Tras los varios "Delitos de arte" que ahí se cometieron en pasadas temporadas, el EAC decidió otorgar a los mismos criminales el “subsuelo” para que hagan público su más o menos aviesa operación: se me perdone la burda metáfora semihumorística, pero es realmente arduo salir, hablando del Espacio, del sofocante ambiente carcelero que implica (ojalá broten de él obras maestras, pero aunque no sea así creo que Uruguay por lo menos establecerá pronto un récord en cuanto a número de piezas nacionales con temática penitenciaria). Esta flamante "sala_taller" consiste, de hecho, en la creación in situ de talleres en los que siete artistas fueron llamados a producir obra(s).

sala_taller

De Javier Abreu, Gonzalo Delgado, Florencia Flanagan, Jacqueline Lacasa, Antonella Moltini, Celeste Rojas y Gustavo Tabares. Espacio de Arte Contemporáneo, EAC (Arenal Grande 1930). Hasta el 6 de noviembre.

Ya he hablado de cierta tendencia reciente a exhibir el trabajo in progress del artista, desplegándolo (y considerándolo) como parte de la obra: acá hay, se podría decir, una sistematización de dicha tendencia. Con sus reglas, bastante rígidas -incluso un horario a cumplir-, que vale la pena transcribir por completo (aunque sea un poco largo): “El encuadre está planteado; las reglas, claras: los artistas utilizarán dos de los espacios de las antiguas celdas, uno como lugar de trabajo y otro como área de exposición, y deberán administrar ambos resolviendo cuándo y por qué algo se transforma en obra y es exhibido como tal. El público podrá asistir a este hacer en tiempo real, ya que al menos tres veces por semana los artistas estarán trabajando en su taller transitorio, en horarios que estarán disponibles y serán comunicados por el EAC”. Más tímido, culto y cool, menos invasor, gritón y para nada chanflón, obvio, pero leído así, ¿no suena un poco a Gran Hermano?

Sin embargo, hay varias cosas rescatables: por ejemplo, una desmitificación de la idea de artista como talento inspirado lejos del “trabajo-trabajo” -algo que habría debido desaparecer hace mucho y que todavía circula- y que por suerte se evapora frente a esta especie de minicadena fordista del arte local. También es loable el potencial diálogo entre el visitador y el creador: no se explicita en ningún lado, pero creo que está permitido (y quizá incluso tácitamente incitado) y puede aclarar las visiones de ambos lados. Obviamente, algún purista podría objetar que, sabiendo que en cualquier momento un desconocido lo puede escrutar, el artista cambie su comportamiento (no se rascará en lugares inconvenientes, no se pondrá los dedos en la nariz, etcétera) y, con él, cambie la obra final; la cuestión queda abierta, pero tal vez, al final, la obra resulte beneficiada (¿estamos o no estamos en un panopticon?).

Pese a que los artistas son, por supuesto, muy diversos entre sí, los talleres tienen todos un mismo aire (o quizás, una vez más, es la dimensión celda que los homogeneiza): lápices (en algunos casos pinceles, pasteles, colores), libros y revistas, hojas con apuntes, estímulos visuales (fotos, afiches) pegados a la pared. El orden, el desorden y la cantidad de cada elemento marcan las diferencias entre los elegidos: Abreu, Delgado, Flanagan, Lacasa, Moltini, Rojas y Tabares, vale decir, una mitad volcada a lo conceptual y a la variedad de soportes, la otra a disciplinas más definidas como la foto y la pintura.

Barrotes homogéneos

Tal vez sea todavía temprano para hablar de los resultados -al fin y al cabo, falta un mes y medio para el cierre-, pero parece mejor, dado el tipo de operación, hacer una crónica in fieri que una vez terminado.

Javier Abreu con "Mi mundo chino… después del fin" es el único que crea un paralelo directo e inmediato entre las dos salas. Ambas presentan una silla invertida en el medio de las salas y, en cierta medida, se cancela la diferencia entre los dos espacios (aunque el taller revele más desorganización). Se trata de un concentrado del conocido repertorio iconográfico de Abreu: cajas de productos alimenticios, revistas pop, imágenes cabeza abajo (como hacían los anarquistas fin de siècle con los crucifijos), recortes varios, y en la sala su ordenamiento con material “propagandístico” de su actividad, mapa del mundo “pisable” cubierta de pedacitos de papel rojo (eso y un retrato de Mao fue lo único “chino” que pude encontrar, pero tal vez en la confusión se me escapó algo) y vitrina con ataúd hecho de cajitas de Colgate y Ricarditos (además de una cortina de billetes recortados que delimita el dentro/fuera de su muestra).

Gonzalo Delgado con "Autorretrato de un boceto" vierte su búsqueda en las posibilidades combinatorias de pedazos de sí, dibujados en estilo caricaturista (en parte ya exhibido en la muestra Cuida tus deseos) y pegados a las paredes del taller, que luego recompone en un video -una animación básica- proyectado en la sala contigua, suerte de retrato de un “yo” en stop-motion, perpetuamente incompleto.

Florencia Flanagan divide "Tejer EL MANTO" así: taller con hilos, ovillos, alfileres, máquina de coser, libro sobre mantas traperas uruguaya, “cerrado” con un visillo estilo Arsénico y encaje antiguo en la parte alta de la entrada; sala con paredes cubiertas por una caligrafía delicada y decorativa donde se reflexiona sobre mujer, trabajo, género, sucesos personales, etcétera, además de una laptop con video del trabajo manual y más, todo con ayuda de otras artistas en una especie de proceso de recuperación que quiere “reparar lo femenino arquetípico herido a través del manto expiatorio” y que quizá encuentra su insignia más en el mantra “yo puedo-tú puedes” que en la manta donde está bordado una y otra vez.

La sala de Jacqueline Lacasa está vacía, silenciosa, blanca virginal, todo lo opuesto de lo que promete el título de su obra, "El ruido del desasosiego". A lado su taller: computadora, varios libros, maderitas, cola, tijeras, cinta, sirven para pensar las alegorías blanesianas de sus cuadros más famosos -hace tiempo que Lacasa trabaja sobre el Pintor Nacional- cuyos “sets” la artista irá armando y súbitamente desarmando en el espacio ahora desocupado, para quien tenga la suerte de pasar cuando se exponen.

Todo un altar terrorífico (¿?), en un estilo lisa y llanamente goth (entre los films de la Hammer y "Emily the Strange") con cruces de madera vieja, símbolos siniestros, velas prendidas, retratos brut de gente espantosa y espantada, llenan la expo de "Dios del miedo", de Antonella Moltini, que por su sencillez dudo que logre contestar a la pregunta disparadora del trabajo (y del típico taller del pintor: colores, pinceles y caballete): “¿Cuál es la relación entre lo sagrado y lo siniestro? ¿Por que la iconografía religiosa puede llegar a ser tan terrorífica?” De última, la religión asusta más en otras celdas: el hiperkitsch del platito con cara de Wojtila de Abreu y el de una esculturita de un Jesús pensativo de Tabares.

Asépticos y fríos son los ambientes creados por Celeste Rojas, cuya muestra de su "Ciudad líquida" consiste, por ahora, en una mesa esencial con, arriba, un puñado de fotos numeradas de urbes latinoamericanas, mayoritariamente Montevideo: el público, a través de un formulario, debe elegir cuáles y cómo deben ser expuestas, conduciendo así un experimento de co-autoría o mejor aun, des-autoría.

Where have you gone, Joe DiMaggio

Finalmente, una pieza polémica: como ya explica el título “El caso Di Maggio-Tabares (Ni yo soy Laborde, ni tú eres Pombo)”, Gustavo Tabares apuesta al ataque directo y personal -que efectivamente no es común en el arte contemporáneo- y a la broma entre chiste goliardesco y bretoniano de humor negro. Su taller retoma la forma de celda con barrotes, mujeres desnudas en la pared y, para cuando no está él vestido como preso, almohadones y gorro en la cama para simular el cuerpo del recluso durmiente, probablemente en fuga. En la sala se explica el crimen: según varios (falsos) recortes de diarios, Tabares habría matado al crítico de arte Nelson Di Maggio y a la hermana de éste, acuchillándolos en su apartamento.

Toda la divertida y ostentosa puesta en escena causa efectivamente gracia. Y también la causa un manifiesto tabaresiano que la acompaña: “Proyecto para la sumatoria de esfuerzos a favor de la muerte de la crítica de arte y del papel de quienes la llevan adelante” en el que se queja de que “ellos se definen como críticos, pero ejercen su actividad publicando sus posiciones en la prensa escrita local, omitiendo información o editándola de forma infundada, caprichosa y teñida de subjetividad, descuidando al verdadero público objetivo de un diario, y ubicándose en forma narcisista, como el público destinatario de la información, o sea escribiendo para ellos mismos”.

Sin embargo, en una entrevista televisiva, Tabares repitió los mismos conceptos y no pude leer ninguna distancia e ironía en lo que decía: seguramente una desatención mía. Porque, si así no fuese, debería sentirme llamado en causa (como integrante de la categoría atacada) y contestar, súper sucintamente, que artistas y críticos son figuras socialmente determinadas y que -más allá de la cuestión de la calidad, acá absolutamente irrelevante- si la sociedad decide aguantar los caprichos, subjetividades y narcisismos de los que nombra artistas, también tiene que bancarse los mismos ítems de los críticos.