La tendencia a dividir los espíritus de cada tiempo en décadas genera toda una serie de injusticias lógicas, ya que los movimientos ideológicos y las tendencias no cambian automáticamente cuando el número de un año termina en cero. Es así que aunque suelen considerarse la llegada del hombre a la Luna y, sobre todo, el infausto recital de Altamont (ambos acontecimientos de 1969 y plausibles como símbolos del triunfo de la tecnología y el fracaso del hippismo, respectivamente) dos señales claras del fin de ese aglomerado ideológico-cultural que conocemos como “los 60”, muchas de las experimentaciones culturales y políticas se extendieron hasta avanzada la siguiente década, como prueba, por lo pronto, la historia de los movimientos revolucionarios en América Latina.
Es así que la década de los 70 fue signada por el desarrollo y el asentamiento de las libertades sexuales que habían emergido en forma contestataria durante los años 60, por lo que -hasta la llegada de la contrarreforma conservadora de los años de Ronald Reagan y Margaret Thatcher-, durante los primeros años de la década del 70 se alcanzaron picos de libertad expresiva y personal que posiblemente no se han repetido en términos globales. Entre estos picos vale la pena recordar, a 40 años de su estreno, la emergencia triunfal de dos películas de muy distinta calidad y objetivos, pero que significaron -ambas- un antes y un después en términos de las fronteras representativas del sexo en el cine: Garganta profunda y El último tango en París.
Una historia oral
Posiblemente el cine pornográfico hardcore haya sido inventado horas después de que los hermanos Lumière terminaran de filmar a los obreros saliendo de su fábrica. Al menos los primeros cortos con nudismo datan de 1897, y las primeras filmaciones de personas en actividades sexuales (que se conocen) son de la primera década del siglo XX (siendo varias de estas filmaciones precoces realizadas clandestinamente en prostíbulos de Buenos Aires y alrededores, lo que le da al Río de la Plata un carácter pionero en términos de porno). Pero aunque siguió desarrollándose a lo largo del siglo, el cine pornográfico demoró décadas en salir de su gueto de clandestinidad, siendo más bien un producto de encargo reducido al consumo de algunos burgueses sofisticados poseedores de equipos de proyección y capacidad monetaria para pagar las películas.
Esto cambió radicalmente con la aparición de una serie de películas suecas (en Buenos Aires “película sueca” fue sinónimo de “porno” durante mucho tiempo) como Soy curiosa (Vilgot Sjöman, 1967), que trataban la sexualidad de forma franca y madura, incluyendo varias escenas de nudismo y sexo simulado. La calidad de las películas europeas que siguieron la tendencia generó un subgénero de cine de alto contenido erótico que se validaba a sí mismo en su voluntad transgresora y la necesidad de realizar un cine de contenidos “adultos”, legitimando así culturalmente la asistencia al cine de personas que jamás se permitirían ir a ver alguna de las tímidas películas de nudies (películas de desnudos), pero que llenaban las salas de estas películas con la misma seriedad con la que muchos hombres compraban la revista Playboy “para leer las entrevistas”.
Sin embargo, la barrera entre las películas eróticas y las de contenido explícito o hardcore era más bien difícil de superar, y aunque ya en 1970 el estreno de Mona (Bill Osco) significó el primer estreno de una película de claro contenido pornográfico en el circuito comercial, no sería hasta el estreno de una película extraña y barata, en 1972, que los espectadores medios se sintieron autorizados para ver pornografía. La película se llamaba Garganta profunda.
Producida por un grupo de cineastas más bien marginales y con no pocas conexiones delictivas, Garganta profunda había sido escrita exclusivamente para aprovechar las virtudes casi acrobáticas de la actriz Linda Lovelace. La película narraba la historia de Linda, una mujer frustrada sexualmente hasta que un médico descubre que tiene el clítoris en la garganta. Luego del descubrimiento, Linda pasa a tener una vida sexual plena gracias a su habilidad para engullirse penes de aterradoras dimensiones. Garganta profunda era un disparate y su calidad cinematográfica hace que las de Armando Bo parezcan filmadas por Akira Kurosawa, pero la originalidad de su trama, las habilidades performáticas de Lovelace y su balbuceante discurso libertario le otorgó un extraño carisma que, de alguna forma, la convirtió en una película de audición obligatoria para cualquier estadounidense culto y progresista. Por sí sola la película generó el fenómeno del porno chic, es decir, una serie de películas indudablemente pornográficas pero a las que de alguna forma no sólo no se consideraba vergonzoso ir a verlas, sino algo moderno y a la moda para cualquier persona de ideas liberales. Para tener una idea del impacto cultural del film, basta recordar que “Garganta profunda” fue el seudónimo elegido por el ex director del FBI Mark Felt, confidente y fuente esencial del caso Watergate y principal responsable de la caída del presidente Richard Nixon.
El éxito económico que produjo este porno culturalmente admisible no tiene parangón en toda la historia del cine: con menos de 50.000 dólares de costos la película recaudó cerca de 50 millones de dólares (algunos amplían las cifras hasta los 600 millones), siendo la mejor relación de inversión-beneficios que se haya visto nunca en Hollywood. Aún hoy en día la película sigue reeditándose en DVD y haciéndose merecedora de documentales dedicados a su producción y a sus estrellas, quienes gozaron de poco y nada del éxito comercial del film.
Unos meses después del estreno de Garganta profunda se estrenaría un film similar -y de casi igual éxito- llamado Behind the Green Door (Artie y Jim Mitchell), que forzaría aún más la barrera entre el porno y el cine “normal” al ser protagonizado por la encantadora Marylin Chambers, una actriz de carisma refinado, muy distinto al de Lovelace, y que luego protagonizaría películas mainstream de directores como David Cronenberg. Por voluntad o por accidente, Behind the Green Door era una película muy superior a Garganta profunda en todos los aspectos, y la tendencia prosiguió con El diablo en la señorita Jones (Gerard Damiano, 1973), que planteaba con mortal seriedad -aunque cuestionables resultados- algunas preguntas existenciales sobre el bien y el mal. La tendencia del porno chic proseguiría un tiempo hasta la emergencia del VHS; la posibilidad de ver pornografía en el ámbito doméstico -sin tener que justificarse en el interés en los esqueléticos argumentos del porno chic- devolvió a la pornografía al terreno de lo privado y culposo, sin disminuir su consumo -que, al contrario, continuó creciendo hasta generar una industria más que rentable- pero haciéndolo nuevamente secreto. Para bien o para mal, la imagen de decenas de matrimonios de clase media educada haciendo cola para ver una película basada en una particular destreza para el sexo oral no volvería a repetirse jamás.
El tango de la manteca
El mismo año en que Garganta profunda llenaba los cines de Estados Unidos, una película europea produjo un fenómeno similar e igualmente novedoso, aunque recurriendo a recursos cinematográficos más tradicionales. El último tango en París era la más ambiciosa apuesta del director italiano Bernardo Bertolucci, quien se había convertido en una de las mayores promesas del cine europeo con El conformista (1970), y era un intento de reunir en una sola trama las ideas revolucionarias del director tanto en lo político como en lo sexual. La trama se limitaba a narrar, en clave de tragedia, el encuentro entre un viudo reciente de mediana edad (Marlon Brando) y una veinteañera a punto de casarse, quienes se embarcan en una relación sexual anónima en la que dan rienda libre a sus fantasías y pesadillas. Lejos de ser un film marginal, la película parecía una selección de la primera división del cine mundial de su momento. A la dirección de Bertolucci -y la participación de un Brando que aún era una de las figuras principales de un Hollywood del que cada vez estaba más distanciado- se sumaba la presencia de Agnès Varda en los diálogos (quien se basó en la reciente muerte de Jim Morrison en París para las escenas finales), de Vittorio Storaro en la fotografía y de Gato Barbieri en la fantástica banda de sonido.
La película dividió a la crítica, que admiró la muy libre interpretación de Brando pero condenó el exceso de pretensiones generales, pero causó un auténtico escándalo entre las fuerzas conservadoras tanto de derecha como izquierda, que la consideraron “pornografía disfrazada de arte” y abogaron por su prohibición, consiguiendo que no fuera estrenada en países como España o que lo hiciera censurada en otros como Inglaterra. Si bien El último tango en París no contiene escenas de sexo explícito y una gran parte de su contenido sexual es más verbal que físico, la película sería tragada en sus intenciones existenciales por una escena que sería comentada infinitamente hasta por quienes no la vieron, en la cual el personaje de Marlon Brando penetraba analmente al de María Schneider utilizando una barra de manteca como lubricante. Durante décadas la relación cinematográfica entre la manteca y el sexo (una escena que fue básicamente improvisada a instancias de Brando) fue motivo de decenas de chistes y sigue siendo una referencia ineludible a la hora de mencionar la película, siendo considerada por Schneider hasta su muerte, en 2011, el principal motivo del fracaso posterior de su carrera como actriz.
Tanto Garganta profunda como El último tango en París son films que han sobrevivido mal el paso del tiempo, siendo recordadas más que nada por su carácter de pioneras. Pero más allá de sus cualidades cinematográficas (o de la falta de ellas), ambas marcaron un antes y un después en tendencias cinematográficas que luego no se desarrollaron en forma satisfactoria y como símbolo de un tiempo en el que el cine seguía considerándose algo potencialmente peligroso para la moral y las buenas costumbres. Basta recordar que ambas fueron prohibidas sumariamente por la dictadura militar de Uruguay y que su tardío -y exitoso- estreno en 1984 fue una de las señales más claras y sensibles de que dicha dictadura estaba terminado y que los uruguayos volvían a ponerse a tiro de los cambios que se habían producido en el mundo cultural durante aquella prolongada noche.