Desde allí, la madre y sus tres chicos -de 14 y 12 los varones y de seis la niña- salen casi todas las tardecitas del año y atraviesan kilómetros usando, a lo largo del trayecto, locomociones que van desde carros tirados por caballos, hasta vehículos que aceptan llevarlos a dedo y ómnibus, o caminando. Llegan al centro capitalino donde caminan durante horas ofreciendo sus productos a cambio de alguna moneda o billete. La madre los espera, cargada de bolsos, en las inmediaciones del local o en alguna plaza pública, donde los chicos paran a jugar; lleva tijera, cinta y celofanes para armar las rosas que sus hijos ofrecerán por 20 pesos. El viaje de regreso es siempre en ómnibus; andan a las corridas para no perder la última frecuencia diaria que sale a eso de la 1.00 porque, de lo contrario, deben esperar hasta las 5.00 o las 6.00.

Acuerdos

Esta madre y sus niños fueron una de las familias que formaron parte del programa Proniño, de la Fundación Telefónica, y la organización no gubernamental El Abrojo, que se focalizó en los niños que venden rosas, estampitas, inciensos, pañuelos, ondulines o pastillas en los bares y restaurantes capitalinos comprendidos entre Ejido y la Plaza Matriz, sobre las calles San José, 18 de Julio y Colonia. El programa se desarrolló durante el segundo semestre de 2011. Se hizo un diagnóstico en el que se detectó a los niños y niñas en esa situación, se registraron los lugares en los que vendían y se contactó a mozos y dueños de los comercios para conocer sus opiniones sobre el trabajo infantil. Los educadores entablaron el contacto con los niños y, en la medida en que éstos lo permitieron, se vincularon con las familias.

“En principio pensamos que iban a andar solos, que no había un acompañamiento adulto, y no era así”, explicaron a la diaria Jorge y Sheila, los dos educadores del proyecto. Agregaron que en casi todos los casos se trataba de familias enteras, que se trasladan desde barrios alejados del centro, donde en general los pequeños son acompañados por sus madres -en un solo caso el acompañante era el padre- y que además ellas coordinan días y horarios para pasar a buscar comida o ropa por determinados comercios o edificios. Detectaron ocho núcleos familiares, de los cuales pudieron trabajar con cuatro; con el resto se vincularon con los chicos, pero no pudieron trabajar con los adultos responsables. En total se involucraron unos 30 niños, de los que trabajaban cerca de 15, mientras que el resto estaba “en riesgo” de trabajo, o eran hermanas adolescentes que se quedan en sus casas para hacer las tareas del hogar y cuidar a los más pequeños. El trabajo con las familias se desarrolló durante los últimos cuatro meses y uno de los puntos centrales fue establecer un acuerdo, en el que se les entregaba una beca económica de 3.000 a 4.000 pesos para al menos reducir las horas de trabajo de los chiquilines. Fabián Ibáñez, coordinador del proyecto, evaluó que “se lograron varios acuerdos” en la meta de reducir horas y también en otras cuestiones: “Algunos de estos niños caminan cinco, seis kilómetros diarios, e intentamos poder reducir esas horas de caminata. Conversamos para que pudieran comer, porque algunas madres nos decían que no dejaban que comieran en algunos lugares, ¿pero por qué no? Vamos a empezar a cuidar eso. Después se hicieron atenciones directas, se acompañó a las familias para retomar los controles de salud de los niños, el tratamiento con especialistas. Se visitaron escuelas y se entrevistó a maestros y directores”. Sheila afirmó que, contrariamente a lo que se imagina, “son niños que asisten a la escuela, que tienen un alto índice de aprobación y muchos de ellos con buena nota y baja cantidad de inasistencia”. Ibáñez destacó también avances en la documentación -pudo registrarse una niña de tres años-, y la vinculación con instituciones u organizaciones de sus barrios. En algunos casos se logró una conexión de adultos con el mundo laboral y en otro la familia pagó con parte de la beca el fondo de material que le permitirá construir su casa.

No sólo de plata

“Hubo acciones concretas logradas por las madres y los gurises que son importantes para ellos, como evaluar la importancia de otras cosas más allá del sustento económico que les da este proyecto. Valorar que alguien se haya acercado a los chiquilines y que no les haya hablado mal, que alguien se preocupe por ellos. Las madres saben que trabajamos en contra del trabajo infantil y que por eso las abarcamos, saben que es una falta en ellas. Pero también es el único ingreso que tienen para comer, porque si salen ellas a hacer lo que hacen los chiquilines no ganan lo que ganan los niños, porque hay mucha gente que sólo les da por ser niños; es así”, aseguraron los educadores.

Eufemismo

Se denomina “trabajo infantil” a “aquellas actividades económicas y/o modos de supervivencia, remuneradas o no, llevadas a cabo por niños, niñas y adolescentes”. La venta callejera está dentro de la lista de trabajos prohibidos para menores de 18 años, elaborada por el Comité Nacional para la Erradicación del Trabajo Infantil, por el riesgo que puede representar para ellos esa exposición. Hay quienes discrepan y plantean que es un eufemismo, que en realidad se trata de una forma de mendicidad. Como sea, para el niño es una obligación. Los educadores indicaron que no le llamaban “trabajo” a la actividad, preferían decir que estaban “vendiendo” y no “trabajando”. Pero más allá del término, se sabe de qué se habla. Los dos varones de Mercedes evitaban el jueves el contacto con un chico del barrio que estaba vendiendo panchos en el desfile de carnaval. La madre les dijo: “¿Y por qué se esconden? ¿Qué está haciendo él? Trabajando”, se respondió con la aprobación de los hijos. “Bueno, ustedes están haciendo lo mismo, trabajando”, aclaró.

Sin embargo, había diferencias entre uno y otro, y los chicos lo sabían, la reprobación social no era equivalente.

“Vemos un único modo de vida conocida, sus madres y sus abuelas vinieron cuando eran niñas, siempre vivieron de esto. No sólo es una cuestión económica sino que es como un escape del lugar donde viven”, dijo Sheila. Sentado en la explanada de la intendencia, Jorge agregó señalando a sus alrededores: “El centro es atractivo, los chiquilines se sienten independientes, tienen un margen de autonomía importante, conocen, los conocen. Su lugar de juegos es acá en la explanada, traen sus juguetes en las mochilas, y lo bueno es que no sólo juegan entre ellos sino con otros gurises que vienen con sus padres”.

“Es una experiencia buena, de mucho compañerismo, los muchachos iban a casa, nunca me había pasado en los años que hace que estoy trabajando en la calle de conocer a esta gente que hace muy bien el trabajo”, opinó Mercedes, quien agradeció a Telefónica y a El Abrojo. La mujer contó: “Antes de tener el programa, venía casi todos los días, y los viernes y sábados amanecía hasta el otro día, estaba desde las siete de la noche a veces hasta las 4.30, 5.00, 6.00 de la mañana. Con el convenio suspendimos lunes, martes y miércoles y me voy en el ómnibus de la 1.00”. Ahora el programa terminó y la mujer dijo que verá si puede seguir esa rutina. “Yo quisiera conseguir un trabajo, para poderlos sacar de la calle”, aseguró, pero relató que las veces que se anotó en programas laborales del Ministerio de Desarrollo Social nunca salió sorteada y que tal vez por tener casi 50 años nadie quiera emplearla. El jueves de noche el Carnaval de las Promesas empezaba a desfilar por la plaza Cagancha y la mujer armaba las rosas que venderían más tarde sus hijos. “Ahora no los saco más de acá”, dijo con pesar, mientras sus chicos se perdían jugando entre la multitud y ella los dejaba y seguía envolviendo una y otra flor.

Soluciones

Otra de las líneas de trabajo del programa fue hacer una campaña de sensibilización, en la que intervinieron estudiantes de diseño gráfico de la ORT. La frase clave era “¿Los ves?” y apuntaba a reflexionar sobre el desprecio que reciben muchos niños cuando van a vender y que se les retribuyera, al menos, con un gesto. Para eso se elaboraron afiches individuales, adhesivos y pins que fueron distribuidos en alrededor de 30 bares y restaurantes que se adhirieron. El grado de acompañamiento fue diverso, en algunos lugares estuvieron a la vista en sus diferentes modalidades, y en otros sólo fueron utilizados los pins, que portaban mozos y cocineros. Algunos clientes preguntaban y les escribieron a los responsables del proyecto para saber cómo podían apoyar. Pero la gran pregunta de fondo es qué pasa de aquí en más. “Está todo bien con que nos sensibilicemos, pero el tema es qué se va a hacer. ¿Cuál es el próximo paso? Hay un problema real y es que el derecho de los niños está violado. Los niños tienen derecho a estar en una casa, a estar resguardados, tienen derecho a su identidad. Soy testigo de dos niñas cuyo padre les cortaba el pelo y las vestía como si fueran niños para poder entrar a los bares y que ningún hombre les dijera nada. Es la negación del género, del ser, la negación de todo y ¿qué se hace con eso? El Estado tiene la obligación de actuar, el INAU [Instituto del Niño y el Adolescente del Uruguay] tiene que hacerse cargo de esto y no pasar la responsabilidad a otras instituciones y a la gente. Ése es un gran debe y el interrogante para este próximo paso”, opinó Danilo, dueño del bar Girasoles. Y puso a disposición su establecimiento para hacer debates a los que concurran los tomadores de decisión, para saber qué es lo que está fallando en la regulación de organismos estatales, para que la situación cambie.