Junto con la saga de Harry Potter y las novelas de Dan Brown (El código Da Vinci), la trilogía policial del fallecido Stieg Larsson, Millennium, ha sido uno de los mayores éxitos editoriales de los últimos 20 años, vendiendo decenas de millones de ejemplares en el mundo entero. Por supuesto, esta trilogía estaba condenada a ser llevada a la pantalla grande, lo cual fue rápidamente realizado con tres películas suecas aceptables (una dirigida por Niels Arden Oplev y dos por Daniel Alfredson, las tres estrenadas en 2009), que trasladaban en forma bastante literal los textos de Larsson al cine. Pero las tres tuvieron una distribución más bien limitada y se sabe que a Hollywood no le gustan las películas habladas en otro idioma y con caras no muy conocidas en los principales roles, así que no es nada raro que con poca diferencia de tiempo del lanzamiento de las películas suecas, ya se haya lanzado al mercado la versión estadounidense.

Es interesante revisar qué es lo que ha hecho de Millennium una saga tan popular; más allá de la hábil prosa -aunque nada excepcional- de Larsson, las novelas no se diferencian en gran cosa de decenas de otras narraciones de intriga más o menos conspirativa, adornada en forma más bien superficial por detalles de modernidad ya algo anacrónicos -hackers individualmente todopoderosos, personajes neo-punk- y tramas de misterio no del todo sólidas. Pero el gran atractivo evidente de las novelas es su personaje principal, Lisbeth Salander, la personificación de una mujer empoderada y posfeminista, algo marginal pero definitivamente independiente, que se convierte en justiciera casi sin voluntad de serlo. Un gran personaje, que es todo lo que necesita cualquier trama sin mayor originalidad, y al que se debería atribuir el éxito de toda la trilogía.

Vale la pena recordar que la novela original se llamaba Hombres que odian a las mujeres y, básicamente, la historia es una fantasía de revancha femenina ante el abuso sexual, que eclosiona en la asombrosamente violenta escena de la venganza de Lisbeth Salander de su supervisor violador. Por supuesto, es una motivación temática tan válida (o tal vez más) que la de cualquier otro thriller, pero por momentos da la impresión de ser excesivamente programática en su galería de víctimas, victimarios y vengadores. Además, puede ser un poco incómodo -a pesar del gran apoyo que la novela y las películas han tenido de las organizaciones que luchan contra los abusos sexuales- la forma digna de la ley del talión con la que se desarrolla la revancha de la violación.

Hay varios facilismos maniqueos en la trama -villanos que, además de nazis, religiosos y millonarios, son también torturadores y violadores; revanchas sexuales casi de catálogo-, pero sería injusto adjudicárselos a la película cuando ya eran centrales en la novela de Larsson; al fin y al cabo, un bestseller de ganchos bastante simples.

También hay algo de obviedad simbólico-feminista -aunque no deje de ser un recurso interesante- en elegir un actor de físico exuberante como Daniel Craig (además, habituado a los roles de hombre de acción) y colocarlo junto con la más bien escuálida Rooney Mara, y luego invertir sus roles en las escenas de peligro, cuando es Mara quien debe salvar a Craig de los peligros inmediatos. Más allá de eso, no deja de ser fascinante -si no se es muy impaciente- como la película demora más de una hora antes de que sus dos personajes principales converjan, y la química instantánea que se produce entre ambos actores. Rooney, en particular, es uno de los grandes activos de esta nueva versión de La chica del dragón tatuado. Presentada en forma deliberadamente inexpresiva y asexuada (en cierta forma en paralelo a la impersonalidad con la que Fincher comienza su película), la actriz va destapando matices expresivos y sensuales hasta volverse una presencia magnética absolutamente central del film (y desplazando el protagonismo de Craig, alrededor de quien gira predominantemente la trama durante la primera hora).

Una curiosidad -en una película que en el fondo es tan políticamente correcta- es el hecho de que sus dos personajes principales fumen como murciélagos (aunque con culpa en el caso de Craig) durante todo el film, algo que, como todos sabemos, está muy mal.

Los sentidos del artesano

Pero dejando de lado las virtudes y defectos de la historia -con un balance inclinado hacia el lado de las virtudes- y su presentación esencial, La chica del dragón tatuado es sobre todo una oportunidad de reencontrarse con un director tan refinado como Fincher, quien parece decidido a convertirse en el heredero de Stanley Kubrick en su obsesión por dominar el lenguaje cinematográfico en los aspectos técnicos y su fascinación por la tecnología visual de punta (aunque sin que éstos se vuelvan el centro de la película, como siempre sucede con las del ruidoso James Cameron). Si la película tenía una carta de validación de su existencia ante la existencia previa y reciente de su versión sueca, ésa es, justamente, la presencia de Fincher detrás de cámaras. Sin embargo, los primeros 30 minutos del film sorprenden -sin contar los creativos créditos de apertura- por su impersonalidad, algo realmente extraño en una película de Fincher, un director que puede ser bombástico y expansivo, como en Seven o El club de la pelea, o sutil y retraído, como en Zodiaco y La red social, pero que suele estilizar cada una de sus escenas al máximo. En esta ocasión parecería que simplemente se limitó a montar sus cámaras al servicio del texto, pero su extraordinaria habilidad técnica va emergiendo lentamente, en ocasiones en tomas muy breves, pero realmente virtuosas.

Sin utilizar una técnica o ambientación predominante -aunque sacándole el jugo al blanco de los paisajes nevados- Fincher alterna planos convencionales con otros cuidadosamente jugados (el fuera de campo con el que presenta a Lisbeth, sin caer luego en un primer plano revelador), pero por momentos parece no tener demasiado decidida la aproximación general al film, al menos en lo visual, porque en lo auditivo la cosa cambia.

No deja de ser notable que en una película de uno de los directores más cuidadosos con las imágenes de Hollywood, a veces el principal protagonista sea el sonido. Esto puede atribuirse en gran parte a Trent Reznor, que ya había ganado un justísimo Oscar por su trabajo para Fincher en La red social, y que vuelve a ofrecer una banda de sonido magnífica en sus climas ambientales electrónicos. Pero, más allá de la música original en sí, no es menos notable la utilización que hace de Fincher de ésta, dándole un protagonismo decisivo en varias de las escenas y consiguiendo un clima particularmente escalofriante mediante la yuxtaposición de la etérea canción de Enya “Sail Away” en un entorno cargado de posibilidades horripilantes. Posiblemente el mejor ejemplo de la maestría de Fincher en la utilización del sonido sea la angustiosa escena de la violación de Lisbeth, durante la cual la sensación de violencia y horror no está dada tanto por las imágenes -relativamente pudorosas- sino por la combinación de una melodía particularmente ominosa y estridente con los desesperantes gritos de la actriz, consiguiendo un efecto casi similar al de la famosa (e insoportable) escena de Irreversible, aunque afortunadamente mucho más breve.

Aún es incierto el futuro de la franquicia; los números de taquilla no fueron particularmente buenos, aunque sin dar pérdidas, y se duda acerca de la continuidad de Fincher como director de las dos novelas restantes. Los motivos de esta falta de entusiasmo son bastante palpables; con más de dos horas y media de duración, La chica del dragón tatuado se hace un poco larga, especialmente en la coda final, en la que se soluciona un problema lateral pero la tensión acumulada se desinfla, tan sólo reivindicándose con un final sutil, sentimental y poco tradicional.

La chica del dragón tatuado dista de ser una película perfecta (en realidad, tan sólo Zodiaco y La red social pueden considerarse films realmente redondos en la obra de Fincher, que para ser un auténtico discípulo de Kubrick carece de la selectividad de aquel para elegir proyectos), pero deja con ganas de que se apuren las dos adaptaciones restantes de la trilogía de Larsson, y es una buena chance de disfrutar del talento de un gran cineasta, irregular pero cineasta al fin.