Hubo un tiempo en el que se denigraba a Canal 5, ahora TNU, por su programación plagada de documentales y se los ponía de ejemplo de aburrimiento. Pero desde entonces no sólo ha cambiado bastante la concepción general acerca de los documentales -motivada tanto por la explosión del género como por su creciente calidad-, sino que el acceso del canal público uruguayo a buena parte del catálogo televisivo de la BBC, que hasta el día de hoy sigue siendo notable por su nivel, también ha significado la emisión de sus mundialmente famosos documentales, incluyendo los que tienen como creador, narrador y estrella a Louis Theroux.
Hijo de Paul Theroux, novelista autor de La costa mosquito y primo de uno de los actores fetiche de David Lynch (Justin Theroux), es un periodista alto, flemático y de lentes, que luego de haber colaborado con Michael Moore en trabajos de corte más bien político, se ha especializado -a pesar de ser británico- en las diversas subculturas de Estados Unidos, o lo que él llama the weird America (el Estados Unidos extraño), ampliando su interés más allá de las elecciones de vida o pensamiento marginales (estrellas porno, artistas de gangsta rap, adictos a las cirugías estéticas), en una primera serie de documentales para la BBC -Weird Weekends- que lo presentaba como un personaje más bien gracioso que intentaba relacionarse con estas subculturas sin tener ningún punto en común con ellas. Pero luego realizó otra serie de documentales que no se limitaban a Estados Unidos, en los que examinaba también a los que son marginados a su pesar por la sociedad (adictos, convictos, extremistas políticos o religiosos), manteniendo el tono de desconocimiento previo pero abandonando por lo general las facetas humorísticas. Éstos son los que está emitiendo TNU.
A pesar de su aspecto de intelectual y de sus raíces familiares, la aproximación de Theroux a los temas de sus documentales nunca es en apariencia compleja o académica. Por el contrario, parece adoptar una postura casi naïf al preguntarles a sus interlocutores (en ocasiones temibles) con cierta candidez y constante afabilidad, consiguiendo sin mayores presiones que muchos de ellos se abran con rara honestidad.
La frase muletilla de Theroux es “fui a [equis lugar] para tratar de entender cómo…”, y ésa es su postura permanente: preguntar y repreguntar interrogantes -muchas veces obvias y cuya respuesta es evidente- acerca de por qué se adoptan costumbres que nos parecen extrañas o peligrosas y cómo se convive en un entorno en el que éstas son habituales o fuertemente rechazadas. En ocasiones, muchos de los retratos humanos conseguidos por él no van más allá de lo evidente o del discurso previsible para la cámara, pero la extensión de sus reportajes (frecuentemente menciona haber pasado varias semanas en la locación o el ámbito que investiga) le ha permitido acceder a descubrimientos como un parapolicial sudafricano absolutamente consciente de la ilegalidad de sus métodos y comprensivo con las motivaciones sociales de las personas a quienes reprime, o una pareja de adictos a las anfetaminas de mediana edad que, sin embargo, lleva una vida de trabajo normal y una relación más amorosa y sensible que lo habitual en parejas “sanas”. Es en esta gama en que incluye los grises y se niega a dar respuestas definitivas donde los documentales de Theroux se hacen más fuertes y hasta excepcionales.
Son muy raras las ocasiones en que utiliza estadísticas o datos exteriores a su investigación; sus reportes parecen jamás desbordar lo que él y su cámara atestiguan, lo que, por supuesto, termina dándole un carácter más que nada impresionista a sus programas y, por ende, muchas veces incompleto. Su estudio sobre el sistema criminal-gremial de Lagos (capital de Nigeria), por ejemplo, es una notable inmersión en el centro de la curiosa práctica de mafias casi legalizadas en la ciudad africana, pero no hay un contexto político que explique realmente por qué son toleradas y consideradas algo normal. Sin embargo, esta aproximación metonímica y parcial tiene su propia fuerza sugestiva (y al fin y al cabo cualquiera puede interiorizarse sobre contextos no incluidos en la visión del programa con sólo molestarse en bucear un poco en la web) y hay detalles notables en la edición que para el ojo atento hablan más que un marco general más amplio. En su inmersión en la escena del crimen y su represión en Filadelfia, la cámara de Theroux jamás abandona los barrios bajos de la ciudad -la quinta más poblada de Estados Unidos- dando la impresión a priori de que se trata de una comunidad absolutamente sumida en la pobreza y el tráfico de drogas. Sin embargo, en una breve toma casi al final se pueden ver, por primera vez, los rascacielos centrales, como evidencia de otra Filadelfia más rica, pacífica y probablemente de espaldas a la retratada por Theroux.
Cadena perpetua
Tal vez uno de los documentales más fascinantes -y premiados- realizados por Theroux sea su visita a un centro de rehabilitación de delincuentes sexuales en Coalinga (California), emitido recientemente por TNU. En su rol, creíblemente sincero, de hombre común, Theroux es más crítico, menos empático y hasta algo hostil con los reclusos -generalmente pedófilos, o sea, convictos por la clase de crímenes que mayor rechazo social provocan- que en sus otras visitas a centros carcelarios. Pero las características de este centro de reclusión despierta una serie de preguntas inesperadas en relación con un tema en el que hay un habitual consenso acerca de su aberración. Ante todo, el centro de Coalinga es infinitamente más amable y hasta lujoso que cualquier cárcel del mundo, pero a la vez tiene una dudosa legalidad producida por ciertas vaguedades jurídicas; sus reclusos no están cumpliendo una pena, sino que se trata de ofensores sexuales que ya han cumplido su pena establecida en prisión. Sin embargo, en lugar de ser liberados son retenidos compulsivamente en este centro hasta que los psicólogos y trabajadores sociales consideren que están “curados” de sus desviaciones sexuales, lo que puede convertir la pena de encierro ya cumplida en una virtual sentencia de por vida.
El talento de Theroux en este capítulo es el de dejar a los hechos hablar por sí mismos más allá de su discurso, que como ya dijimos es de disgusto permanente hacia los recluidos (vale la pena recordar que Theroux tiene dos hijos pequeños), lo que no evita que el espectador sienta estar frente a un monumental despliegue de abuso de poder estatal, ejemplificado en un par de diálogos entre uno de los reclusos y una psiquiatra. En el primero el recluso se siente incómodo ante las preguntas de Theroux, que está acompañado por una de las doctoras del establecimiento, por lo que deciden interrumpir la entrevista. En el segundo el mismo recluso le pide disculpas a la doctora, que las acepta con renuencia asegurando -en un lenguaje tan plagado de tonterías formales y eufemismos que parece dictado por una máquina de corrección política- haber perdonado al recluso por su conducta agresiva y ofensiva. Pero como señala en el diálogo con falsa inocencia, nosotros asistimos al diálogo anterior, en el que no había ninguna agresividad ni intento de ofensa, sino simplemente una incomodidad sincera y hasta comprensible. Theroux ni siquiera necesita opinar al respecto para que al televidente le quede claro que se trata de una institución en la que el menor disenso o desvío de un lenguaje completamente servil y estructurado puede significar años de encierro, y ante el claro miedo del pedófilo ante la psiquiatra es imposible no sentir que se está frente a dos clases distintas de abusadores.
Theroux ni juzga ni es imparcial, pero deja que su postura se trasluzca más por la edición del informe que utilizando editoriales explícitos acerca de sus conclusiones luego de “tratar de entender” el problema o la situación que fue a investigar. Si esa comprensión fue alcanzada luego de su investigación, se la guarda para sí y le encarga la definición moral del tema al televidente, lo cual en estos tiempos puede considerarse una gentileza.