Ni la sentencia latina Unus pro omnibus, omnes pro uno (“todos para uno, uno para todos”), divulgada por los Tres mosqueteros, de Dumas, ni el refrán “la unión hace la fuerza” deben de estar entre los dichos más populares en el mundo del arte, cada vez más recortado siguiendo las líneas del patrón individualista. Sin embargo, la historia reciente está repleta de ejemplos ilustres de grupos de creadores que producían y se presentaban como si fuesen un cuerpo solo: en algunos casos cada uno de los integrantes preservaba sus características (pensar en CoBrA y Fluxus), en otros no tanto (véase General Idea); acercándonos temporal y geográficamente, aparecen el colectivo Octaedro de Montevideo (suerte de resistencia en el Uruguay de la dictadura) y Escombros de Buenos Aires (todavía activo). Con la monstruosa inflación del número de artistas a nivel global, quedan varios que eligen presentarse socialmente como conjunto y así “operar”, pero no hay dudas de que esta forma y praxis perdió terreno y que la hegemonía, a nivel del establishment, la tiene firmemente en las manos el héroe solitario y no el mosquetero acompañado.

Bienvenido es, entonces, el proyecto de El ojo colectivo, “plataforma web en la que colectivos de artistas, curadores y ciudadanos de Europa y de Sudamérica se conectan en red, intercambian ideas y se presentan en público con obras, proyectos, videos, fotos, exposiciones y acciones”, según su definición oficial. Dirigido por los montevideanos alonso+craciun y por Heinz Norbert Jocks y Dominique Garaudel, bajo la égida del Goethe Institut, el “ojo” no sólo de digital vive: en el Subte se halla un florilegio tangible del trabajo de algunos de estos grupos.

Se entiende que polifacetismo y multiplicación, proliferación y amplificación son sellos de fábrica de una muestra como ésta, pero el material es tanto y tan variado que aconsejo dos visitas: una sola presupone un alto riesgo de indigestión (además no todos los platos son, obviamente, delikatessen). Fácil sería empezar con la lista de los malos y los buenos de estos 30 colectivos, vale decir obras o intervenciones inútiles o fallidas (se puede mencionar el torpe Teléfono descompuesto, de los uruguayos Genuflexos!) y redondas e incluso espectaculares (por ejemplo, el video Welfare State, de los españoles Democracia, proyectado en hierática pantalla “aérea”, ya visto hace unos años en el Centro Cultural de España), pero parece más significativo subrayar lo que la mayoría tiene en común: el directo compromiso político en piezas que se despreocupan, afortunadamente, de semejarse más a intervenciones culturales que a obras estéticamente planificadas.

Tal vez por eso se manifiesta un avasallante predominio del video y de lo documental (fotos, papeles, afiches, volantes): a menudo el trabajo se materializa por medio del registro de acciones urbanas, más o menos contestatarias de matriz situacionista (así Crac Valparaíso de Chile, La Dársena argentina, los suizo-uruguayos Legoville, los uruguayos Mapeo, entre otros) o de filmaciones de turbadores fenómenos sociales (por ejemplo, la prostitución masculina ligada a las migraciones en Voracidad máxima, de la dupla Dias & Riedweg) e interrogantes éticas de gran alcance (el asombroso y ominoso Que el caballo viva en mí, de los parisienses Art Orienté Objet, en el que se cruza la barrera animal/hombre con la inyección de sangre de caballo en el sistema inmunitario de la artista Marion Laval-Jeantet).

Junto a meros documentos, tal vez más cómodos de ver en la pantalla de casa, hay también obras en las que el foco es exquisitamente artístico (aunque siempre veteado de cierta sana postura polémica): cito, por impacto, el trabajo de tres dúos. El mundo es un lindo lugar por el cual vale la pena luchar (frase de Hemingway), de los controvertidos chinos Sun Yuan & Peng Yu, teatrito barroco de reflexión sobre muerte, poder y azar; el largo Drama Queen, de los daneses/noruegos Elmgreen and Dragset, en el que seis versiones “truchas” de esculturas célebres teleguiadas e “incitadas” por la del conejo de Jeff Koons tratan de convivir peleándose ruidosamente, entre insultos y reflexiones filosóficas. De lo nuestro sobresale Valor absoluto, de Agustina Rodríguez y Eugenia González, una foto que muestra una obra compuesta por hojas pegadas a la pared y la inscripción “Comunicamos al público que por razones de fuerza mayor esta obra no debe ser vista”, pieza que supuestamente se exhibió por un solo día sin poder ser visitada; especie de cadena de negaciones que sondea, con sacrosanta malicia, el estatuto y manejo del arte mismo en la actualidad (con un plus: la de la foto, ¿será la famosa carpeta que hace un par de años hizo trepar y casi saltar el concurso del Salón Nacional?).

Finalmente, quiero destacar la colectivización forzada, divertidísima, operada por las tres alemanas del grupo FORT, titulada Blank. De cada uno de una serie de estrellas del Artworld, egos gigantescos e inflados, han extraído, preservado y enmarcado un pelo (de verdad): el rizado de Sophie Calle, el rococó de Chris Ofili, el blanco de Paul McCarthy, el liso de Takashi Murakami, el invisible de Damien Hirst, etcétera. Si la reliquia sola parece patética -hablando de las taras de cierto coleccionismo, del culto a la personalidad, de los caprichos del mercado-, el conjunto adquiere enseguida sentido y brillantez, anulando y disparando simultáneamente las subjetividades que lo componen. Como una parábola: tal vez al arte colectivo sólo le falta un poco más de visibilidad, ya que su estado de salud, a juzgar por este espeso espécimen que llena el Subte, es óptimo.