“¿Me contradigo? Muy bien, me contradigo. (Soy enorme, contengo multitudes)”, escribió el poeta Walt Whitman a mediados del siglo XIX. Las interpretaciones de sus versos están abiertas; si nos concentramos en lo que dice sobre la decisión de expresar un fenómeno diverso a costa de abandonar un discurso uniforme, tal vez nos acerquemos a lo que Tomás Abraham vino a hacer a Montevideo. Después de todo, tanto el estadounidense Whitman como el argentino (y rumano, y judío y cosmopolita) Abraham estaban tratando de poner en palabras sus realidades nacionales.

"La lechuza y el caracol: contrarrelato político". Sudamericana, Buenos Aires, 2012. 282 páginas.

Distendido, precedido por las palabras de Agustín Courtoisie, Gonzalo Ehyerabide y el periodista Thomas Lyford-Pike, Abraham disparó en poco más de media hora los puntos centrales de "La lechuza y el caracol: un contrarrelato político", en el que reúne artículos publicados en La Nación y Perfil, entre otros medios, más algunos textos especialmente producidos para el libro. Así, habló de la debilidad de las instituciones argentinas, de la recuperación simbólica de los 70 que lleva a cabo el kirchnerismo, de la falta de rumbo de su oposición, de la coyuntura económica en la que se apoya el gobierno de su país y de algunas malas costumbres políticas de sus compatriotas.

“El clima en mi país es bastante hostil, es intimidatorio: no se puede pensar, hay que tener una especie de cuidado. No hay una dictadura, es una democracia, pero hay un clima muy agresivo y hay que pensar dos veces antes de poner el cogote”, dijo para abrir. “Mi trabajo es un trabajo intelectual, llamar a las cosas por su nombre. No veo nada censurable en callarse, pero sí en callarse las palabras. Un intelectual debe ser franco, directo y entendible. Y si no, se calla. Yo también me callé cuando hubo regímenes que impedían hablar. Pero cuando uno habla, habla”.

Como confirmación de sus palabras está, por ejemplo, su artículo de 1982 “La ley mayor”, en el que se metía tanto con el elitismo del circuito de los lacanianos porteños como con la represión cultural que ejercía la dictadura. El texto fue reunido en el primer libro de Abraham, "Pensadores bajos" (1988), en el que reivindica la filosofía que discute problemas concretos, cotidianos, entre los que está, por supuesto, la actualidad política. De esa tendencia “baja” proviene la imagen del caracol con la que Abraham bautiza a su libro, asociada al griego Diógenes -el modelo del “pensador bajo”-, en tanto la de la lechuza refiere a la tradición cuestionadora socrática.

“Son filósofos, no son sabios. Son ignorantes, pero saben que lo son y no pueden dejar de serlo. No son orgánicos”, escribe ahora Abraham, buscando unir la actitud de Sócrates respecto al conocimiento con la crítica a los intelectuales alineados con el gobierno argentino. En la Intendencia, habló de “el grupo de intelectuales en decadencia que han convertido a la Biblioteca Nacional en un foro”: una alusión bastante directa a Horacio González, director de esa institución, y el grupo Carta Abierta, que dio su respaldo al kirchnerismo en el conflicto con los grupos agrarios.

Como Beatriz Sarlo, Abraham reclama el derecho a cuestionar al gobierno sin ser automáticamente tachado de “traidor, gorila, oligarca, burgués”. Como la autora de "La audacia y el cálculo", Abraham pone en evidencia las muchas inconsistencias del discurso kirchnerista buscando autoposicionarse en un espacio asimilable a la izquierda. A diferencia de ella, Abraham no parece especialmente obsesionado con el peronismo -en todo caso, lo adscribe a una corriente de liderazgo político que lo precede- ni tampoco teme ser fragmentario, episódico y, como ya dijimos, contradictorio.

Estas contradicciones están en "La lechuza y el caracol", pero resultan más claras “en vivo”. Por ejemplo: tanto en la Intendencia como en su libro, Abraham hace una defensa apasionada del apredizaje continuo como solución al verdadero problema de la educación, que sería la pérdida de la idea de que la educación gratuita es un derecho pero también una exigencia (que a la vez puede llegar a ser “un goce”). Si uno es de los que les gusta aprender, las palabras de Abraham motivan bastante. Lamentablemente, pocos minutos antes había recomendado a los jóvenes uruguayos no aprender portugués. El público, presumiblemente favorable al disertante, lo miraba incrédulo. Como Abraham insistió, aparecieron sonrisas y el filósofo también hizo una mueca. Pero no hablaba en broma: “Tengan cuidado, Brasil es el imperio, si no fuera por ellos seríamos un mismo país”, les dijo a los presentes.

El asunto del nacionalismo también puede resultar confuso. Nacido en Rumania (en 1946), su familia, perteneciente a la comunidad judía, debió emigrar a Argentina cuando tenía dos años. A mediados de los 60 él también decidió alejarse del clima represivo que instaló la dictadura de Onganía. Estudió en París -estaba ahí en mayo de 1968-, vivió en Japón y regresó a Argentina en 1970. No resulta extraño entonces que se considere cosmopolita. Este año, sin embargo, fue parte del contingente de periodistas e intelectuales que visitó las Malvinas. Crítico de la guerra de 1982, pragmático en cuanto al destino de las islas -“el problema por el petróleo lo van a tener con los ingleses, no con los argentinos”, le dijo al gobernador de las Falklands-, al ver las tumbas de los combatientes argentinos confiesa haber sido tocado por el patriotismo.

La guerra, por supuesto, es otra cosa. Al respecto, Abraham es abiertamente provocativo. En su libro cuestiona a los “democaretas”, que serían aquellos que vivaban a Galtieri cuando invadió las islas y que meses después, y en la misma Plaza de Mayo, pedían el fin del régimen militar tras la derrota militar. “Si se hubiera ganado la guerra, Galtieri sería presidente hasta hoy”, opina Abraham. Por eso, afirma que el verdadero costo del retorno democrático de 1983 son los miles de jóvenes que murieron en las Malvinas.

Del mismo modo, Abraham se pregunta por la recepción que tuvo el golpe de Estado de marzo de 1976, convencido de que la mayoría de los argentinos sintió alivio ante el fin de los enfrentamientos armados “entre la izquierda y la derecha peronista”. Por ello, no le perdona al actual gobierno argentino haber suprimido la introducción de Ernesto Sabato al informe Nunca más sobre los crímenes de la dictadura argentina, en el que el escritor repartía la culpa de la brutal represión a ambos polos del espectro político.

Jugo caribeño

La mirada sobre los años 70 -traducible, si se pudiera, a los 60 tardíos en Uruguay- es claramente un territorio en disputa, y Abraham reclama para sí una posición crítica y no conservadora sobre el período. En una observación ya repetida, cree que la política en derechos humanos de los Kirchner tiene mucho de gesto vacío, y la considera sólo circunstancialmente adosada a las ideas de unos dirigentes que supieron cogobernar con Carlos Menem. Asimismo, le achaca al kirchnerismo y sus partidarios hacer culto de una época que en sí no tenía mucho de rescatable, aparte del hecho de la juventud que ostentaban quienes hoy la evocan con orgullo. A esa idealización Abraham la nombra “sistema 70”.

Sin embargo, también se muestra molesto porque el “sistema 70” replique las consignas de hace 30 años a nivel puramente discursivo. “El kircherismo reaviva la ideología de los años 70 sin militarismo”, escribe, pero pronto llega a la conclusión de que lleva a la “militarizacion de la política”. El abandono de la apología de la lucha armada, entonces, no alcanza a este pensador que se define como “demócrata y republicano”.

Y aunque hay campos discursivos antagónicos, de los que busca insistentemente distanciarse, Abraham denuncia que en Argentina no hay verdadera oposición -lo que le preocupa, porque dejaría a las fuerzas sociales enfrentadas directamente- ni tampoco auténtico debate. La uniformidad de ideas subyacente no significa que haya espacios o valores que incluyan a todos los argentinos, algo que reclama. A la vez, minimiza el alcance de los enfretamientos mediáticos que mantiene el kirchnerismo con el grupo Clarín, ya que cree que la mayoría de la gente no lee la prensa.

Curiosamente, Abraham cree que la existencia de grandes conglomerados mediáticos es buena para la democracia, ya que “constituyen un equilibrio necesario ante los ilegalismos impunes bajo el paraguas protector y la manipulación informativa desde el Estado”. La mejor enseñanza de la democracia estadounidense no es el acatamiento a la voluntad de las mayorías, sino el respeto de los derechos de las minorías, afirma.

De un modo que recuerda al último Juan José Sebreli, Abraham busca poner en evidencia la artificialidad del “mito” construido alrededor de la figura de Néstor Kirchner en los momentos inmediatamente posteriores a su muerte. No es, sin embargo, un obseso del “evitismo” y de otros tópicos peronistas, y comenta al pasar el uso de la figura de Eva Perón que hace la actual presidenta argentina.

Pero si Perón está ausente -en realidad, también está ausente del discurso de los Kirchner, si ponemos atención- la figura de Hugo Chávez reaparece tanto en la conferencia como en el libro de Abraham. Argentina es como “una Venezuela light”, dice. El destino del país en manos del kirchnerismo no le parecería claro. Es “un avión que no puede aterrizar”, escribe, como imagen del espiral de reformas económicas que ha impulsado el gobierno. Por eso, su destino podría marcarlo una crisis económica similar a la de 2001. También especula con un viraje político hacia el centro, que debería venir acompañado de un cambio discursivo, con el fin de mantenerse en el poder. La hipótesis “populista” -es decir, que la puesta en marcha de cambios sociales produzca una nueva situación política- no es contemplada por Abraham. Nada casual, el “consejero intelectual” de los K, Ernesto Laclau -al que en muchos tramos no nombra pero bautiza como “el populista fino- es una de las figuras que más descalificativos recibe en “La lechuza y el caracol”.

Aunque se trata de un libro de temas argentinos, y aunque su estilo sentencioso pueda cansar -conjuga las observaciones más nimias en tiempo presente, como el Nietzsche más epigramático-, no está de más hacer el esfuerzo de mirarlo desde este lado del río. Porque, entre otras cosas, Abraham habla de los problemas profundos de la educación (es decir, la actitud ante el aprendizaje), del uso político del pasado reciente y de lo que pasa cuando una república se queda sin oposición inteligente.