Mucho se dijo sobre la muerte del género, pero lo cierto es que el cómic de superhéroes sobrevive desde hace casi setenta años a base de transformaciones y resurrecciones no menos inverosímiles que las de algunos de sus personajes. Implicancias sociopolíticas (al final es “justicia por mano propia”), iconoclastia, epigonismo, parodia: son diversos los mecanismos a los que echan mano los artistas de esta corriente, que se sostiene en base a su heterogeneidad y su tendencia autorreferente. Dos sellos uruguayos que vienen curtiendo este trillo hace algunos años presentaron en el último Montevideo Comics algunos trabajos que dan cuenta de la mayor o menor conciencia de estas ideas: Dragon Cómics con Orange Shaft y una recopilación de Freedom Knights, y Pablo Zignone con una reformulación de su Cisplatino.

Palo y palo

El superhéroe creado por Diago Tapié y Pablo Zignone bifurca su historia. Mientras que el sexto y último número de Cisplatino por el sello Apocalipta está anunciado para este año con autoría de ambos, Zignone lanza por su cuenta Cisplatino Versus, guionado por él y bajo una nueva editorial que lleva su apellido: si sumamos a esto que el héroe tiene el aspecto físico del autor (al estilo del superhéroe fílmico uruguayo, Noctámbulo), se puede hablar de un proyecto fundamentalmente personal a varios niveles.

Con arte de Fernando Souzamotta, Versus abandona el ritmo lento e introspectivo del Cisplatino fotorrealista y se mete de lleno a narrar un episodio de pelea entre el héroe y el villano zombi Mandinga a través de la ciudad. Una paradoja central: mientras que Orange Shaft, con título anglo, explora el ideario montevideano (rescatando lo peor), Cisplatino, bajo un nombre criollo, mira hacia la universalidad del mínimo denominador común. Blandengue resucitado en Uruguay, vikingo en Noruega, samurai en Japón, da igual, porque las referencias a la historia local son mínimas. Lo mismo corre para el escenario, donde el dialecto se inclina hacia el español neutro (con frases de Hollywood como “¡Corran por sus vidas!”), y Montevideo se reduce a un puñado de espectadores de la contienda y estructuras edilicias a ser destruidas.

La sutileza de lo sobrenatural del anterior Cisplatino se convierte ahora en elementos mágicos explícitos, y la linealidad del relato (cortada apenas por un flashback en el segundo número) da la impresión de estar ante un film de acción exonerado de desarrollo de personajes y diálogos. La complejidad está por debajo incluso de la media del cómic norteamericano de los 70 a esta parte, con resultados narrativos similares a los backgrounds de los programas televisivos de pelea herederos de Titanes en el Ring. Si hay un avance, es el dibujo, que con trazo elegante y expresivo, que resuelve con virtuosismo las secuencias de acción. Además, el color es excelente. Es indudable lo ambicioso del proyecto a nivel visual y logístico (“6 revistas en un año”, anuncia un póster), así como el hecho de que el guión no está a la altura.

Las páginas de cómic se complementan con curioso material parahistorietístico: currículums ampulosos de los autores, una reseña de lo que sucede en el Cisplatino de Apocalipta y una curiosa columna de una tal “Lady Toty” que no desentonaría en Revista Galería, ya que tiene como eje la pregunta “¿Por qué las chicas los prefieren nerds?”. Dos apuntes: apelar a la vinculación entre historieta y “nerdismo” es en parte una postura, sobre todo frente a cierta corriente imperante de la historieta nacional más afín a los valores de la ficción literaria y las bellas artes; por otro lado, Zignone agrega a su currículum “[publicó Cisplatino] llevando por primera vez a un cómic puro por primera vez [sic] a los quioscos de todo el país”. Sería interesante una ampliación del concepto, que tácitamente engloba proyectos del pasado como Balazo, Quimera (suplemento de La República) y Guambia en la categoría de “cómic impuro”. En un contexto donde la integración, la apertura y el rescate de nuestro subterráneo patrimonio historietístico son claves, se trata de toda una declaración de principios.

Claroscuros

Una gráfica de la historia de las publicaciones del cómic nacional mostraría un enorme bache allá por el año 2001, cuando la crisis económica puso frenos al auge creciente de publicaciones. Si la gráfica no llega al cero, es en gran medida gracias a Dragon Cómics, proyecto editorial de Bea & Roy (Beatriz Leibner y Pablo Leguisamo) que en 2000 levantó vuelo con su fanzine de superhéroes Freedom Knights. La novedad fue doble: por un lado la creación de una historia nacional alternativa (donde una crisis en Brasil desemboca en un período de gran prosperidad para el Uruguay); por otro, la incorporación a estas latitudes de rasgos del manga, especialmente en un género occidental por antonomasia (camino que abriría el estadounidense Adam Warren en los 90).

Un primer tomo recopilatorio, Guía del superhéroe (2007), reunió los tres primeros números más material inédito, con algunos problemas típicos del fanzine: personajes bidimensionales, diálogos algo impostados y la construcción apresurada de un escenario subordinado al fin de contar historias. Aparece ahora -cuatro años después- el segundo tomo titulado Miscelánea (con apoyo de los Fondos Concursables del MEC), que recopila otros tres capítulos y sirve de punto de inflexión hacia trabajos posteriores.

“El primer oriental desertor” abre el libro; se trata de un capítulo homenaje a la canción del Cuarteto de Nos que usa ese recurso para explorar otra cara de Ángel, el personaje más introvertido. Los dos capítulos restantes son la parte uno y dos de “Una rata en la ciudad”, una aventura con tintes policiales que aprovecha para intercalar parodia al género en breves chistes, problemas familiares de los héroes e indagar en los vínculos entre los personajes (al mejor estilo de los sufridos personajes de Marvel). El tomo se complementa con material nuevo: tres historietas cortas (creaciones más recientes, y se nota) y cinco “minicómics” que narran la historia de vida de cada integrante del grupo.

Más que cualquier intento de reformular el género, Freedom Knights propone un transplante de los valores de la historieta norteamericana de principios de los 70 a la idiosincrasia uruguaya, sin oficiar de ojo crítico, sino más bien de reproducción arquetípica: los buenos son buenos-buenos, los malos son malos-malos, el jefe de Policía es honesto pero desaliñado. La creación de su propio Macondo, Ciudad Luz (una metrópoli avanzada y cosmopolita) apuntala el tono “escapista” de la serie, que a partir del número 8 cobra mayor madurez; el proceso va a ser visible más adelante, en comparación con el tercer tomo recopilatorio de próxima edición. Hay, además, un valor documental: no es mala idea que no se pierda la prehistoria del momento actual, máxime en un género cuyas crisis periódicas supieron complicar la construcción de una tradición sólida.

Si Freedom Knights da cuenta de un proceso de evolución, en Orange Shaft: Funking Montevideo es donde Bea & Roy plasman su madurez creativa. El protagonista debutó en el proyecto más ambicioso (y una de las mejores publicaciones) del año pasado, el crossover Freedom Knights en Ciudad Fructuoxia. Es en este cruce donde el estilo de Bea & Roy aparece más pulido. El guión, escrito junto a Peruzzo, rescataba la estructura de escenas rematadas por gags, mientras que el arte de Roy va abandonando la relativa desprolijidad (buscada o no) de sus anteriores trabajos y la influencia del manga de los 90, aclarando la línea y agregando grises digitales que aportan solidez.

En esta última entrega, el superhéroe yanqui Orange Shaft viaja a nuestra capital en busca de mejores oportunidades (inversión absurda de la ola migratoria de uruguayos post-crisis de 2001), donde las desventuras están a la orden de la mano de un mánager currero y calles infestadas de planchas, además del racismo y la prensa (hay una página excelente que parodia hipotéticas portadas de El País y La República). La incorrección extrema del guión de Leguisamo y el humor agresivo con un dibujo caricaturesco recuerdan a South Park: hay lenguaje sucio, sexo explícito y violencia gráfica (ver la última viñeta de la página 43, por ejemplo). Montevideo aparece retratada desde sus peores costados, como una suerte de negativo de la idealización benedettiana.

Dos peros: por un lado, las líneas de diálogo del protagonista están escritas en inglés, por lo que un no-anglolector se perdería la mitad de los chistes; por otro, algunos fondos de viñetas -fotos con filtros de Photoshop- dan la impresión de ser un recurso para ahorrarse la elaboración de algunos escenarios. Pero los puntos se recuperan con creces en el epílogo: una historia breve donde Leibner emula perfectamente la estética norteamericana de los 60, y de paso parodia la dudosa orientación moral de la historieta estadounidense de aquella época.

El fracaso del personaje en nuestro escenario cotidiano es paradigma de las dificultades del género: el único camino para generar un producto más o menos maduro sobre superhéroes en nuestro contexto parece ser la sátira plagada de guiños locales. En este último terreno Orange Shaft funciona, no sólo a la altura del resto de la producción humorística del país (Relatos de Ciudad Fructuoxia, Guacho!) sino como buena entrada a las viñetas nacionales.