Para un cine nacional que había aprendido de los excesos de algunas de sus primeras obras (algunos recordarán la fallida Mataron a Venancio Flores -Juan Carlos Rodríguez Castro, 1982), para eventualmente abrazar películas de perfil un poco más bajo (la fiebre festivalera surgida a partir de los merecidos éxitos de Control Z), la idea de un film como La redota parecía una quimera, cuando no un delirio. Sin embargo, producto del proceso de reconstrucción histórica que han desencadenado los diversos bicentenarios que se han ido dando alrededor de la región, César Charlone aparece con un film que intenta retratar uno de los momentos más emblemáticos de la construcción de la identidad uruguaya, labor para nada fácil, considerando, no sólo la multiplicidad de discursos sobre el tema, sino también una característica propia de la identidad uruguaya, que es el vacío representacional sobre el cual se ha construido todo lo que vino después.

El buraco

En este sentido, el verdadero tema de La redota no es Artigas, la vida en los campamentos del Ayuí o el recuento histórico de lo que realmente pasó, ni siquiera la exaltación de ciertos ideales sobre los que se ha construido nuestra nación, sino el papel demiúrgico del artista, el metarrelato de cómo plantar pilares en el aire. Este punto va a llevarse a cabo por el pivoteo entre el cuadro y el fuera de cuadro (casi literalmente hablando) que involucra la vida del prócer con la de su creador plástico, Juan Manuel Blanes. La película se estructurará entonces entre algunos de los acontecimientos ocurridos en 1812, justo después del éxodo oriental, y 1884, año en el que Máximo Santos le da al pintor todas las licencias (por lo menos, hasta ese momento parece otorgarle total libertad) para crear la imagen del líder oriental. Sin embargo, La redota no es sólo la historia de un pintor intentando construir un mito de la nada, sino la de unos cineastas intentando recrearlo. Por esa misma razón, la asociación problematizadora Blanes/Charlone queda inevitablemente dentro de la agenda e introduce a la película en otro de los grandes temas, más estrictamente dentro del dominio del séptimo arte, que es el siempre huidizo retrato de Uruguay en nuestro cine.

A la hora de estudiar una identidad nacional desde las artes, no lo hacemos desde el punto de vista de la medida en que ellas han sabido captar cierta esencia de lo nacional, sino en la medida en que han sabido ser productoras y a la vez producidas por ella. Blanes, en este sentido, es el punto cero donde nuestra historia comienza a construirse en base a imágenes. Si pensamos las identidades nacionales en el siglo XX, podemos decir que ellas son íntimamente cinematográficas, tanto en su contenido como en la forma. Sin embargo, el cine uruguayo nunca pudo hacer más que señalar su buraco imaginario, rodearlo, cartografiarlo (siendo El dirigible, sin lugar a dudas, la película que más acercó al pretil a este vacío representacional). Sin embargo, cuando la tarea ya no es definir el vacío, sino rellenarlo, el campo parece sembrado de otros pozos diversos.

Artigas es, de por sí, un personaje huidizo, un héroe patrio distinto a los de las mitologías nacionales de otros países, con una biografía concentrada prácticamente en sólo diez años de carrera. Casi haciéndole honor a tal condición escurridiza, en la primera media hora del film, lo único que tenemos del personaje son las historias, su leyenda negra, y la convicción de un español condenado a muerte que es encomendado por Sarratea a entablar amistad y asesinar al prócer, a cambio de su absolución y posterior viaje a su país. Las referencias a Apocalypse Now son evidentes, encontrándose similitudes entre Artigas y el Coronel Kurtz hasta en la forma en que aparecen en pantalla (en la oscuridad, iluminados por la luz mortecina).

En la construcción de ese personaje, Charlone crea un prócer distinto al más clásicamente retratado, aquel Artigas gallardo, pulcro y severo que aparece encuadrado en la mayoría de las escuelas públicas de nuestro país. Ante semejante responsabilidad, Esmoris está a la altura de las circunstancias, interpretando a un líder tan temperamental como poco prolijo, mujeriego y bebedor, aunque a la vez elocuente, carismático, y más que nada -aun a pesar de cometer errores y ser traicionado varias veces- justo. Uno de los grandes momentos del actor se da cuando uno de los hombres de su campamento le dice “no me baje la mirada cuando le hablo”. En ese momento -con una frase que ya se había dicho con otro personaje que el mismo Artigas desterró erróneamente del campamento- vemos a un líder casi convertido en un niño, avergonzado, lleno de dudas.

A la misma altura está el papel de Juan Manuel Blanes, interpretado por Yamandú Cruz, posiblemente siendo esta pata de la historia (la ocurrida en 1884), la más efectiva de la película. No se puede decir lo mismo de otros personajes como Máximo Santos (Franklin Rodríguez), que quizás no dan en el clavo, no tanto por actuaciones en sí, sino por el diseño del personaje (tanto Santos, como Sarratea, en determinada medida, suenan demasiado actuales, casi, por así decirlo, “cancheros”). En los personajes secundarios es donde adolece más esta irregularidad, muchos de ellos siendo portavoces de discursos y declamaciones acartonadas y poco creíbles (esos españoles que interceptan a Rodolfo Sancho). Se percibe en este punto cierta incómoda tensión entre el naturalismo buscado en los personajes y la necesidad de comunicar algunos de los valores artiguistas. Cabe señalar en este caso, como paréntesis, que la película no deja de estar enmarcada en lo que es el Bicentenario, por lo que esta tensión es parte misma de las condiciones de producción de la obra.

¿Dónde quedó Blanes?

La película en sí, por responder a la necesidad de rellenar un vacío imaginario nacional intentando rescatar a una persona de carne y hueso -en vez de tapar el mismo con un colchón armado a base de ideales y prescripciones nacionales-, sortea lo que posiblemente era el mayor escollo al que podía enfrentarse. Sin embargo, el error más notorio -y curiosamente, el menos esperable de todos- se da en los aspectos más estrictamente técnicos. Siendo una historia sobre cómo la construcción de un mito entra en conflicto con las necesidades y aspiraciones de determinado centro de poder -Santos parecería querer un Artigas a imagen y semejanza suya, más que un retrato fiel de lo que fue- hubiera sido interesante quizás sostener el lenguaje cinematográfico del film en base a la pictografía de Juan Manuel Blanes (con iluminación, cuadros fijos y planos generales a lo Barry Lyndon, podría pensarse). Sin embargo, esta referencia sólo aparece de a ratos, como cuadros aparte que nunca integran parte de la acción del film. Casi completamente al contrario, se hace por momentos excesivo uso de la cámara en mano, incluso recurriendo a montajes efectistas con imágenes de cadáveres, que por momentos parecen sacados de Cine B. También, a la banda sonora (compuesta por Luciano Supervielle) no hay mucho que reclamársele, pero por momentos es tal la insistencia que se hace en ciertos sonidos, y ciertos climas -que aparecen casi automáticamente, como si fuera una sinestesia directa y horizontal entre emoción buscada y escena retratada- que terminan saturando a la trama.

El producto final es una película irregular, que siempre se salva de caer en aspectos ideológicos que la podrían haber convertido en irritante, pero que nunca termina de cerrar del todo, más allá de un final efectivo, emotivo y bien encadenado.