En semanas absurdas, isabelinas o barrocas, la cartelera teatral parece empeñarse en crear recurrencias, organizando, de algún modo, la experiencia del espectador. Las últimas ofrecieron vanguardia, poniendo en relación, idealmente, dos experiencias literarias capitales de los años 20: la de James Joyce y la de Roberto Arlt.
“Siete Locos: Puesta en escena”. Basada en la novela de Roberto Arlt. Dramaturgia y dirección de Fernando Nieto Palladino. Con Emanuel Sobré, Eliana Goicoechea, Fernando Nieto Palladino, Luis Flieller, Rodrigo Brutti, Bettiana Pastrana y Leonardo Lorenzo. En Casa de los Siete Vientos (Gonzalo Ramírez 1595) los sábados a las 21.30.
En el marco de la I Muestra Iberoamericana de Teatro de Montevideo, el lunes y martes de la semana pasada, la argentina Cristina Banegas, dirigida por Carmen Baliero, presentó en Sala Verdi el soliloquio de Molly Bloom, capítulo 18 del “Ulises” de Joyce, como un “concierto”: parada frente a un atril y encuadrada por una tela blanca que le daba telón de fondo y base, la actriz dio cuerpo al monólogo interior del personaje joyciano, originalmente de ocho quilométricas frases sin puntuación, aquí algo abreviado. En boca de Banegas fluyeron, sin pausa, recuerdos, voces de otros, reflexiones y descripciones de sus experiencias y sensaciones sexuales, en tonos que pasaban ágiles de lo conversacional e íntimo, a la declamación, el sollozo, el canto. Y, además de sus palabras, estaban sus manos que, inquietas, parecían traducir lo conversado en arabescos o, quizá, dirigir las risas desconcertadas del público, por la velocidad del texto y lo inesperado de ciertas salidas.
Por su parte, Fernando Nieto Palladino llevó a escena la segunda novela de Roberto Arlt, “Los siete locos” (1929), obra fundacional (además de su estatuto en la narrativa) si pensamos en la relación del argentino con el teatro: “El humillado”, la primera obra de teatro de Arlt, estrenada en Teatro del Pueblo en 1931, es una versión del capítulo homónimo de la novela y es entendida, en general, como el paso natural al género dramático. Le seguirán, entre muchas otras, “300 millones” (1932), la historia bizarra de la sirvienta suicida que sueña con heredar los millones del título y vivir una vida de folletín; “La juerga de las polichinelas” (1934), donde el tema de la locura, siempre titilando en Arlt, encuentra una clave humorística; “Un hombre sensible” (1934), que une oficina y humillación; “La isla desierta” (1937), la preferida por extrañas razones en nuestros escenarios.
En 2008, para su espectáculo de exordio, “Quiroga con la luz prendida”, Nieto Palladino hizo una hibridación de lo narrativo y lo dramático. Entretejió, tomando al escritor salteño como centro, lo que José Sanchís Sinisterra bautizó con el práctico “narraturgia”: toda la acción sucedía sólo en tanto acción recordada (una licuefacción, sin suturas, de vida y obra), a veces individual otras colectivamente, en una escéptica caja blanca, montada en la Fundación Manuel Espínola Gómez. Una rareza en la cartelera de ese año fue “Quiroga con la luz prendida”: tres intérpretes que funcionaban como un conjunto armónico (Bettiana Pastrana, Leticia Sarante y el mismo Nieto), un texto que había logrado volver sobre Quiroga esquivando sus lugares comunes o volviéndolos decididamente extraños, y escenografía, luces y vestuario que se integraban al conjunto comentándolo en varios sentidos.
“Para Siete Locos: Puesta en escena”, Nieto Palladino dio a la historia de Remo Augusto Erdosain -empleado y humilde estafador de una Compañía Azucarera que integra desesperado una sociedad secreta y sueña con inventos bizarros, como el propio Arlt- una organización externa: el propio Nieto, sucedáneo escénico de Arlt, director de orquesta o de pasarela, mueve los personajes como fichas, marca los tiempos de la acción/narración, encabeza coreografías pop. La puesta en escena propone un movimiento inquieto (ires y venires constantes, a veces incluso algo torpes) donde los numerosos monólogos interiores que la estructuran, tan desatinados como brillantes, pierden parte de la tensión de su original. De un elenco heterogéneo en el que conviven, no sin cortocircuitos, la actuación monocorde con la barroca y caricaturesca, se destaca Emanuel Sobré, en el papel de Erdosain, actor que además de tener un rostro moldeado, pareciera, a la medida de las cavilaciones del personaje, convida con una construcción enajenada, meticulosa y compacta. Aunque en realidad, si atendemos a las dinámicas puramente visuales de la pieza, los actores cumplen todos con su “deber” estético, en la gran caja negra del escenario: todos lucen bien y lo prueban en una caminata desfile, ya no orgánica a la pieza -el ejemplo más a mano de organicidad es el de “La colección”, de Pinter, que dirigió Alberto Zimberg este año- sino como puro accesorio.
De baja densidad, en lo que toca al impacto sensorial, resulta el vestuario dark o neo-dark, elegido para algunos de los personajes (entre ellos el organizador de la secta, también interpretado por Nieto Palladino) quizá por lo redundante de la elección (lo “oscuro” de “oscuro”), pero también por su utilización automática en nuestro teatro, desde hace por lo menos veinte años, como signo de ruptura o innovación. Si todo lo fosco sucedía en “Quiroga con la luz prendida” en la más completa luminosidad y blancura, y ése era uno de los tantos hallazgos del espectáculo, aquí la oscuridad emblanquece lo turbio y lo enajenado, o por lo menos distrae, moderándolo. Las medias tintas, sin embargo, no invalidan la totalidad de un espectáculo con varios picos que, parecería, es parte de una búsqueda que lo trasciende.