“Santa Mentira. La santa que sostiene un plato con dos cojones. Yo y el autor”. Así finaliza Cattelan la brevísima introducción a su propia “autobiografía no autorizada”, escrita por otro. La mentira sería el punto de partida del libro, como es medular en la obra de este artista italiano, y el volumen, compilado por alguien de quien “no se puede dudar lo que dice, pero ojo a creer a una sola palabra de lo que escribió”, llegaría a ser, con perfecta coherencia, la enésima tercerización del trabajo material del artista (quien nunca realiza sus esculturas, sean éstas taxidermias, estatuas de cera o grupos marmóreos).

El libro quizá merecería un párrafo, si no un cápitulo, en algunas de las obras teóricas del experto del género autobiográfico Philippe Lejeune: no creo que haya muchos antecedentes de textos que se declaren “autobiografía” (y lo que se declara ser de este género es crucial en el ámbito “ego-narrativo”, como dice el mismo Lejeune) escritos por alguien que no es el biografiado, pero que relata las memorias en primera persona singular como si lo fuera. Claro está que no se trata de cualquier escritor: es el crítico y curador Francesco Bonami, con quien Cattelan forma desde hace muchos años una especie de dupla. Tampoco la lógica del álter ego es nueva en su carrera: durante una década cada pregunta de las entrevistas de Cattelan era contestada por el curador Massimiliano Gioni.

Automoribundía

Como Hirst, Cattelan es uno de los pocos nombres que cualquier persona que no esté totalmente desconectada del mundo de la información puede citar hablando de arte contemporáneo debido a los escándalos provocados, entre otros, por su Juan Pablo II abatido por un meteorito o por los muñecos de niños ahorcados en una plaza céntrica de Milán, junto a las exorbitantes cifras que se alcanza cada vez que se rematan sus piezas (el récord lo tiene una escultura-autorretrato de 2001 sin título, que literalmente se asoma de un agujero en el piso -que debe ser “abierto” cada vez que la obra se mueve- y que fue rematada el año pasado por ocho millones de dólares).

Esto ha llevado a todos -críticos, filósofos, apasionados de arte y “gente común”- a hacerse la fatídica pregunta “¿es arte o mera provocación?”. Quienes busquen la respuesta en las páginas de la Autobiografía de Bonomi, naturalmente quedarán decepcionados: como muchas obras de Cattelan, está construida con pura superficialidad que emula la profundidad (y que intermitentemente llega a tocar), por ejemplo, a través del uso desmesurado de aforismos, oscilando entre los buenos (“usar el condicional del verbo gustar equivale a condenarse a la insatisfacción, al remordimiento, a la envidia”) y los modestos (“también en las obras de arte, uno puede robar una idea de algún lado, sólo cuando una idea suya ha sido utilizada por alguien antes que él”).

Sin embargo, el libro tiene una arquitectura hagiográfica que lo vuelve inteligente y sardónico, exactamente como sus piezas más logradas, y que se puede resumir así: 1) Principios humildes en Padua, su ciudad natal, hijo de una familia de “lumpen zen”. 2) Parábola en la que la mentira (honesta) sirve más que la verdad (oye una voz que le dice “Maurizio, a partir de hoy serás mentiroso toda tu vida. La verdad es más peligrosa que la mentira”). 3) Iluminación en el camino de Damasco en versión pop, acá la ruta de Padua a Forlì, donde se rompe la moto y él, tirado sobre el pasto, entiende que quiere ser artista (inspirado por una muestra de Pistoletto “más no entendía [cómo], más tenía ganas de ser artista”). 4) Dificultades: en Milán duerme en la tienda donde trabaja, en Nueva York vive con dos dólares por día. 5) Revelación de la casualidad, dudosamente cierta, del nacimiento de algunas obras (el Wojtila de la Novena hora, por ejemplo, habría nacido como una reproducción-homenaje del papa, erecta y normal, que, luego de un sueño revelador, fue tirada al piso, simulando la colisión astral, sólo pocas horas antes de la inauguración). 6) Éxito y consagración (una visión final, parecería de matriz medieval, con la que el artista, frente a todas sus obras que voltean en el espiral del Guggenheim de Nueva York, pide perdón y llega a una especie de estado ataráxico, “No tenía más nada que decir. No tenía mas nada que hacer. No había más nada que decidir. No había más nada que escribir. Yes.”).

El todo no está exento de ansiedades y jueguitos cultos (¿el yes final es eco de la Molly “final” de Ulysses de Joyce, además que retomar el Yes con que Cattelan -y no Bonami- abre su introducción al volumen?). De hecho, la parte “patológica”, en un librito aparentemente sencillo, se revela una de las capas más jugosas. Las neurosis del artista funcionan como un contrapunto y marcan con sus recurrencias todas las fases de la vida de Cattelan: claustrofobia, mauriziofagia (“pienso que todos quieren un pedacito de mí”), miedo obsesivo a la pobreza, incapacidad de adaptación (“la peor sensación que alguien puede probar en la vida es la de ser excluido, de tener el acceso cerrado a un lugar donde quiere ir”; “siempre me sentí un intruso”). El desnudamiento del sujeto parecería total, aunque prevalece el hecho de que acá, como se aclara permanentemente, hay que dudar de todo lo escrito.

El chiste explicado

Volviendo al tema cardinal del fenómeno Cattelan, el rol de este artista en el contexto cultural de nuestra época, Bonomi/Cattelan encaran repetidamente la cuestión de la pertenencia o no de sus “liviandades” en la esfera del arte: “La crítica militante nunca me bautizó oficialmente, siempre me vio como un fraude con piernas. Un arte que hace reír, pero que se olvida enseguida”. Aciertan perfectamente cuando hablan de “chistes artísticos” que en general se aborrecen porque, frente a la todavía radicada concepción trágica del artista, vuelven el paduano un “dibujito animado”. Empero, el chiste en el arte moderno tiene ya su florida y contundente tradición, empezada, ça va sans dire, por Marcel Duchamp y continuada, entre muchos más, por gente como Picabia, Picasso, De Saint Phalle, Tinguely y ya en área posmoderna, Richard Prince, Andrea Fraser, Annikia Ström, etcétera (el ejemplo uruguayo más reciente y consistente, Javier Abreu).

Con la entrada en la época posmo, y quizá ya posposmo (vale decir hipercomunicacional), la cuestión se ha complicado: la praxis hermenéutica de este siglo de hecho es, simplificando, tomar “todo” como chiste. El chiste perdió, por lo menos parcialmente, el estatus freudiano de agente de emancipación de la angustia y desahogo de la agresividad, anegando en el mar de la ironía. Ahí el impasse. El pequeño gran milagro cattelaniano, quedándonos en la aldea psicoanalítica, es añadir, en imágenes inolvidables, al Witz (chiste) liberatorio una potentísima dosis de Unheimlich (ominoso) y llevar así al espectador a una postura “hegelo-žižekiana”, que (re)considere y reelabore seriamente, a menudo sin darse cuenta, dichas imágenes.

La trama principal del tejido de piezas del italiano es, de hecho, la muerte (tanto es así que Cattelan ha muerto, ¡que viva Cattelan!, de Marco Pensa, el único documental sobre él, se desenvuelve a partir de su supuesto fallecimiento). Aparentemente, aprendió a “conocerla” trabajando, joven, en la morgue: “Sólo cuando estás cerca de un muerto y lo tocás te das cuenta de la diferencia que hay con estar vivo. […] Siempre intento imaginar cómo será mi cadáver”. En algunos casos es enfrentada en forma directa; es suficiente pensar en su increíble zoológico de animales embalsamados (elefantes, caballos, perros, gatos, palomas, burros), cuya pieza terminante es quizá la ardilla suicida de Bidibidobidiboo (1996); en otras, en manera subrepticia, por ejemplo el Hitler arrodillado que reza de Él (2001).

El detonador, lo que a menudo vuelve imperecederas sus piezas, es el ataque constante a instituciones y público traducido a través de bromas que evidentemente no conocen límites. La religión católica: además del papa, la Mujer crucificada (2008) contra una pared de una iglesia alemana, ex sinagoga; el mundo del arte, con la falsa Sexta Bienal de Los Caribes (1999) a lo que invitó, como curador, a decenas de artistas sin que presentaran obras, sólo para irse de vacaciones; el poder y el orden, con Frank y Jamie (2002), dos policías estadounidenses en tamaño natural, puestos cabezas abajo en pleno trauma pos 9/11; la historia del arte, tajos “a la Lucio Fontana” que forman la “zeta” de Zorro (1996); el capitalismo y sus “victimas”, L.O.V.E. (2010), enorme dedo medio de mármol puesto frente a la Bolsa de Milán (pero “mirando” a los transeúntes).

Autobiografía aclara esta actitud en un pasaje, que, verídico o no, podría volverse manifiesto de su arte in toto: “Todos los miedos y malestares que acumulé dentro de mí, en un momento, decidí compartirlos con los demás. “Compartir” no es la palabra más adecuada. Decidí que también los demás debían sufrir lo que yo había sufrido en la vida”. Más allá de sus artimañas mediáticas, de la chifladura de su cotización en el mercado del arte, de la disparidad y debilidad de algunas de sus propuestas (que en el libro reconocen valiente y patentemente como derrotas), Cattelan cumple una sana función punitiva. En nuestro mundo anestesiados por millones de imágenes simbólicas diarias, de él recibimos -masoquistas gratos- algo que, en el fondo, anestesiado no es.