No hay una sola frase en El señor Fischer que indique que fue escrita por alguien del Río de la Plata: ninguna expresión, ninguna referencia a lugares o personas de estos lados. Con pocas excepciones, lo mismo podría decirse del resto de la obra de Solari, desde la “saga de Zack” (publicada a principios de los 90, cuando la autora era la dama de la ciencia-ficción local) hasta su anterior novela, la cosmopolita El hombre quieto (2007), y, sobre todo, El sitio donde se ocultan los caballos, en la que no aparecen nombres. En El señor Fischer sí los hay: todos alemanes.

Es más, según el completo artículo de Wikipedia sobre Solari (editado mayormente por Mstillo), la novela fue pensada en alemán.Ciertamente, el lenguaje neutro pero no artificial de El señor Fischer y su sintaxis ordenada recuerdan las buenas traducciones desde ese idioma. Pero hay más que una prosa prolija: la estructura, el ritmo y la extensión de la novela remiten a esa tradición germana del relato pausado, meticuloso, ambicioso.

Y está el tema, por supuesto. El señor Fischer (“Pescador”, pero también “Pérez” o “González”) hizo por lo menos dos cosas terribles. Una de ellas tiene que ver con su participación en el régimen nazi. La otra, con un daño irreparable a la existencia de su hijo menor, Oskar. Con paciencia, Solari dosifica homeopáticamente pistas sobre cuánto de drama familiar y cuánto de tragedia nacional se imbrica en la historia de los Fischer. Lentamente emergen los puntos de vista de Lola, la sacrificada madre de la familia, de Manuela, la rebelde y amargada hija mayor, y de Oskar, el sensible y literario benjamín (y lector de Benjamin); afuera queda el individualista primogénito Roberto.

Hacen falta todas esas miradas -presentadas con dominio absoluto del estilo indirecto libre- para descifrar qué clase de ser es Herr Fischer, un hombre capaz de alimentar impasiblemente la burocracia estatal tanto en un campo de concentración como en una oficina pública, un ejecutor banal del mal (por usar la terminología de Hannah Arendt). Impenetrable -como la mayoría de los personajes masculinos de Solari- aun para sí mismo, Fischer resulta ser, tras 530 páginas, el protagonista de una novela de autodescubrimiento, que sostenidamente avanza hacia un cierre clásico.

Esta novela fue la ganadora del premio a narrativa inédita que otorgó el Ministerio de Educación y Cultura el año pasado. Con ella, Solari reclama y obtiene de la mejor manera el derecho a no tener que pintar la aldea para hablar de temas universales. Y como tiene éxito, consigue también lo que no propone de manera explícita, porque una obra que invita a pensar sobre cómo la impunidad de los crímenes políticos contamina todos los estamentos de una comunidad, pero que a la vez pone el ojo en el papel que juega el pasaje del tiempo en la superación de los traumas colectivos, está obviamente ligada al presente uruguayo.