica y empezó a pintar principalmente a gente semidesnuda o desnuda, sobre todo entre amigos y parientes y a veces acompañados por perros. Es el caso de una de sus obras más célebres, que sintetiza su primera fase de retratista, Muchacha con un perro blanco (1951-52), lejos de la brutalidad de su más tardío realismo crudo que lo vuelve tan reconocible y más bien dotado de ecos renacentistas adulterados por una postura casi Nueva Objetividad.

Después de representar a Inglaterra, junto con Bacon y con Ben Nicholson, en la Bienal de Venecia de 1954, la crudeza de los cuerpos dibujados se fue intensificando: los escorzos se hacían extremos, las poses, a veces, al límite de la desarticulación, con una preferencia por las piernas abiertas y las muecas grotescas de los durmientes. Cierta distorsiones de Egon Schiele y Chaim Soutine parecen allí recobrar vida. En 1974 una importante exhibición en la prestigiosa Hayward Gallery proyectó la fama de Freud fuera del Reino Unido y todo el mundo aprendió a conocer sus tétricas, alucinantes, pero a la vez antiidealistas imágenes de sus seres queridos.

Censura inimaginable

Su abuelo Sigmund quizá habría podido teorizar airosamente sobre los muchos retratos de la madre a lo largo de años -en una especie de registro de su decadencia física- o de la hija Bella (exitosa modista), rígidamente apoyada sobre la cama en un inclemente déshabillé, o del ícono gay Leigh Bowery, quizá su modelo masculino más apreciado, quien le inspiró algunas de sus piezas más felices. Y más todavía sobre los numerosos autorretratos, con los músculos flojos por la vejez o con un ojo tumefacto.

La idea era que el retratado fuese alguien que Freud frecuentaba: en cierta manera, la mixtura de rosado, amarillo y azules, las arrugas, la venas, las manchas de la piel, los sexos deserotizados de sus modelos tenían que ser el envoltorio de algo familiar, para ser reproducidos sin ninguna censura visual. En el mejor Freud, de hecho, la censura no es ni siquiera imaginable: Danto, otra vez él, dedica media página de su La Madonna del futuro describiendo la coloración de los escrotos en sus cuadros. Nunca se habían visto violáceos, como son, en la historia del arte antes de que el anglo-alemán los pintaras así.

Indudablemente, en su obra circula subrepticiamente una idea de cuerpos vivos ya en descomposición, algo tal vez británico (además de Bacon, piénsese en Peter Greenaway), pero indudablemente siniestro y atrayente a la vez. La instancia clásica de idealización de la desnudez pero también su actual -a través de cirugía y photoshop- plastificación encuentran en Freud el rechazo y la derrota: quizá esa actitud, todavía modernista, de revelación de una “verdad del cuerpo” es la que atrae también a los compradores. Su Supervisora de beneficios mientras duerme, de 1995, fue vendida hace cuatro años por 33,6 millones de dólares, cifra récord para un artista viviente. Esa actitud en el fondo “humanista” (no obstante, acusaciones de misoginia y despotismo fueron levantadas en su contra en diferentes oportunidades) y la pericia maniática de sus trabajos -cientos o miles de horas por cada cuadro- lo insertan, como subrayé al principio, en una especie de panteón pictórico próximo a la completa erosión.

Su famosa frase “quiero que mi pintura funcione como carne” es el perfecto eslogan para explicar su larga carrera, en la que representó, hasta los últimos días, cuerpos exagerados, por flacos o gordos, figuras ambiguas y a celebrities. Más allá de inmortalizar a sus amigos artistas, a los ya citados Bacon y Auerbach, pero también a David Hockney y Celia Paul, entre otros, Freud, como su “maestro” Bacon, siempre se dividió entre el jet set y los ambientes decadentes y “sórdidos” (si los dos todavía existen en términos absolutos), y, mejor aun, gozó de su mezcla. En 2002 terminó un retrato de la supermodel “mala” Kate Moss, como plus, embarazada -rematado por 7,3 millones de dólares, aunque nunca satisfizo a su autor- y llegó en 2001, luego de atormentadas negociaciones, a pintar a la reina Elizabeth II: obviamente, vestida. Dada esta limitación Freud optó por retraer sólo su rostro, con corona, en una pieza decididamente débil (dentro de su producción), pero con un detalle extraordinario: acostumbrado a dimensiones notables, redujo el tamaño del cuadro a unos meros 15x22 cm., probablemente el cuadro “oficial” de un monarca más chico del mundo.

Saludado por el superinfluyente crítico Robert Hughes como el más grande artista inglés, tal vez, finalmente, no represente la “pintura”, pero sí a la figura del pintor-pintor: heroico, dotadísimo, impertinente, obsesivo y tierno. Desapareció, junto con su romanticismo, pero queda un legado sorprendente: la invención de una suerte de “desnudamiento de la desnudez”.