El capitalismo había tenido muchos defensores pero ningún héroe, hasta 1957. Ese año Ayn Rand publicó Atlas Shrugged (La rebelión de Atlas en español) y desde entonces el individualismo a ultranza y el libreempresismo contaron con una épica propia. La novela tenía por protagonistas a industriales de ambos sexos, maduros, bellos e inteligentes, que se declaraban en huelga contra la creciente intervención del gobierno en sus negocios y no solamente conseguían conjurar para siempre la amenaza socialista, sino que demostraban que el egoísmo es una virtud y la solidaridad, una estupidez.
Fracaso de crítica, éxito de público, Atlas Shrugged ejerció una oscilante influencia en sucesivas generaciones de estadounidenses. En especial, para los jóvenes conservadores de los 60 significó una alternativa seductora al izquierdoso clima contracultural; hoy es inspiración de muchas consignas del Tea Party, el más novedoso movimiento político del país. Aunque el estatus de “filósofa” de su autora sea discutido por varios académicos (a pesar de lo cual la enciclopedia online de la Universidad de Stanford le dedica más espacio que al filósofo promedio), es innegable que las ideas radicales de la fundadora del “objetivismo” están hoy imbricadas en el pensamiento popular estadounidense.
Para explicarse este proceso tal vez convenga repasar un poco la biografía de Ayn Rand, que por los años 20 del siglo pasado era sólo una muchacha obcecada, emprendedora y llena de confianza en sí misma que apenas escapó de la novel Unión Soviética se encontró con que su patria adoptiva, sumida en una gran depresión económica, abrazaba políticas estatistas peligrosamente similares a las que imperaban en la tierra de donde huyó.
Lejos de la revolución
“Ayn Rand se dio luz a sí misma en la Rusia zarista, sólo para demostrar que era capaz de hacerlo. Nacida a la edad de cero años, Ayn inmediatamente se dedicó a aprender ruso -algo considerado muy difícil a cualquier edad- sin ayuda alguna. Al principio, Ayn subsistía en base a leche robada a ganado local antes de pasar directamente a carnearlo. Los campesinos se referían a ella como ‘la pequeña asesina’ o ‘el atacante de vacas’”. El párrafo pertenece a la entrada correspondiente a Rand en la Unzyclopedia (la más completa parodia de Wikipedia) y, gracioso o no, demuestra que se trata de un personaje medianamente conocido, ya que sólo tiene sentido si se está familiarizado con las ideas autosuficientes de esta escritora que en varias reseñas biográficas afirmaba cosas como que había aprendido a leer sola o como que Aristóteles era el único pensador con el que estaba en deuda.
Lo cierto es que Rand nació como Alyssa Rosenbaum el 2 de febrero de 1905 en San Petersburgo. Su familia, de origen judío, tenía una farmacia que fue confiscada luego de la revolución. Ella, sin embargo, pudo seguir estudiando en la Universidad de Leningrado, donde se licenció en historia y se especializó en política estadounidense. De ese país, además de la Declaración de Independencia, le atraía el cine, técnica que también estudió. En 1925 aprovechó una invitación de parientes lejanos para visitar Chicago; al salir sabía que jamás volvería a Rusia ni a ver a su familia. Al año siguiente se había establecido en Hollywood con la idea de hacer guiones. Igual que a sus héroes, no le importaba realizar tareas manuales: empezó como vestuarista y llegó a hacer de extra en una película del legendario Cecil B DeMille; en ese set conoció al actor Frank O’Hara, con quien estaría casada por el resto de su vida.
En 1931, tras adaptar varias historias ajenas, consiguió vender un guión propio (Red Pawn, Peón rojo, sobre una mujer rusonorteamericana que se hace pasar por la futura esposa -¡asignada por el Estado!- del jefe de una prisión soviética, para así liberar a su verdadero marido, un agente estadounidense), pero nunca fue filmado. Cuatro años después, en cambio, su obra teatral Night of January 16th (en la que un operador bursátil muere luego del crack de 1929 y el público, convertido en jurado, debe decidir entre suicidio o asesinato) fue el éxito de la temporada en Los Ángeles y Nueva York, lo que le permitió dedicarse únicamente a la vocación que declaraba haber descubierto a los nueve años: la ficción.
No obstante, su primera novela, We the Living (en español se llamó Los que vivimos), aparecida en 1936, es parcialmente autobiográfica -relata las privaciones que padeció su familia por causa de la revolución-, aunque también aloja un imaginario triángulo amoroso entre la joven ingeniera que protagoniza la historia, un miembro de la policía secreta y un conflictuado dirigente del Partido Comunista. Apreciada o despreciada mayormente como panfleto, la novela no sedujo a la crítica (con una excepción notable: el también extravagante HL Mencken) pero liberó a Rand de algunos fantasmas del pasado. Desde entonces estaría enfocada en atacar los problemas que detectaba en su nuevo país, que tras la Gran Depresión económica profundizaba la intervención estatal en la economía bajo el liderazgo del presidente Franklin D Roosevelt y su política del New Deal.
En paralelo a la escritura de The Fountainhead (El manantial), en la que acometería esos temas acuciantes, Rand incursionó en la ciencia-ficción, corriente que también nutre a Atlas Shrugged. El mundo de Anthem (Himno, pero también ¡Vivir!, según la edición) está situado en un futuro indeterminado en el que la humanidad está en lento retroceso (lo que recuerda a la saga de Heliopolis, del anarcoaristócrata alemán Ernst Jünger) por culpa de irracionalismo colectivista; el joven ingeniero que la protagoniza “redescubre” la electricidad, pero el hallazgo sólo le ocasiona problemas burocráticos, aunque también lo acerca a una muchacha tan emprendedora como él. Igualmente maltratada (ignorada) por la crítica, la novela llama involuntariamente la atención sobre lo tosco de la escritura de Rand: uno de los puntos centrales de la historia es la extinción (o prohibición) de la palabra “yo”, lo que fuerza a un empleo pronominal que recuerda a esos políticos y futbolistas que abusan del “nosotros”. En esto, el también escapado de la revolución rusa Vladimir Nabokov, que llegó a escribir en un inglés exquisito, es el opuesto de Rand; no es de extrañar que para ella -que admitía haber leído sólo Lolita- su compatriota fuera “un bello estilista”, pero también alguien cuyo punto de vista “es tan maligno que no hay calidad artística que lo salve”.
Finalmente, en 1943, Rand publica The Fountainhead. Su protagonista, Howard Roark, es un joven arquitecto apasionado por el modernismo que lucha contra el tradicionalismo y la burocracia. Admirado pero incomprendido, a Roark, le pasa de todo: lo expulsan de la academia por transgresor, lo contratan para luego arruinarle los proyectos, lo elogian pero no le hacen encargos. El hombre no afloja en sus principios: la suya es arquitectura que debe trascender y reflejar el impulso de lo nuevo. A su obra cumbre, un Templo del Espíritu, le añade una estatua de Dominique Francon -agonista femenina de la novela- representada desnuda; Roark va a juicio por inmoral y debe retirarse de la profesión. Pero esto no es lo peor que le ocurre al creativo profesional: como parte del malvado plan de su némesis, un columnista periodístico (que tuvo como modelo real al urbanista Lewis Mumford), su templo es reciclado en un hogar para niños con retraso mental. Hay que tener en cuenta que en el universo de Rand los que no pueden valerse por sí mismos -sea por pereza, incapacidad o por una deficiencia constitucional- son seres despreciables. Por el contrario, el principal interés de la autora en esta novela, según aclaró décadas después, era demostrar que el mundo se movía gracias a una elite de innovadores, los prime movers (en referencia a la primum movens, "causa primera" aristotélica), que son frenados y parasitados por el resto del mundo. Así, a Roark, el prime mover ejemplar, lo vuelven a llamar para que construya un gran proyecto habitacional, pero cuando se entera de que su construcción ha sido alterada, no duda en dinamitar todos los edificios. La opinión pública se vuelve en su contra, pero el superarquitecto consigue torcerla a su favor, y la novela culmina con él y Dominique -la muchacha que luego de ser pareja de todos sus archienemigos se da cuenta de que él es el elegido- besándose en la azotea de su última obra, el mayor rascacielos de Nueva York.
Los impulsivos y su freno
The Fountainhead fue despedazada por los especialistas, pero el boca a boca la volvió un bestseller y a su autora una figura pública, cuyas ideas atraían a miles de jóvenes que simpatizaban con el espíritu rupturista encarnado por Howard Roark. Entre estos fans estaban los neoyorquinos Nathaniel y Barbara Branden, que se acercaron a Rand y su esposo y los convencieron de mudarse de Los Ángeles a su ciudad. Allí Branden fundó la sede de un instituto -que funcionaría durante una década- dedicado a difundir los fundamentos del objetivismo randiano. Entre quienes daban clase en el Nathaniel Branden Institute estaba el joven economista Alan Greenspan, que varias décadas después (desde 1987) llegaría a ser presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos -lo más parecido a un banco central en un país sin banco central-, a través de sucesivas administraciones republicanas y demócratas, en lo que configura una peligrosa paradoja: un convencido de la desregulación económica fue durante 20 años el encargado de controlar la mayor economía mundial. Greenspan, además, fue parte de “el Colectivo”, nombre con el que se conocía al círculo íntimo de Rand, que tuvo el privilegio de ir conociendo los avances de la esperada novela que la autora venía preparando a lo largo de una década.
Atlas Shrugged fue anunciada como la gran obra de una autora importante -sin dudas lo fue-, y así la recibió el público. Ayn Rand pasó a ser una referencia mediática, que animaba debates televisivos, editaba varias publicaciones y comenzaba a opinar sobre política partidaria (odiaba a JF Kennedy y apoyó al ultraconservador Barry Goldwater). En cierto sentido, la novela clausuró la carrera de Rand como narradora -su confesa vocación infantil- y sólo le dejó abierto el camino del ensayo, que cultivaría hasta su muerte, en 1982. Todo el trabajo de Rand durante los 60 y 70 (las compilaciones_ La virtud del egoísmo_ y El capitalismo: ese ideal desconocido, entre otros) es una expansión no ficcional de las ideas contenidas en Atlas Shrugged.
El título de la novela significa literalmente “Atlas encogido de hombros” -la imagen sugiere al gigante que sostiene al mundo dejando escapar su inmensa carga, pero su traducción al español es más directa: La rebelión de Atlas. Efectivamente, en _ Atlas Shrugged_ los prime movers, los motores de la sociedad, se declaran en huelga para probar de una vez que son exclusivamente ellos los que posibilitan que todo lo demás funcione. El organizador de la huelga es un talentoso ingeniero llamado John Galt, creador de un revolucionario motor (sólo consume estática ambiente), que decide desaparecer de la vida pública junto a su invención cuando los nuevos propietarios de la fábrica en que trabaja deciden colectivizar las decisiones empresariales. Desde las sombras, Galt convence a ex compañeros de estudio y a numerosos emprendedores de seguirlo al ostracismo, al tiempo que comienzan a establecer una sociedad aparte en un valle oculto de Colorado.
Repleta de bajadas de línea que Rand no se molestó en disimular (hacia el final Galt pronuncia un discurso radial que ocupa 90 páginas), la novela fue denostada por propagandística. A pesar de esto, tiene varios elementos que la hacen valiosa como pura literatura. John Galt, por ejemplo, no hace su aparición hasta la mitad de la novela -y estamos hablando de una historia de 1.100 páginas en letra chica- pero su nombre es anunciado por una repetida expresión ficticia- “¿Quién es John Galt”- equivalente a “¿Quién sabe?”. Por otra parte, el universo de la novela tiene sobrios toques de ciencia-ficción -está el motor de Galt, pero también otros elementos tecnológicos-, así como una brillante dosificación de divergencias históricas respecto a nuestra realidad. Sin las explicaciones directas que arruinan muchas ucronías, Rand da a entender poco a poco que Estados Unidos es el último estado capitalista en un mundo donde florecen las repúblicas populares; lejos de entrar en una guerra fría con éstas, los norteamericanos van poco a poco estatizando su propia economía. En ese contexto opresivo se mueven los héroes de Rand, entre los que más importante aun que Galt es su contraparte femenina, Dagny Taggart, laboriosa heredera de un imperio ferrocarrilero, que debe luchar contra su hermano mayor, presidente de la compañía y ocioso cómplice de los políticos que hunden al país en lo peor del burocratismo colectivista. Leída como historia de amor, Atlas Shrugged es innegablemente original: Dagny Taggart es la más difícil de convencer de los prime movers ya que su apego a la eficiencia le impide plegarse a la huelga de superhombres, aunque al final -luego de tener intensos romances con casi todos los emprendedores de la novela- es conquistada por Galt, tanto política como sexualmente.
Quizás algunos de estos hallazgos narrativos contribuyeron a volver a la novela un éxito sostenido, que no ha cesado hasta hoy (y que, según The Economist, tiene picos de venta cada vez que el gobierno de Estados Unidos aumenta la carga impositiva o emprende rescates económicos). Curiosamente, los conservadores entusiasmados con la novela vieron en ella sólo el mensaje político (“es el mejor antídoto contra el germen socialista”, se dijo); en el sentido opuesto, el economista progresista Paul Krugman se hizo eco, el año pasado, de una cita que, aunque con humor, rescata el poder estético de la historia de Rand: “Hay dos novelas que pueden cambiarle la vida a un preadolescente lector: El señor de los anillos y Atlas Shrugged. Una es una fantasía infantil que suele engendrar una obsesión vitalicia hacia héroes increíbles y conduce a una madurez atrofiada y mutilada socialmente, impidiendo relacionarse con el mundo real. La otra, por supuesto, incluye orcos”.
Los sustitutos de los orcos en Atlas Shrugged son dos categorías psicosociales: los saqueadores (políticos y empresarios poco eficaces que se aprovechan de lo producido por los prime movers) y los pedigüeños (que reclaman la caridad de los prime movers). Abandonados a su propia iniciativa, los saqueadores son incapaces de llevar adelante la sociedad. Ello es lo que buscan los huelguistas, que hacia el final de la novela, cual aprendices de Lenin, consiguen acelerar ese derrumbe para así sentar las bases de una nueva sociedad basada en el capitalismo más puro. En el medio, un detalle escabroso: como consecuencia del declive de infraestructura, un gran tren de pasajeros intenta atravesar un kilométrico túnel mal ventilado con una vieja locomotora de carbón; todos los pasajeros mueren asfixiados y Rand da a entender que lo merecen porque de un modo u otro apoyaban o toleraban el relativismo filosófico y el estado de bienestar que llevó a una catástrofe evitable.
Lock out patronal
Si, como decía Max Weber, la ética protestante está en la esencia del espíritu capitalista, las ideas de Ayn Rand no serían demasiado novedosas en un país fundado por puritanos. Pero ésta es una suposición demasiado uruguaya, demasiado laica: Rand profesaba un ateísmo extremo y ello la distanció del conservadurismo tradicional estadounidense, profundamente religioso. En cambio, de los jóvenes conservadores, más abiertos en estos temas, la separó su intransigencia. Hacia fines de los 60 un grupo político que había abrevado especialmente de las ideas de Rand prendió fuerte en los campus universitarios: los libertaristas (en inglés, libertarians; llamarles “libertarios” supondría ir contra la tradición francesa y rioplatense que asocia el antiautoritarismo al anarquismo y al socialismo). Defensores a ultranza del libreempresismo y opositores a la intervención estatal, los libertaristas contaron con un filósofo de peso (Robert Nozick, el “anti John Rawls”, que luego revisó sus posiciones) y formaron un partido político (que desapareció en los 70 pero renació el año pasado). Les faltaba la aprobación de Rand, pero ésta los despreció y combatió como al peor enemigo. ¿La causa? Solamente se plegaban a los fundamentos económicos y políticos del objetivismo, dejando de lado sus aspectos metafísicos y estéticos. Para Rand, era todo o nada.
Sin embargo, la muerte de la escritora -ocurrida en 1982- ha contribuido a superar esas diferencias. Hoy el sitio del Ayn Rand Institute, dirigido por personas más flexibles que su mentora -y menos vinculadas sentimentalmente a ella que Branden, que debió cerrar su organización cuando se interrumpió su relación como amantes- tiene un apartado dirigido a los simpatizantes del Tea Party que evita cuidadosamente abordar el tema de Dios o la nietzscheana división de clases que profesaba Rand. No son pocos los políticos republicanos que actualmente citan a Rand sin riesgo alguno, en tanto las redes sociales han contribuido a que una modesta adaptación cinematográfica de Atlas Shrugged estrenada en abril haya ocupado más y más salas de exhibición, para asombro de los comentaristas de películas. En tanto, la semana que viene debuta un “documental”, Ayn Rand and the Prophecy of Atlas Shrugged, que prueba el poder predictivo de la novela en base a la actual situación económica de Estados Unidos.
La Che Guevara del mercado
Entre los más notorios difusores del randismo en nuestro idioma están los autores del Manual del perfecto idiota latinoamericano Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa. Sin embargo, el padre de este último, Mario Vargas Llosa, ridiculizó la recomendación en el prólogo de El regreso del idiota. Allí califica de “mamotretos narrativos” a Atlas Shrugged y The Fountainhead y comenta: “A mi juicio, hubiera sido preferible incluir cualquiera de los ensayos o panfletos de Ayn Rand, cuyo incandescente individualismo desbordaba el liberalismo y tocaba el anarquismo, en vez de sus novelas que, como toda literatura edificante y propagandística, son ilegibles”. Cuando en abril de este año el Nobel visitó el Río de la Plata, participó en un congreso de la Sociedad Mont Pelerin dedicado a debatir sobre “El desafío populista para la libertad en América Latina”, en el que varios de los ponentes proponían las ficciones de Rand como solución a la baja cotización emocional del capitalismo.
En nuestro país, donde el mantra “bajen el costo del Estado” se ha ido asordinando, no es fácil conseguir ediciones de El manantial o de La rebelión de Atlas en librerías y tampoco en bibliotecas. Hace dos años, la Universidad de la República se deshizo de los únicos ejemplares que poseía de Atlas Shrugged y The Fountainhead (comprados inmediatamente por el abajo firmante a un precio ridículo); los había donado el Ayn Rand Institute, que envía gratuitamente ejemplares a toda institución educativa que lo solicite. Dándole la razón a Rand en cuanto a los vicios de la burocracia, tal vez algún funcionario apático haya decidido que no valía la pena conservar en sus estanterías unos libros tan poco edificantes. ¿Habrá paro o huelga?