La noche del 14 de setiembre, sentado en el Paraninfo de la Universidad de la República, escuchando los distintos modos de rendir homenaje a la memoria de Mario Benedetti, se me cruzó un recuerdo impertinente que, en apariencia, no cuajaba nada bien con lo que estaba presenciando. Hacía exactamente 40 años -en 1971- Benedetti había ayudado a fundar y dirigir el Movimiento de Independientes 26 de Marzo, que se sabía tácitamente, aunque era peligroso decirlo en voz alta en esos momentos difíciles, que era la fachada legal del entonces clandestino y guerrillero Movimiento de Liberación Nacional (MLN), entre cuyos líderes se contaba un cierto José Pepe Mujica, el actual presidente de todos los uruguayos.

En 1985, después de volver al país tras 12 años de exilio penoso pero muy creativo, cuando Benedetti hizo una antología de los Escritos políticos de su breve período de militancia revolucionaria, omitió toda mención de los discursos que había hecho en nombre de Movimiento y publicado con otros artículos en Crónicas del 71 y Terremoto y después, libros que habían servido como propaganda política en la lucha derrotada que había desembocado en el golpe militar de junio de 1973, cuando se prohibió la circulación de la obra entera del autor homenajeado ahora, en lo que hubiera sido su cumpleaños 91.

Por lo tanto, cuando Ariel Silva, secretario privado del escritor en vida y actual gerente de la Fundación Mario Benedetti, terminó una larga e impresionante lista de los proyectos actuales y planes futuros auspiciados o emprendidos por la Fundación, recalcando que el “auténtico gran legado” de Benedetti era “fundamentalmente una ética de la vida”, enfoque repetido en otro discurso en el que se subrayaba la “coherencia” entre “pensamiento, palabra y conducta” en su vida y obra, yo comencé a preguntar a qué vida y a qué Benedetti había que recurrir, ¿al militante o al que se había arrepentido de esa militancia aunque siguió defendiendo la revolución cubana y condenando el imperialismo?

El mero concepto de coherencia ética entre palabra y hecho, obra y vida, muy utilizado por el mismo Benedetti y por eso tan fácilmente reciclado por cualquiera que busque neutralizar y naturalizar sólo a cierto Benedetti aceptable dejando de lado a otros inconvenientes, implica que la vida y obra del escritor es una sola e indivisible, o sea, que sólo es posible derivar de ella una postura ética entera que la defina de una vez por todas. Esto me parece muy cuestionable, ya que las “actitudes” (término privilegiado en el pensamiento benedettiano) del mismo autor varían mucho a lo largo de su vida, entre (hago aquí una mínima selección personal) el moralismo crítico de los años 50, la concientización política de los 60, la militancia revolucionaria de 1970-1973, la lucha antiautoritaria del período de exilio, más las alegrías y desencantos a partir del reencuentro con el nuevo “paisito” posdictatorial, en 1985. Reducir estas posturas distintas a una única invariable sólo se puede realizar eliminando un elemento, a mi modo de ver, imprescindible para una cabal evaluación de la relevancia actual de la contribución ética y literaria de Benedetti: la política.

Afortunadamente, con o sin el apoyo abierto y oficial de la fundación, la política hizo acto de presencia durante la función. El discurso pronunciado en nombre de Leonard Peltier, el activista indígena de Dakota del Sur que había sido encarcelado por defender los derechos de su tribu a mantener su cultura y su tierra, por lo cual recibió in absentia el primer premio de los Derechos Humanos otorgado por la fundación, condenaba el imperialismo económico y cultural de Estados Unidos en términos que habría aplaudido el Benedetti revolucionario de los 70; Híber Conteris, quien recibió una mención de honor en el concurso de ensayos sobre la obra de Benedetti, habló del “compañerismo” de los militantes del original Movimiento 26 de Marzo; Daniel Viglietti, también integrante del comité ejecutivo de la fundación, dedicó la interpretación de su canción “Otra voz canta” a los que buscan la verdad sobre los desaparecidos de antes o durante la dictadura; y hasta la maestra de ceremonias, María Inés Obaldía, sintió la necesidad o el deseo de resumir en sus palabras de clausura que habíamos asistido a una noche no sólo de memoria y de música, sino también “de política”.

Otra pregunta inconveniente: ¿de cuántas otras personas se puede decir lo mismo? Hace unas semanas, en El Dipló de julio, leí en una reseña de un libro reciente de la dramaturga argentina Griselda Gambaro que uno de los “rasgos fundamentales” de la autora era “la coherencia que impera entre su vida, sus ideas y su obra”. ¿Por qué limitarse a escritores? ¿No se puede decir algo muy parecido de los incansables activistas ambientales, trabajadores sociales, defensores de prisioneros de conciencia o de los derechos indígenas, familiares de personas desaparecidas? Además, ¿para qué y a quiénes sirve tal lección de “ética de la vida”?

Como nos recordó otro miembro del comité ejecutivo de la fundación, Eduardo Galeano, en el mismo acto, en una de estas frases lapidarias y aforísticas que él sabe confeccionar mejor que nadie, “la memoria es la inmortalidad mortal”. O sea, el conocimiento ético del ser humano no se acumula en ninguna base de datos como el que tenemos sobre el funcionamiento de los órganos del cuerpo o la física subatómica; más bien, muere con la persona misma o con los que la conocían, dejando con el paso del tiempo una huella cada vez más débil y ambigua y menos adaptada a las circunstancias actuales. Cada generación, cada colectividad, cada individuo, van creando su propio perfil ético, y por lo visto pesa bien poco la experiencia sumada de generaciones anteriores. No hay cuentas corrientes de derechos humanos o ciudadanos.

Empero, lo más asombroso de la opinión de que “el gran legado fundamental” de Mario Benedetti es “una ética de la vida” es la falta de cualquier mención de que se trata de un escritor. Benedetti dedicó aproximadamente 70 de sus casi 90 años a leer y escribir ensayos, cuentos, novelas, poemas y obras de teatro, y llegó a publicar el equivalente de más de un libro por año.

Cualquier lector identificará lo que le parecen los puntos más débiles o más logrados de una obra tan voluminosa, pero me permito opinar que todos los que leemos esta obra, en parte o en conjunto, por placer personal o por obligación profesional, coincidiremos con la opinión que tenía Benedetti de los que reconocía como sus maestros (como el poeta argentino Baldomero Fernández Moreno o el español Antonio Machado): la parte más valiosa de su vida era precisamente su obra escrita, porque era lo único que duraba, y se encontraban allí las huellas más importantes de las “actitudes” de sus autores. Así que, sea lo que sea nuestra opinión sobre la obra de Benedetti, recomiendo que sigamos leyéndola, estudiándola, comentándola, pero siempre en su versión más completa, contradictoria y múltiple, aunque se tenga que hacer en oposición al juicio público de la fundación dedicada a homenajear al escritor, manejar sus derechos de autor y trabajar en su nombre.

Al llegar a casa después de la conmemoración, el notición del momento era sobre un hombre que había increpado al presidente Mujica en la Rural del Prado, acusándolo de haber vendido la patria al capitalismo imperialista global. Ya que en vida Mario Benedetti parece haber tenido sus discrepancias con el Frente Amplio pos Líber Seregni, no sé cuál de los posibles Benedetti hubiera sido el primero en comentar el asunto. Pero puedo imaginar perfectamente a dos Benedetti diferentes, uno que defendía al gobierno y otro que apoyaba al agresor. Ambos serían consecuentes, razonables y éticos. Y los dos se llamarían Mario Benedetti.