El MoMA, naturalmente. Pero también el MoCA (tan cafeínico) y el Met, el MAC de San Pablo y el PAC de Milán, el MUAC de Ciudad de México y el MOMAT de Tokio, el MARTE de El Salvador y el MACBA de Barcelona, los impronunciables MAMCS de Estrasburgo y NGMA de Mumbai, el MACCSI de Caracas y el MAXXI de Roma: la fiebre sintetizadora a la hora de bautizar instituciones dedicadas al arte y a museos parece imparable e inagotable. Detrás, se hace evidente la idea de que el nombre, así condensado -como si fuese un detergente-, llame más la atención o se recuerde con extrema facilidad (empero, tanta es la insistencia, que parecería ocultar algo más: todo un campo abierto de investigación).

Nuestra región no está exenta: en Uruguay contamos, por lo menos, con el MNAV y el MAC, el EAC y la FAC (tan pícaro para los anglófonos). Y acá la noticia: el mundo del arte argentino recuperó hace poquito un acrónimo más: al MNBA, al MALBA y al MACBA (“cosa” virtual, que no tiene una sede fija) se les suma el MAMBA.

La gloriosa institución pública volvió, luego de haber desaparecido hace seis años -en una década en la que despegaron dos realidades museísticas privadas fuertes como el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires de Eduardo Costantini y la Colección Fortabat de Amalia Lacroze-, y es, de hecho, la única presencia pública dedicada a las artes visuales contemporáneas en la capital, lo cual naturalmente la carga de honores y dolores. En este panorama, el renovado Museo de Arte Moderno de Buenos Aires debería, igualitariamente, por un lado, conservar y divulgar el pasado próximo y, por el otro, fomentar y alimentar el presente más proyectado hacia el futuro, pero desde una perspectiva “diferente”. O sea, que no repitan el ya citado Constantini ni la activísima Fundación Proa.

Un espectro, sobre todo, se cierne sobre el “resucitado” MAMBA, el espectro del Di Tella: dirigido en los 60 por Jorge Romero Brest, fue una de las experiencias vanguardistas más significativas de América Latina (y del mundo) y cuna de lo nuevo más nuevo, con anexo ambiente radical-chic ya mítico. Recrear un polo cultural tan ardiente no es tarea fácil, y quizá la época demande otras cosas, pero aquel “ejemplo” fue citado por muchos de los invitados a la inauguración, en diciembre, como atestigua un video que se encuentra en el pobrísimo sitio web del museo.

De todas maneras, durante sus primeros seis meses de vida el MAMBA no se portó nada mal, y trató de retomar el espíritu de sus comienzos. De hecho, su larga historia es inquietísima y llena de buenos propósitos (a menudo cumplidos): criatura del crítico y poeta Rafael Squirru, quien lo abrió en 1956 empujando el arte local (memorable es la muestra de Arte Rioplatense de 1959, en la que figuraba nuestro Grupo 8), pero también dando a conocer a figuras de primer plano de los países hegemónicos (De Kooning, Pollock, Tapies, Fautrier, entre otros), no tuvo una sede hasta 1960, por lo que fue alojándose en lugares distintos, a menudo en galerías, y ganándose el apodo de Museo Fantasma. Posteriormente -y con dictadura en el medio- el MAMBA pasó por cuatro gestiones que nunca disminuyeron el furor experimental de su fundador: actualmente es Laura Buccellato quien conduce la institución.

La última sede, activa desde 1986, es la enorme ex fábrica de cigarrillos Nobleza Piccardo, en la San Telmo menos hot: fue ampliamente renovada para esa reapertura, y, al parecer, concentró los esfuerzos sobre todo en la entrada, una especie de lengua sin escalones que “traga” a los visitantes -después de haber pagado una especie de precio simbólico de un peso argentino -y los proyecta entre espacios minimalistas. Su interior, por momentos, parece el reflejo de parte de su gran colección “geométrica”, si no fuera por una escalera idéntica a la columna vertebral del Alien de HR Giger.

Por ahora el MAMBA del siglo XXI tiene dos pisos abiertos: la planta baja, dedicada a muestras temporales, sabiamente balanceadas entre lo local y lo foráneo, que abrió con Narrativas inciertas, recorrido de las últimas dos décadas de arte argentino, con curaduría de Valeria González, y que sigue con una suculenta retrospectiva del francés Pierrick Sorin (ver nota "En nombre de la autoafirmación") y el primer piso, que hospedará, rotativamente y con pocas piezas a la vez, el exorbitante acervo del museo, que consta de 7.000 obras y 187.000 documentos (la empresa titánica sin dudas será más simple cuando, a mediados de 2012, se abra otra ala del edificio, añadiendo 9.000 metros cuadrados a los 3.000 actuales).

Abstractos para empezar

Como primera exposición, Buccellato y Cecilia Rabossi crearon un diálogo entre algunas piezas adquiridas por la institución y una parte consistente de la colección de Ignacio Pirovano (donada al museo por su familia en 1980), gran figura de mecenas y organizador cultural del arte porteño de los 50 y 60 que dejó de pintar para impulsar con dinero y consejos a varias generaciones de artistas.

El conjunto Pirovano se centra en el arte abstracto argentino de los años 30 en adelante: enamorado de las teorías y obras del belga De Stijl Georges Vantongerloo (su minimesa de 1919 es una joya) y en estrecho contacto con Tomás Maldonado, compró piezas magnificas de los MADI (Arden Quinn se destaca, como siempre), del grupo Arte Concreto Invención (hijo del mismo Maldonado, aunque es la obra de Alfredo Hilto la que sobresale aquí) y del “perceptismo”, un fino minimalismo infantil, de Raúl Lozzi. No falta la reconstrucción del abstractismo “primitivo” argentino: olvidable quizá el Juan del Prete más collagista, pero eficaces los planos de Eugenia Crenovich, ambos todavía empapados de cubismo.

Innecesaria, causa redundancia (aunque es siempre un placer admirar de cerca una témpera de Sonia Delauney), es la presencia de los gigantes -casi todas serigrafías y litografías- Matisse, Mondrian, Miró, Klee, que están en la base de la “pérdida” de la figuración: gesto demasiado didáctico.

Pese a la presencia robusta de un ala informal (sorprende la violencia de una gran tela de Manolo Millares y de otra del Alberto Greco preperformático), es evidente que la pasión de Pirovano se vertía en las formas regulares: la parte conclusiva, dedicada al arte óptico y cinético, es de sueño para los amantes del género, a cualquier nivel, no sólo al argentino. Todo excelso con, por lo menos, tres obras maestras: las piezas de Martha Boto, Gregorio Vardánega y Julio Le Parc encarnan magistralmente la voluntad de involucrar directamente al público en el funcionamiento de la obra y la “matematización” del asombro perceptivo que fueron el corazón del mejor op art.

Cabe destacar la división “territorial” de los varios estilos de abstracción, marcados claramente por paredes que al mismo tiempo son dejadas “abiertas”, de manera tal que haya una ósmosis espacial entre las diferentes corrientes (como la hubo históricamente) y que permitan al espectador recorrer caprichosamente, si quiere, una muestra a la vez esencial y completísima, en un museo reloaded muy prometedor.

*“El imaginario de Ignacio Pirovano”. Curadoras Laura Buccellato y Cecilia Rabossi. Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (Avenida San Juan 350).