Podrían haberle puesto un título referido al misterio, al miedo, al pueblito ficticio del interior de Ohio, o a la presencia peligrosa que va a amenazar a sus habitantes. Pero no: le pusieron Super 8. Hay un buen pretexto: la barra de adolescentes que protagoniza la película (ubicada en 1979) está dedicada a la realización de una película en formato súper 8, y es gracias a material captado de casualidad en la película que van a empezar a solucionar el misterio. De cualquier manera, es un elemento periférico en la anécdota, que el título ayuda a traer más cerca del centro.

JJ Abrams ganó un lugar sólido en la historia de la comunicación audiovisual como creador de la serie Lost, que a su vez potenció su carrera en la pantalla grande y lo lanzó como director. Éste es su primer proyecto cinematográfico realmente personal (Misión imposible III y Star Trek integraban franquicias preexistentes). Nacido en 1966, Abrams en 1979 tenía 13 años, como los personajes, y por supuesto hizo sus comienzos en cine con el súper 8. No hay nada en la historia “principal” de esta película que no pudiera hacerse en la actualidad (los gurises estarían filmando su historia de zombis en video digital). Pero Abrams se concedió el gusto, que de alguna manera la película transpira, de asociar esa fase tan especial de los primeros enamoramientos, del vagar por ahí con la barra de amigos en bicicleta y de los inicios en la realización de cine, con la época específica en que él mismo los vivió, es decir, un mundo sin internet, ni computadoras personales, ni celulares (pero sí de walkie-talkies), impresionado por el accidente nuclear de Three Mile Island, en que la gente más terraja seguía escuchando música disco pero los más cool ya vivían la new wave, surgían el walkman y el cubo de Rubik, persistían los pelos largos, los pantalones Oxford y cuellos Barrymore. En las escenas en que se filma o proyecta en súper 8, tal vez para la mayoría del público actual sus atributos son datos nomás, pero para quienes curtimos el formato hay emociones profundas (como las que a veces traen los aromas y canciones) en el ruidito del proyector, la textura visual granulada, la oscilación de la película en el proyector a cada corte (por el relieve de la cinta adhesiva o del pegamento), o en el ritual mismo de desenvolver el cartucho de película virgen y el suspenso de tener que aguardar días hasta poder ver la imagen revelada. Además, la nostalgia de los 70 incluye una nostalgia de segundo grado, la nostalgia de la nostalgia que se sentía en una década que cultivó la moda de la nostalgia, también presente: la película que están filmando los muchachos está ambientada en los 50, es reminiscente del cine de terror clase B de hacia 1960, y el propio caso con el que se entreveran en sus “vidas reales” empezó en 1958.

Estos aspectos son intransferibles para quienes participaron en dichas vivencias, y son un “exotismo temporal” para quienes están fuera de su alcance nostálgico directo. Pero hay un componente mucho más esencial: así como la realización de los muchachos tiene el gusto “súper 8”, la película como un todo evoca el tipo de cine que esos adolescentes consumirían hacia 1979, es decir, sobre todas las cosas, Steven Spielberg. La historia envuelve montones de elementos de diversas películas dirigidas o producidas por ese tremendo cineasta: hay cosas de E.T., Encuentros cercanos de tercer tipo, Tiburón, Los Goonies, Parque Jurásico, Poltergeist, La guerra de los mundos y quizá más. No se trata de un ejercicio cinéfilo de reconocimiento de citas: no vamos a escuchar ningún tema musical de John Williams y nadie va a decir “Vas a necesitar un barco más grande”. Pero es como un rearmado de situaciones y de estructuras, temas, idiosincrasias y manías spielberguianas. Tanto la cercanía como la distancia fueron suficientes como para que el propio Spielberg se haya dispuesto a actuar como productor (y el emblema de Amblin al inicio ya impone un elemento nostálgico y una orientación estilística).

La sombra del maestro

No conviene decir en qué consisten varios de esos detalles spielberguianos, porque se trata en buena medida de una película de misterio y varias cosas van a ser reveladas hacia la mitad o rumbo al final. Sí se puede hablar sin problemas del tono: la empatía con el espíritu púber, en la mezcla de suspenso y terror con humor, el tratamiento estrictamente clásico que privilegia la delineación de personajes y concede tiempo para que nos lleguen a importar. Todo ello está aggiornado con efectos especiales digitales de primera calidad, y con el tipo de cinematografía de continuidad intensificada (ángulos llamativos, muchos movimientos, ritmo veloz, découpage complejo, sonido estruendoso), pero sin nunca perder de vista la prioridad concedida a la claridad de exposición y al centro en los personajes. Ello va a pautar que los espectadores acostumbrados a un cine de acción basado en el predominio absoluto de una alta intensidad (y no en la modulación de la intensidad) pueden llegar a sentir la película como lenta.

La trama de homenajes a Spielberg termina implicando una cierta incongruencia de géneros. No se trata de que esos elementos entren en conflicto frontal unos con otros, pero no llegan a resolverse totalmente dentro de ningún juego concreto de expectativas: hay aventura adolescente, comedia, terror, ciencia-ficción, sin demasiadas pistas (para quienes entren al cine sin más datos que los proporcionados por la sinopsis y el afiche) de hacia dónde va la cosa. Esta multiplicidad es otro de los aspectos interesantes, porque, a la larga, la película termina cumpliendo con todas las premisas al mismo tiempo.

A veces la presencia de algún rasgo spielberguiano puede sonar un poco suelta. Por ejemplo, la película empieza en el entierro de la madre de Joe, muerta en un accidente en una empresa metalúrgica. En E.T. la ausencia del padre va a tener resonancias en la carencia afectiva de Elliott que ayudarán a explicar su envolvimiento emotivo con el extraterrestre (y crear una duplicidad con la idea de un amigo imaginario). Acá, en principio, parecería que la pérdida de la madre de Joe, además de ser un guiño a Spielberg, es un mero chantaje afectivo para enfocar nuestras simpatías en el personaje. Pero si observamos bien, la narración se las arregla para “usar” ese elemento anecdótico de varias maneras: sin duda efectúa el chantaje afectivo favorable a Joe, pero además presenta la cabeza algo morbosa de sus compañeros (por algo son aficionados a los zombis). Uno de los comentarios de éstos (se pregunta qué puede haber dentro del cajón de una persona que murió aplastada bajo una pieza metálica de varias toneladas) nos deja una fuerte impresión que va a estar resonando cuando, algunas escenas más adelante, tenemos el desastre con el tren y los protagonistas huyen desesperados entre fragmentos de metal pesado proyectados con toda la potencia por el choque y las explosiones subsiguientes (tremenda escena de catástrofe y, por esa vía, otra alusión más al cine setentista). Habrá otras escenas en que se proyectan grandes objetos metálicos proporcionando peligros similares. Además, la pérdida de la madre va a pautar dificultades y tensiones en el vínculo de Joe con su padre, el policía de la ciudad, para quien, como suele ocurrir, la motivación moral de restablecer el orden se va a combinar con la motivación personal de salvar a su hijo. La muerte de la madre también involucra al padre de Allie y la enemistad de éste con el padre de Joe, generando una situación tipo Romeo y Julieta y otra línea de acción que va a depender de la reconciliación de los dos adultos.

Entre los conflictos que dominaban aquellos tiempos, la narración claramente asume algunas opciones favorables al costado pos-jipi de los 70 (se obvia el nihilismo punk) y opuestas al ascenso derechista de los 80. El ensimismamiento del walkman se muestra como ridículo, negativo, y es sancionado. La señora que de todo les hecha la culpa a los soviéticos está en un error. La Fuerza Aérea (o las fuerzas armadas en general) no sólo contiene elementos perversamente belicosos y retrógrados, sino que actúa directa y orgánicamente como un grupo criminal, en contradicción frontal con la honestidad, la ética y la democracia. En su tratamiento del otro, la Fuerza Aérea no hace cualquier esfuerzo de comprensión y empatía, y opta por el enfrentamiento, la opresión e incluso la tortura. El mal que resulta de ahí se explica sobre todo como respuesta a esa actitud beligerante y arrogante, y la comunidad pagará un precio alto por ello. La película adopta la actitud de buscar un contacto con el otro, e incluso justifica un boicot francamente “antipatriótico”, subversivo e ilegal a la actividad de los militares e induce a pensar que el afloje unilateral en la agresión es a la larga positivo, aun si la otra parte llegó a hacer cosas realmente horribles (y se da a entender que sí las hizo, en la secuencia de la cueva, aunque no se insiste demasiado en ello y nada queda totalmente explícito).

La realización es de un nivel excepcional. Y aun en el marco del homenaje a Spielberg, hay mucho ingenio propio de Abrams. El estilo visual está unificado por la presencia muy frecuente de rayos de luz horizontales azulados contra la oscuridad nocturna. Las películas institucionales en estilo de época, que simultáneamente aclaran la trama y generan más misterios, son reminiscentes de las películas de la Iniciativa Dharma en Lost. El concepto de la criatura tiene mucho en común con la de Cloverfield, producida por Abrams -ambos conceptos visuales son de Neville Page-. El costo relativamente modesto deriva exclusivamente de la ausencia de superestrellas y fue facilitado por la ambientación interior (que ayuda también a la textura del cine clase B). Pero los “valores de producción” (por echar mano de una frase recurrente de la película misma) son bastante altos, y el reparto es muy bueno, con destaque para una imponente Elle Fanning.