El último estreno de Álvaro Ahunchain, Qué tupé. Batlle-Beltrán ¿Duelo o asesinato?, arrastra como sonido de fondo los debates partidarios (raramente bien articulados) provocados el año pasado por la publicación del texto homónimo del periodista Diego Fischer en el que se basa. De “revanchismo” y “reedición de un ataque histórico que busca afectar la esencia del batllismo como ideología política” se habló de un lado y se respondió del otro que todo lo que el libro afirma “está documentado” con “documentos oficiales que nunca habían visto la luz” y que “atribuir intencionalidad es el argumento más fácil”. Y aunque se resuelven ya sin duelos mortales posibles diferencias de matices sobre el lugar (nunca inocente) desde el que se escribe la historia o, para el caso, la “narración periodística”, tampoco interesan en esta sede las muchas o pocas propiedades documentales del volumen de Fischer, autodefinido “de raíces blancas”, publicado por Sudamericana.
Importa sí la introducción por parte de Ahunchain de la dupla teatro y política, escindiéndola del multiforme y reconocible “teatro político”, sea en la versión “clásica” brechtiana como en su reedición actual de “compromiso civil” cubriendo modalidades tan diferentes (si pensamos en el teatro europeo, pero también en el latinoamericano) como los alegatos contra la pena de muerte o la revisión de la historia reciente (resistencias, holocaustos, dictaduras), integrando en su área de acción a los protagonistas reales (presos, enfermos, víctimas que interpretan sus propios dramas) o agrupándose bajo la forma de grupos multiétnicos de voces multiplicadas. Sin un modelo único, las nuevas generaciones están reformulando sus propias versiones de la participación, acordándose a veces y olvidándose otras de que no se trata, como decía Godard, de hacer películas políticas (o espectáculos políticos o libros políticos) sino de elaborar “políticamente” el lenguaje y la relación con el público.
Para Qué tupé..., en cambio, “lo político” no es posición estético-ideológica sino temática y, si queremos dar ese pasito más allá que el espectáculo propone, también es cuestión partidaria. Dividido el escenario en dos partes por medio de una banda-bandera nacional en el piso (frontera precaria pero efectiva), la acción se ofrece como coexistencia espacial de dos historias que se presentan, alternativamente, dando voz a uno y otro integrante. La izquierda está reservada al ámbito íntimo de José Batlle y Ordóñez (interpretado por Júver Salcedo) y de Matilde Pacheco de Batlle, su esposa (Lilián Olhagaray), encuadrado en el fondo por una gigantografía-ventana con recortes del diario El Día; y a la derecha están Washington Beltrán (Álvaro Armand Ugón) y Elena Mullin de Beltrán (Victoria Rodríguez), enmarcados por otra gigantografía similar de El País. Los contenidos de los dos diarios interrumpen, en una segunda mirada, las similitudes: mientras que en El Día aparece la primera festiva visita de Sarah Bernhardt, de El País se elige la muerte de Beltrán, anticipándola visualmente (y señalándose de paso la concomitancia de la “historia” con la realidad material de la ficción teatral en que se encuentra el espectador).
La estructura espacial “en paralelo” se mantiene en los diálogos: las escenas previas al duelo (la preocupación de las mujeres, las certezas de sus hombres) se organizan como ecos: de uno y otro lado se repiten las mismas frases como si se propusieran corduras y buenas intenciones similares. Especulares actoralmente, además, durante toda la obra emergen Olhagaray y Rodríguez como esposas devotas; especulares son Armand Ugón y Salcedo como consortes monumentales (hay pocos matices: Salcedo después del duelo confesando su miedo, Olhagaray iracunda contra su marido).
El espectáculo está tamizado por varios cortometrajes (producidos por Fischer bajo la dirección audiovisual de Salomón Reyes y actoral de Ahunchain) que ostentan, en materia de cantidad, la par condicio: una escena en la que Batlle prueba su buena puntería, las últimas horas de su hija moribunda, la reconstrucción del duelo (con un uso cuidado de los espacios, vehículos y vestimenta) y la presencia, en su escritorio en 2011, de uno de los hijos de Beltrán.
La organización objetiva y geométrica del “documento” (esa izquierda y derecha aparentemente “neutras” que dan cuerpo al espectáculo, las filmaciones que asimilan hijos y constatan, duplican, el buen uso de las pistolas) se abandona, sin embargo, mediante el intermedio cómico. Dos clowns descoordinados, a su pesar, interpretados por Alejandro Martínez y Natalia Chiarelli, comentan la corrupción endémica del batllismo (cargos y leyes ad personam) y el carácter irrebatible de la muerte de Beltrán como asesinato: así dicen los clowns, pero su voz toma el lugar de la voz del pueblo o de la “tradición oral” de la que habla Fischer. La parodia (que llega incluso a nuestros días, aludiéndose al reparto actual de cargos por parte del poder, como hijo de una corrupción centenaria) quiere activar, parecería, la narrativa “definitiva” del espectáculo respondiendo a la pregunta (sofista) del título.
El resultado de esta nueva colaboración Ahunchain-Fischer (ya practicada en 2009 con El encuentro de las tres Marías) es comentario elocuente de aquello que Heiner Müller decía por 1983: “El arte y la política no funcionan como dos engranajes sincronizados; una idea no puede ser transpuesta simplemente en una imagen, sin evitar que se obtenga un cuadro torcido o una explosión de la idea”. El alemán genial, como sabemos, siempre estuvo a favor de las explosiones.