Es la historia de un gran retorno que no se produjo; Theodoros Theo Angelopoulos se encontraba trabajando en El otro mar -su primer film en muchos años- y prometía ofrecer su visión sobre la crisis griega, en este raro momento en el que su país se ha convertido -a su pesar- en el centro de la vida europea. Pero no pudo ser, ya que el cineasta de 76 años fue atropellado por la moto de un policía mientras cruzaba una calle de su ciudad, Atenas, y, tras esperar tres cuartos de hora a que llegara una retrasadísima ambulancia, murió a causa de las heridas recibidas.
Angelopoulos era un hombre del siglo XX: durante su infancia y adolescencia fue testigo de la Segunda Guerra Mundial y la invasión alemana de su país, y luego de la Guerra Civil griega (1946-1949), un conflicto brutal que en cierta forma prolongó la Segunda Guerra Mundial durante cuatro años en el país helénico. Aunque había estudiado algo de cine en Francia durante la década de los 60, se dedicó a la crítica cinematográfica y al periodismo cultural en el diario Demokratiki Allaghi, clausurado por los militares que tomaron el poder en Grecia en 1967. Quedarse sin trabajo en tiempos muy aciagos para un periodista lo devolvió a su interés por el cine, y comenzó a filmar películas, generalmente de corte político-militante.
En los años 80, ya habiéndose hecho de un nombre, comenzó a hacer films más ambiciosos y plagados de largas tomas casi estáticas, como Viaje a Cythera (1984) y Paisaje en la niebla (1988). La edad de oro de Angelopoulos llegó a mediados de los 90, una época de profunda cinefilia en el mundo entero y tal vez la última edad de oro del cine europeo, cuando por sus siempre serios postulados y su concepto de la magnificencia visual el director fue considerado el heredero de Federico Fellini (consciente de ello, Angelopoulos trabajó también con Tonino Guerra, el más frecuente de los guionistas del italiano), pero con mayor compromiso político. En el Río de la Plata su cine fue considerado modélico por medios como El Amante Cine, y sus estrenos se volvieron acontecimientos de Cinemateca (cuando no ingresaban incluso en el circuito comercial).
Angelopoulos no era un director para todo el mundo; muchos lo consideraban el más excelso y puro de los grandes directores de cine-arte o cine de autor de Europa, otros señalaban en cambio lo tosco de su simbología, la pretenciosidad de sus postulados y el profundo aburrimiento que solían producir sus largas películas. No obstante, nadie discutiría que el griego era un director personal y con un estilo muy distintivo.
La característica más notoria del cine de Angelopoulos eran los extensos planos secuencia -escenas realizadas en una sola toma (o aparentemente en una toma) que siguen varios desplazamientos de acciones o personajes sin ninguna interrupción-, coreografiados con un notable sentido del tiempo y del espectáculo visual. El más recordado ejemplo para los espectadores locales posiblemente sea la prolongada toma de una barcaza que transporta una estatua de Lenin en La mirada de Ulises (1995), escena que -se respetara o no su metáfora más bien evidente- era sin lugar a dudas impresionante.
Una característica también frecuente pero menos impactante -y bastante irritante- era su costumbre de “trabajar de griego” incluyendo referencias a la mitología y la herencia cultural de su país vinieran al caso o no. En todo caso, su nombre era casi sinónimo de cine europeo por excelencia, lo que hacía que los estadounidenses solieran odiar su estilo solemne y lento, y ponerlo como ejemplo de todo lo que estaba mal en el cine-arte del viejo continente. Exactamente los mismos motivos por los que otros lo ponían como ejemplo de lo que era el cine de verdad, en contraposición a los divertimentos efectistas de Hollywood.
Gran favorito en los festivales de cine, Angelopoulos se tomaba con mucha seriedad los premios obtenidos en ellos, como demostró su visible malhumor al recibir el premio del Gran Jurado en 1995 en Cannes por La mirada de Ulises, cuando esperaba ganar la Palma de Oro que finalmente se llevó un film, Underground (Emil Kusturica), que, al igual que su película, trataba del conflicto en la ex Yugoslavia (es muy significativo hoy en día -con la guerra de Yugoslavia ya terminada- revisar cuánto han envejecido ambos films y lo insoportable de sus didácticas simbologías). Pero el director tendría su revancha tres años después, cuando finalmente se alzó con la preciada Palma de Oro con La eternidad y un día, una muestra perfecta de las virtudes y defectos de Angelopoulos y, posiblemente, su película más redonda.
Polémico, amado y odiado a partes iguales, enemigo fervoroso de la televisión y las nuevas tecnologías, Theo Angelopoulos era -más que un buen o mal cineasta- un cineasta importante y uno de los últimos popes de una forma de entender el cine como un espectáculo absoluto que es necesario contemplar con paciencia, sin vértigo y sin interrupciones. Una clase de cineasta que tal vez esté desapareciendo junto con el concepto mismo de Europa.