A propósito de El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez, Diego Recoba señalaba los diferentes grados del juego figura/fondo que adquiere un fenómeno social de importancia nacional en la literatura que se produce (en esa novela, el narcotráfico colombiano). Zafiro, de Gustavo Maca Wojciechowski, fue escrita (y está ambientada) en el período que va desde fines de los 70 a fines de los 80, pero al contrario de lo que se esperaría, los sucesos vinculados a la dictadura están prácticamente excluidos del escenario. Quizás el clima de derrota que cubre a los personajes y su generación sea otra forma de (omni)presencia, tal vez el peso del Estado opresor es mayor en tanto no enunciado. Ésta es sólo una punta para entrarle a la novela, que habla, sobre todo, de rock y de arte.

Y cabe el término “habla”, porque Wojciechowski (Maca, de ahora en más) elige una prosa casi oral para evocar, en tono de anécdota, la historia de la banda homónima del título. La novela adopta una estructura prácticamente coral, rotando narradores, pero los protagonistas no son ellos ni la banda, sino -como señaló Atilio Duncan Macunaíma Pérez en la presentación del libro- toda una generación (o al menos el recorte arbitrario que implica aplicar el concepto a un colectivo tan amplio y heterogéneo). El escenario es el under de los 70, esa camada de aire nihilista que no fue tan militante como la del 45, ni tan incendiaria como la de mediados de los 80. Encontrar las influencias no es gran mérito: las caras internas de la tapa y contratapa están tapizadas con un collage de afiches, fotos y recortes, como un mural adolescente y mapa de referencias locales (Días de Blues, Opa, Levrero) y anglosajonas (Led Zeppelin, Beatles, Bradbury). Ya desde la portada -que muestra una caricatura de la famosa foto de Zappa sentado en el water, junto al urinario Fountain, de Marcel Duchamp- hay un manifiesto: la afinidad con el rock progresivo y las escuelas rupturistas del arte de la primera mitad del siglo XX, con el agregado de que ambas imágenes remiten al baño de un bar.

El argumento, sencillo y difuso, gira en torno a la barra de amigos que rodea la banda, con el denominador común del interés por varias ramas del arte, plasmando ese matrimonio entre cultura general y rock (ausente en la última oleada de rock poscrisis) y el sentimiento de spleen constante que recuerda a las reuniones del Club en la primera mitad de Rayuela, de Julio Cortázar. De hecho, la influencia de esa obra es marcadísima, tanto que Zafiro no es un libro sino dos.

El primer libro lleva el nombre de la banda (y de la novela) y plantea su historia, desde su origen hasta su declive, con la linealidad quebrada en tiempo y espacio, como si se construyera el relato de a varios parroquianos en la mesa de un bar. Cada uno de los breves capítulos se devana en narraciones laterales, perfilando los personajes y el ambiente (aparece el mítico café Sorocabana, el garaje donde ensayaban, los lugares donde vivían; todos espacios cerrados), tejiendo relaciones afectivas y encuentros eróticos, enemistades, enojos, excesos y pequeñas redenciones (simbólicas más que nada, como cuando Dolly roba libros sistemáticamente y los deposita en las estanterías de un librero pobre al que solía robarle antes). Sexo, droga y rock and roll, sin más.

Aparecen al pasar varias figuras de la época, como Marosa Di Giorgio y Mateo (vale leer este libro en conjunto con Razones locas, de Guilherme de Alencar Pinto, para aproximarse a los mismos hechos desde una óptica más reconstructiva que evocativa). Todos estos valores, más algún que otro guiño dedicado a los coetáneos del autor, conforman un juego interesante entre biografía y ficción; es ahí cuando entra el “segundo libro”, confirmando la influencia cortazariana.

Modelo para armar

Dedicada a “Razatroc” (leer al revés para despejar dudas), aparece la segunda parte titulada “Estroboscópicas”. El nombre viene de un diálogo con Mateo: en plena noche de boliche plantea la teoría delirante de que el tiempo cortado de las luces estroboscópicas es el “tiempo real”, a diferencia del nuestro, que es ilusorio; y propone al narrador crear la “poesía estroboscópica”, en la que debería excluirse una palabra importante (sustantivo o adjetivo) en cada verso. Maca adopta la teoría y construye el segundo libro de forma similar a los “capítulos prescindibles” del apartado “De otros lados” de Rayuela. Tomando pasajes del primer libro como epígrafes, cada capítulo “amplía” los hechos o impresiones contados en el fragmento, ya sea con anécdotas, elaboraciones poéticas, fragmentos de conversaciones o monólogos internos (al mejor estilo de las notas Morellianas en Rayuela) que parecen excusa para exponer ideas propias sobre el arte. Por ejemplo, la breve mención del garaje de ensayo con paredes graffiteadas en el primer libro da pie en el segundo a un capítulo extenso que reproduce varias de las leyendas e hipotetiza acerca de quién escribió cada una. La carga de referencias culturales remite también al monólogo interno de Oliveira, mientras que Dolly y Maruja, dos de los personajes, por su existencialismo inocente, podrían leerse como sendas “mitades” de La Maga. Para complicar un poco más las cosas, el segundo libro se cruza con los apuntes para una novela que protagoniza un pintor llamado Teodoro, quien a su vez se encuentra con la barra de Zafiro y oficia de mirada externa sobre el grupo y sus conflictos.

Hay en Zafiro una afinidad visible con las ideas de la noveau roman, esa escuela francesa de los 50 que se nutrió de Kafka y Joyce y se propuso romper con los cánones de la novela decimonónica en la búsqueda de la “antinovela”. La crítica argentina Liliana Heker argumenta en Cortázar: apuntes para un documental (Eduardo Montes-Bradley, 2002) que las ambiciones de Rayuela son en esencia contradictorias; si bien se apela a una supuesta subversión de la relación escritor-lector (buscando un rol activo de este último), el mapa de lectura de la primera página ofrece dos posibilidades de lectura bien direccionadas. La novela de Maca no se mete en esos terrenos: el recurso es mayormente lúdico, y parece buscar, ya no la manera de romper con ciertos estándares, sino la mejor forma de contar una historia.

Lo lúdico aparece también en la prosa. Hay una tendencia fuerte a los juegos de palabras, a la deconstrucción del lenguaje, al humor lingüístico, al efecto visual de las palabras sobre el papel (el final de la novela es la mejor forma de representar en la escritura un fade out musical). Por otro lado, Maca adopta la metodología de bordear lo más posible aquello a enunciar, sin nombrarlo, evitando a toda costa la prosa directa y concreta. Para jugar un poco más, el final de la novela se desdibuja, se eleva progresivamente en discursos poéticos. Y se eleva literalmente en “Ventanal”, suerte de reescritura del cuento “No se culpe a nadie”, de Cortázar; el protagonista se enreda con un buzo (azul zafiro), pero en vez de caerse por la ventana sale volando. Seguramente quienes busquen un retrato de sus años en aquella época, los seguidores del creador de los cronopios o los ávidos de algún alejamiento de las formas literarias más típicas, van a encontrar en esta novela de Maca una verdadera joya.