Unas cincuenta obras acotadas en 20 años (un puñado de los 70, la mayoría de los 80 y 90) conforman la retrospectiva que el CCE, bajo la curaduría de Clever Lara, dedica a las 6 décadas de trayectoria de José Luis Pepe Montes, uno de los últimos destacados discípulos del Taller Torres García. “El” taller: ahí anida, evidentemente, una de las cuestiones clave de la muestra (y de la pintura nacional) porque el TTG, y por supuesto Torres García mismo, generó y sigue generando, a casi medio siglo de su cierre, honores y horrores del arte del país: por un lado, innegable fábrica de talentos, estimulante polo cultural de la vida montevideana, alacre centro de comunión de nuevo y tradición con fundamentales toques localistas, o sea “americanos”; por el otro, suerte de Moloch dogmático, salpicado de cierto neoplatonismo un poco naïf, generador de esquemas -por ejemplo la célebre “paleta baja”, según algunos responsable de la poca vivacidad colorista de la entera historia del arte uruguayo “moderno”- que pronto se han vuelto ridículos tics pictóricos (el caso más patente y doliente, la artesanía “inspirada por”).

Todo cierto y Montes, de alguna manera, ejemplifica algunos de los puntos mencionados. Entrado en el Taller en 1950, justo después de la muerte de Joaquín, encuentra en Augusto Torres uno de sus mentores: de hecho los intereses de Montes coinciden, en muchos aspectos, con los de Torres Jr: figuración (con sólidas bases en el dibujo, ergo la línea, como subraya extensiva y oportunamente Lara) y simbolismo (entendido como material vivo, aunque no exento de cierto manierismo). De hecho, dentro del panorama de sus inicios, hay una sola “posibilidad” que Montes nunca intenta ni intentará, por obvias razones (ideológicas, del taller): lo informal. Todo lo demás será practicado más que exhaustivamente.

La elección de mostrar obras “recientes” se explica, a decir del curador, por la madurez y plenos criterios estilísticos que lucen las obras de aquel período, pero los temas se hubieran podido encontrar igualmente en décadas precedentes. La división de la muestra es neta, también espacialmente: entrando se halla la producción menos conocida, que más quiso rescatar Lara, o sea la directamente “constructivista” y hacia el fondo de la sala se hallan los retratos y los bodegones (juntos a videos de entrevistas sobre el autor).

En ese último ámbito, las naturalezas muertas, ya sean dibujadas o pintadas, revelan, como rasgo específico, la visibilidad, los trazos de lápiz, en fin, el caparazón geométrico, “intelectual” que la sostiene: elemento cardinal, palmariamente heredado de las enseñanzas del “maestro” que acá (como en otras instancias, por ejemplo el “metafísico” Ventana, espiral, espejo de 1989) llega a ser quizá el elemento más interesante de las piezas.

De los retratos se destaca, decididamente, el de Paco Espínola de 1982, parte de una serie de efigies de escritores comisionada a Montes a principios de los 80 por la Biblioteca Nacional y que incluye, entre otros, a Onetti y De Ibarbourou: la pesadez de los ocres y grises, la masa negra que conforma el cuerpo, el claroscuro extremo que corta el rostro del cuentista, crean una imagen notable, algo que no pasa en las demás telas figurativas expuestas.

La otra producción asombra, mirada en conjunto, sobre todo por el eclecticismo: quedándonos entre los alumnos directos de Torres, hay referencias continuas, y lógicas, a los juegos de planos, figuras atrapadas en espacios euclideanos (tipo Francisco Matto o Julio Alpuy como en las piezas de 1992, Verbo, Homenaje a Augusto Torres y Las tres gracias); empero, más sorpresivamente, aparecen cuadros “sacados” de los gloriosos años 10 europeos (claro, siempre dentro de la visión de las vanguardias históricas del TTG) como los “cubistas analíticos” refinados y picasso-braquianos de los Músicos de los años 80, u otros de matriz metafísica italiana, entre De Chirico y Carlo Carrà, naturalmente con pizcas augustotorresianas, como el Paisaje de 1987 y el otro de 1994, casi sironiano.

El valor de la pintura de Montes parece condensado en la desviación, mínima, de algún modelo -en las grietas que se abren sobre una superficie conocida- soportado por el implacable frenesí de traducir todo en pintura (como, por otra parte, ilustra su frase citada en el catálogo “lo único que me proponía era eso: pintar, pintar, pintar. Y frente a eso se borró lo otro”). Ese constante ejercicio encuentra su dimensión más estimulante en las relecturas de la fluidez y liviandad gurvichana (con un simbolismo en clave cristiana): comprimida en piezas como Primavera de 1996 o en la tinta china de En principio era el verbo de 1989; más airosa en las series de Espirales y Doble Espiral sobre telas y cartones, probablemente la conjugación montesiana más feliz del aparato teórico-práctico de Joaquín (filtrado, además que por Gurvich, por Chagall, tal vez con toques de Klee). Efectiva y finalmente, resulta muy tentador y, creo, acertado leer el espiral como alegoría del entero corpus de obras de Montes aquí expuesto: atrayente e hipnótico, con su sinuosidad y repeticiones aplacadoras y a la vez cerrado y ombliguista, con su insistencia en producirse virtuosamente en el oficio de la variación.