La llegada del rock, la valoración de sus canciones como manifiestos generacionales, la concepción del cantante como ícono y portavoz generacional y la influencia de la entrega confesional de la lírica beatnik produjo una identificación entre el compositor y el personaje de sus canciones que jamás hubiera ocurrido en generaciones anteriores, en las que, además, intérprete y compositor solían ser personas distintas. Durante los años 60 esta identificación estuvo más que nada relacionada con proclamas colectivas y generacionales de las que los compositores de rock aparecían como representantes emergentes, pero a medida que avanzaron los más individualistas años 70 esas voces se fueron interiorizando para volverse en forma cada vez más clara un discurso personal y, conforme estos portavoces se adentraban en sus terceras décadas, de contenido más adulto. Pero posiblemente la salida de Blue, de Joni Mitchell, y, especialmente, de Blood on the Tracks, de Bob Dylan, marcaron un cambio cualitativo en el cual un disco entero pasaba a ser un testimonio absolutamente personal de un particular quebranto emotivo. El modelo fue continuado por muchos songwriters hasta que se pudo hablar de una suerte de subgénero dentro de las obras individuales, el cual presentaba características comunes en cuanto a su carácter confesional y conceptual, diferenciándose estos discos, claramente, del resto de la obra de sus autores, tanto por su melancolía como por (generalmente) una producción sonora más íntima y escueta.

Los discos de ruptura, separación o divorcio no son comunes a todos los bardos del desamor; algunos de los mayores poetas de la frustración sentimental -como Morrissey, Nick Drake o Leonard Cohen (aunque Songs of Love and Hate tal vez podría ser considerado de esta forma)- nunca realizaron discos consagrados exclusiva o predominantemente a esta temática. John Cale, por ejemplo, resumió su separación de la modista Betsy Johnson en la brutal "Guts" (que comienza con el extraordinario verso "el hijo de puta de las mangas cortas se cogió a mi esposa"), pero sería difícil clasificar al amplio Slow Dazzle -el disco que contiene la canción- como una obra dedicada al tema. Asimismo, esta clase de discos parece ser una costumbre exclusiva de los anglosajones, ya que sería difícil incluir en esta selección un disco entero de artistas -por poner ejemplos locales- como Alfredo Zitarrosa, Fernando Cabrera o Eduardo Darnauchans, a pesar de las bellísimas catársis musicales que hicieron de sus separaciones.

Quedaron afuera -por motivos de espacio, gusto personal o definición dudosa- discos también notables y que podrían haber formado parte de la nota, como Us, de Peter Gabriel, Devotion + Doubt, de Richard Bruckner, 13, de Blur, The Boatman's Call, de Nick Cave, Over, de Peter Hammil, Around the Sun, de REM, o Heartbreaker, de Ryan Adams, pero los esenciales están presentes y listos para ser disfrutados con empatía, consuelo o masoquismo. Así que dejemos el verano afuera y metámonos en la belleza oscura de estos discos doloridos.

•Blue (1971), Joni Mitchell:

Apenas un par de años después de haber surgido como la luminosa cantante folk que celebraba la llegada a Woodstock, Joni Mitchell -luego de una amarga ruptura con su novio Graham Nash (aunque el álbum también refiere a otras relaciones de la inquieta Mitchell)- presentó este disco de asombrosa melancolía en el que examinaba los distintos aspectos de una relación sentimental. Al parecer, la correspondencia de las canciones con su vida personal era tan absoluta que, luego de que le mostrara las composiciones a su amigo Kris Kristofferson, este le dijo: “Por favor, guardate algo de eso para vos misma”. Pero a pesar del carácter confesional de las letras, alguno de sus temas -particularmente el espléndido “The Last Time I Saw Richard” (que Laura Canoura reversionara en castellano)- parecen sugerir que sus tristes (blue) reflexiones no se refieren sólo al fin de una relación amorosa, sino también al fin del sueño idealista de los años 60, del cual Mitchell había sido una de sus más talentosas portavoces.

•Blood on the Tracks (1974), Bob Dylan:

Indudablemente, el más famoso y evidente de los discos referidos a un divorcio o una ruptura sentimental. Considerado unánimemente como un documento escrito en sangre sobre el colapso de su matrimonio con Sara Lowds (aunque se divorciarían recién tres años después), el Blood on the Tracks le hace honor a su nombre (sangre en los surcos) y ofrece una serie de canciones (“Tangled Up in Blue”, “You’re a Big Girl Now”, “If You See Her Say Hello”, “Shelter from the Storm”) que conjugan, como pocas veces se escuchó en la música popular, la fragmentación de un vínculo y la mezcla de emociones encontradas que sobrevive a ese quiebre. Aunque fue ampliamente reconocido por la crítica en su momento, su estatus mítico como el disco definitivo sobre el tema -y uno de los mejores de la carrera de Dylan- fue afianzándose con los años, siendo hoy en día el favorito de muchos de sus seguidores (en su momento se lo consideraba de cualquier forma una obra menor a la sombra de sus grandes discos visionarios de los 60 como Highway 61 Revisited o Blonde on Blonde) y un acostumbrado recurso empático de los hombres acongojados del mundo entero. En una entrevista contemporánea a su edición, un presentador televisivo le dijo a Dylan que había disfrutado mucho su disco, a lo que el compositor respondió: “¿Cómo se puede disfrutar con esa clase de dolor?”. Generaciones enteras siguen haciéndolo.

•Street Hassle (1978), Lou Reed:

Tal vez la inclusión más discutible de esta lista, ya que, en realidad, se trata de un disco que esencialmente recicla canciones de varios tiempos distintos dentro de un sonido mugriento y levemente jazzero que lo convierte en uno de los discos más jugados de la carrera de Reed. Pero aunque tan sólo una canción -la que le da título al disco- trate de una separación, es tan predominante que termina dándole un nuevo sentido al álbum. El tema “Street Hassle” es, en parte, una larga descripción sobre escenas de violencia, horror y pesimismo urbano, pero en su último movimiento se convierte en una sentida súplica de Reed hacia su última pareja -el travesti conocido como Rachel- de quien se había separado poco tiempo antes, que encuentra al compositor de la Velvet más sensible y dolorido que nunca, resignificando el disco entero y, posiblemente, toda la carrera del renuentemente romántico Lou Reed.

•Rumours (1977), Fleetwood Mac:

El 11º disco de Fleetwood Mac fue compuesto en condiciones afectivas terriblemente insanas, ya que las dos parejas que conformaban la banda (John y Christine McVie, y Lindsay Buckingham y Stevie Nicks) se estaban separando, al igual que el integrante restante (Mick Fleetwood), a lo que se sumaban acusaciones endogámicas de infidelidad alimentadas por montañas de drogas. Asombrosamente, semejante conventillo no terminó en una batalla campal ni en la separación de la banda, sino generando su disco más exitoso, un gran material pop al que, sin embargo, se le notan en sus canciones las cicatrices del entorno en el que fue creado.

•Here My Dear (1978), Marvin Gaye:

La historia de este disco es colosal; en 1976, el ídolo soul Marvin Gaye se separó de su esposa Anna Gordy, pero el tren de vida del cantante (por aquel entonces con una gran afinidad a la cocaína), generalmente, no le permitía pagar sus cuotas de manutención, por lo que le propuso sustituirlas por la mitad de las ganancias de su próximo disco. Gordy aceptó el trato pero el resentido Gaye decidió, ya que su detestada ex mujer se iba a quedar con la mitad de lo que produjera, hacer un disco deliberadamente malo y perezoso. Pero los grandes artistas tienen una integridad que suele superar a sus miserias y cuando comenzó a grabarlo decidió, en cambio, hacer su disco más ambicioso -un disco doble y conceptual- en el cual exponer ampliamente su punto de vista sobre el declive de su matrimonio. Finalmente, terminó siendo uno de sus mejores discos, al que tituló explícitamente Here My Dear (algo así como “acá tenés, querida”).

•Shoot out the Lights (1982), Richard y Linda Thompson:

El matrimonio entre el compositor Richard Thompson y su esposa Linda había publicado en 1974 un disco bastante jovial llamado I Want to See the Bright Lights Tonight (quiero ver las luces brillantes esta noche), pero ocho años después su pareja se estaba desmoronando y editaron uno significativamente llamado Shoot out the lights (apaguen las luces). Con canciones tituladas “Don’t Renege of our Love” o “Walking on a Wire”, el disco es, más que un álbum sobre un divorcio, el sonido de un divorcio hecho canciones. También es uno de los mejores discos de Richard Thompson, lo cual es una buena prueba de que una cosa es una cosa y otra cosa otra.

•Tunnel of Love (1987), Bruce Springsteen:

En 1985 Bruce Springsteen reinaba en el mundo como el más exitoso y aclamado de los compositores solistas, algo que coronó en su vida personal casándose con Julianne Phillips, una de las más conocidas modelos estadounidenses de su tiempo. Pero durante la extensa gira del Born in the U.S.A. Springsteen comenzó una relación con su ex novia y compañera de banda, la corista Patti Scialfa (su pareja hasta el día de hoy), lo que produjo la ruptura de su matrimonio. El resultado de este período emocionalmente turbulento fue el más entrañable -y extrañamente sereno- de los discos de The Boss, una obra que no es exactamente un disco de separación o divorcio, ya que las canciones -todas relacionadas a las relaciones sentimentales- abarcan todos los planos de la interacción romántica, desde el conocimiento (“Tougher Than the Rest”) al matrimonio (“Walk Like a Man”), para pasar luego a la inseguridad conyugal (“Brilliant Disguise”) y, finalmente, al divorcio (“When You’re Alone”). Tunnel of Love es un disco más reflexivo que dolorido, pero por el orden de su composiciones y el predominio de las de ruptura, se merece ampliamente su lugar en esta lista.

•Philophobia (1998), Arab Strap:

En realidad, casi toda la discografía de los Arab Strap puede considerarse una larga -y frecuentemente amarga- meditación sobre las separaciones, pero en Philophobia se ven claramente las cicatrices de una relación dinamitada (y por los motivos más sórdidos y domésticos), expuestos con una sinceridad casi obscena por un letrista (Aidan Moffet) que es más un escritor convencional que un compositor de canciones. Temas que van desde los llanísimos -y explícitos- reproches acerca de la falta de cuidados sexuales en una infidelidad (“Packs of Three”) hasta un inesperado lirismo introspectivo y ético (“New Birds”). Un disco que desde el título se propone como un documento de aversión al amor pero que, inevitablemente, es casi lo opuesto.

•Honestidad brutal (1999), Andrés Calamaro:

Luego de un escándalo público que involucró a su ex mujer y a Charly García, un Calamaro más obsesionado que nunca con Bob Dylan decidió realizar su propio Blood on the Tracks y editar el primero de sus discos torrenciales, cocainómanos y excesivos que caracterizarían a su obra a principios de este siglo. Un disco desproporcionado (37 canciones) e irregular en el que hay lugar para bazofias como su himno a Maradona (la imperdonable “Maradona”, en la que rima el apellido del ídolo con “gran persona”), versiones tremebundas de tangos (“Naranjo en flor”) e imitaciones berretas de Dylan (“Te quiero igual”), pero que también contiene canciones formidables y doloridas como “El día de la mujer mundial”, “Son las nueve” o “Negrita”, que registran una profunda crisis personal. En la introducción decíamos que los discos de divorcio no son un concepto que se haya visitado en el Río de la Plata; Calamaro puede reclamar haber hecho el primero o el más asumido.

•Echo (1999), Tom Petty and the Heartbreakers:

Compuesto luego de su divorcio de un matrimonio de 20 años, éste es el disco de perfil más bajo de la carrera de Petty, y pasó más bien inadvertido tras su edición. Una pena, ya que es uno de los mejores de su carrera madura y presenta una colección de formidables canciones de tono más sombrío de lo habitual y con una clara influencia de Dylan (mucho Blood on the Tracks, tal vez) en las vocalizaciones. Por el carácter íntimo de las canciones, Petty casi siempre se ha negado a sumarlas a su repertorio en vivo, lo cual es una pena, teniendo en cuenta de que entre las mismas están “Room at the Top” y -otra referencia dylaniana- “Free Girl Now”.

•Sea Change (2002), Beck:

Beck ya había compuesto canciones muy sentidas como la excelente “Feather in your Cap” o varios de los temas folk del Mutations (1998), pero se le consideraba un artista más ingenioso que emotivo, con una particular predilección por lo absurdo o neosurrealista, hasta que editó el Sea Change. Producto de su separación con su novia de muchos años, el autor de “Loser” se sintió realmente un perdedor y dedicó todo el disco a exorcisar los fantasmas, en la forma más directa posible, de su relación. Para muchos es el mejor disco de Beck; musicalmente es su obra más convencional pero, posiblemente, con más corazón.

•Get lonely (2006), The Mountain Goats:

John Darnielle (compositor único y casi integrante exclusivo de The Mountain Goats) se pasó parte de su carrera explicando que aunque sus canciones fueran en primera persona, no eran autobiográficas sino historias sobre temas y personajes que le interesaban. Sin embargo, en We Shall be Healed (2004) ya había manejado en forma bastante directa sus experiencias semidelictivas de adolescencia y el magnífico The Sunset Tree (2005) estaba en buena parte basado en su horrenda relación con su padrastro. Pero en Get Lonely decidió bajar las defensas explícitamente y dedicar un disco entero a reflexionar sobre su quiebre emotivo con su novia de muchos años. Tal vez desacostumbrado a manejar una primera persona real, Get Lonely -disco en el cual Darnielle se desnuda emocionalmente- es una obra más fría que lo habitual en su trabajo. De cualquier forma, algunas canciones (“Wild Sage”, “Woke up New”, “In Corolla”) son testimonios estremecedores de cómo se ve el mundo desde el desamparo adulto.

•For Emma, Forever Ago (2008), Bon Iver:

La anécdota es conocida y, en cierta forma, fue uno de los motivos por los que este disco llamó tanto la atención. Justin Vernon, un compositor sin demasiado éxito previo, se separó de su novia y, deprimido, se pasó cerca de cuatro meses en una cabaña en los bosques de Wisconsin, haciendo vida de ermitaño y componiendo canciones para exorcisar su estado de ánimo. El resultado fue una serie de composiciones íntimas y algo fantasmales que hechizó a todo el mundo del rock indie y que, más que tratar sobre la soledad, suena como la soledad misma.